Advertencia de contenido: esta entrada responde a la necesidad de probarme en otro tipo de registro, y como respuesta a un reto personal. Contiene lenguaje soez, chistes de cacas y alguna que otra referencia a Sevilla, la Pantoja y Twitter.
Hoy vengo a confesar que me he aburguesado (léase con música de la condenada Pantoja). Sobre todo con las cosas del descomer. Vamos, del cagar de toda la vida, que puede ser que por aquí asome el morrete gente de ciencias, y esos suelen considerar que los sinónimos son palabras superfluas. ¿Qué es lo que me ha llevado a enfangar este diario con temas tan mundanos? ¿Acaso he decidido alejarme del lirismo y la angustia existencial, y abrazar las más bajas simas del caca-culo-pedo-pis de patio de primaria?
Pues no, querido valiente que has logrado llegar hasta este párrafo. Es mucho más sencillo que todo eso. Mi compañera, mi eterna sufridora, me ha retado de forma bastante disimulada.
—¿Por qué no dejas de dar por el culo— me dijo, tal cual, en la sobremesa— con tus depresiones de cuarentón cis-hetero-caucásico-privilegiado y escribes algo más divertido?
(Licencia poética arriba o abajo, que ahora mismo no recuerdo bien).
Y he aquí que a mí me ponen mucho los retos. Bueno, los cortitos. Que no sean muy cansados. Y si no hay que salir de casa y tratar con seres humanos, pues mejor todavía. Además, por que por una vez no hable de mi salud mental, tampoco es que vaya a pasar nada. Es más, hasta puede venirme bien. En fin, voy a intentar no dar más vueltas, y centrarme en el tema principal que me ha traído hasta este teclado: son las cosas de la vida, son las cosas del cagar (hoy me ha dado por lo folclórico y coplero, mira tú, que yo siempre suelo salirme más por el rock sinfónico y progresivo).
La premisa principal que quiero exponer es la siguiente: creo que la mayor parte de seres humanos defecantes sufrimos una progresiva inclinación por la intimidad según vamos dando vueltas al Sol.
Puede que recuerde, o que sea mentira, que una vez fuera de viaje de estudios de la EGB (se hacía en el octavo curso, equivalente al segundo de la ESO actual) y acabara en un hotel más bien discretito en una calle estrecha de Sevilla. Hasta ahí, ningún problema, pues no venía yo de familia de lujos y de aquella no sabía lo que eran las chinches.
El caso es que teníamos una habitación para seis o siete adolescentes de género masculino y un único baño. La intimidad sexual propia de la edad no era algo importante en aquella época, ya que lo habitual era que no hubiera menos de dos personas masturbándose en público y a la vez en cualquier momento del día o de la noche. Bendita juventud de los 90. Y luego todavía hay gente que siente nostalgia, en fin...
Sin embargo, el hecho de cagar era otra cosa. Algo más importante, y para lo que se necesita cierta capacidad de concentración y de entrenamiento. ¿Cuál era el problema? Que nuestra habitación no contaba con un cuarto de baño. Un solitario retrete nos saludó desde una esquina. Lo que es peor, alguien había pensado que era buena idea colocar una cortina de baño en forma circular, rodeando el trono, como única medida de separación.
Y ahí es donde nuestro querido hotel perdió para siempre la quinta estrella de nuestro amor. Es broma. De aquella no había estrellas ni portales de viajes. Ni tampoco chinches. El acto de defecar, tan natural en sí mismo, se convirtió en un desafío, una prueba del héroe, ya que eran muchos los peligros que acechaban.
El menor de los males era sufrir una colisión. Descorrer la cortina llena de moho y encontrar a alguno de tus compañeros de habitación dando lo mejor de sí mismo mientras besaba sus rodillas. No es lo mismo llamar a una puerta con mesura y recibir unas palabras amables informando sobre el estado de ocupación de tan ansiado recurso, que encontrarte de pie, sin palabras y apretando el esfínter delante de otra persona, también sin palabras, mirándote desde abajo. Grandes diálogos de la historia de la humanidad han tenido lugar en momentos tan intensos, pero pocos fueron registrados y sobrevivieron hasta nuestros días.
En otras ocasiones, la suerte estaba de tu lado y llegabas el primero a conquistar la colina de la hamburguesa, a desplegar una avanzadilla que te permitiera liderar con éxito la contienda. Es en estas ocasiones cuando la cortina demostraba su eficiencia como dispositivo de contención de gases no tan nobles. Al mínimo contacto con dichos gases, solían comenzar las revueltas populares y el lanzamiento de objetos contundentes contra (o por encima de) nuestra ya famosa cortina.
Pongo al Monstruo del Espagueti Volador por testigo de que yo he visto lanzar navajas de abanico en situaciones que se hubieran resuelto de forma pacífica con una mayor ingesta de fibra. Otro día podría escribir sobre la extraña querencia que los chavales de mi generación tuvimos por dichas navajas, shurikens, y objetos punzantes de todo tipo. Pero eso es otra historia y me estoy desviando de nuevo.
Otra de las opciones es que alguien decidiera invertir todas las posibilidades artísticas de una máquina de fotos desechable para conseguir un bonito álbum lleno de estampas familiares. Una foto de la Giralda, otra en Plaza de España, y veinte de compañeros cagando. Y, por supuesto, la reprimenda de sus progenitores por haber sido tan idiota. Estoy seguro de que muchos paparazzi y periodistas de la prensa rosa sintieron la llamada y encontraron su vocación en un momento como aquel.
Lo que está claro es que el acto de ir al baño era algo social, divertido y entrañable. Cuántas amistades se forjaron a fuego en aquellos momentos. No sólo en aquel hotel de Sevilla, sino también en todos aquellos campamentos de verano en los que tenías que hacer tus necesidades en el bosque, armado de una pequeña pala para cavar un agujero y algo apañado para limpiarte. O los baños infectos de bares, discotecas y gasolineras en noches de juerga eterna y juventud desmelenada. A día de hoy, me río del WC de la película de Trainspotting cuando veo el de algunos áreas de servicio en nuestras carreteras.
¿Qué nos pasó entonces? ¿En qué momento nos volvimos tan burgueses como para escoger con premeditación y alevosía el lugar y el momento de cualquier futurible deposición?
Quizás fue el mayor nivel adquisitivo. Cuando éramos jóvenes, cagábamos donde podíamos, no donde queríamos. Pero una vez que trepas por la pirámide social (aunque sea un poquito) y encuentras el trono de tus sueños, es difícil volver atrás. Cuando no conoces más que el papel higiénico del elefante, aquella versión descafeinada del papel de lija, ignoras los placeres reservados a los usuarios de las dobles y triples capas diseñadas por cachorritos de Labrador.
También está el tema del envejecimiento. Con la edad, todo son peros. Dificultades para ir al baño. Las terribles hemorroides y otras patologías anales que, como las chinches, no existen cuando eres joven. Prueben a decirle a su hijo de quince años que si está mucho tiempo sentado en el inodoro viendo vídeos de TikTok se le acabará saliendo parte del recto por el ojal, y verán la cara de incredulidad que se le pone. Angelitos.
Quizás cuando el acto de ir al baño se convierte en un pilar de tu bienestar, en un pronóstico del resto de tu día, no estás tan dispuesto a compartirlo con amigos como antes. A lo mejor todo esto no es más que el reflejo de nuestra forma actual de socializar, tan dependiente de nuestros teléfonos móviles y de las redes sociales. Quizás ya no estemos dispuestos a cagar en sociedad por la misma razón por la que hablamos por videoconferencia o ligamos gracias a aplicaciones en el móvil.
La solución a todo esto pasaría por la creación de una red social destinada a compartir nuestros movimientos intestinales vía texto, imágenes o vídeos en directo o diferido, y algún que otro algoritmo de recomendación que nos propusiera defecadores afines, o esfínteres gemelos. Espera un momento. A lo mejor es esto lo que está planeando Elon Musk con sus maniobras en la red antes conocida como Twitter. Ahora que lo pienso, el contenido de la misma lleva ya mucho tiempo desprendiendo olor a mierda.