Decadencia o dignidad

Publicado originalmente en octubre de 2015

La humanidad está sangrando. Un río de personas, cientos, miles, cientos de miles, huyen de sus regiones; les masacran, bombardean sus hogares, gasean sus ciudades, les matan de hambre sin trabajo, sin futuro y sin esperanzas. La humanidad está sangrando.

La humanidad llora. La cuna del mundo, África, hace siglos que está siendo expoliada, y ahora, Oriente Medio, la cuna de las grandes civilizaciones, se ha convertido en un polvorín, un horrible campo de batalla entre ruinas de monumentos de 4000 años de antigüedad, ciudades antiguas como el desierto con sus edificios partidos por la mitad por obuses indiscriminados. La humanidad llora.

Un gigantesco e imparable tsunami de seres humanos nos pide ayuda. Son personas como nosotros, con nombre, amigos, familia, y dignidad; dignidad para no dejarse masacrar, no dejarse bombardear, no dejarse gasear, no dejarse morir de inanición.

Cada familia con su familia, cada amigo con sus amigos, nos piden, nos ruegan, que no les dejemos morir, cada uno en su idioma: árabe, farsi, dari, inglés, francés. «¡No dejes que muera!».

Enfrente, la gran Unión Europea se quita la careta; el premio Nobel de la Paz es incapaz de reaccionar ante esta lección de vida y sed de vivir. El miedo a perder lo que tiene, a perder una pequeña parte de su modo de vida, lo inunda todo. Una reunión tras otra. Declaración tras declaración. Y mientras, cientos de miles de personas recorren 5 o 6 países a pie en busca de una vida mejor. Miles de personas son apaleadas y empujadas como animales entre reunión y reunión. Embutidas en trenes y numeradas en la muñeca casi como hace 70 años.

Bajo el chantaje del perjuicio económico, de la «identidad cristiana» de Europa, de «la unicidad étnica», de la «seguridad común ante yihadistas infiltrados», dejan que seres humanos mueran en la nada: mujeres, niños, hombres, desolados, sin palabras, impotentes ante vallas de centenares de kilómetros fabricadas con concertinas made in Spain.

Pobre Europa, la llamamos el viejo continente y, después de 3000 años, aún no se ha dado cuenta de que la economía solo es un acuerdo entre iguales que puede ser cambiado a voluntad; el cristianismo solo es una de las miles de creencias espirituales del ser humano; por fortuna, la piel del ser humano es de muchos tonos desde hace mucho tiempo; y los yihadistas van más cómodos viajando en primera clase de aviones y trenes que andando miles de kilómetros.

Pobre Europa, entre acogida y miedo, escoge el miedo; entre solidaridad y desconfianza, escoge desconfianza; entre dignidad y decadencia, escoge decadencia.

Pero aún queda un rayo de esperanza, cada día mayor: la gente común, la gente común que se rebela contra miedo, desconfianza y burocracia.

Aunque la muerte y desesperación de miles de personas ya no es noticia de primera plana en los periódicos, algunas alcaldesas y alcaldes han decidido abrir sus ciudades a la hospitalidad; ciudadanos anónimos se acercan a caminos intransitables para regalar bebida, alimentos, ropa, juguetes.

Centenares de personas ofrecen a refugiados sitio en sus casas, y unos cuantos centenares más recogen a refugiados hambrientos y desesperados con sus coches particulares —arriesgándose a ser multados— para llevarles de manera gratuita y desinteresada a las ciudades con las que sueñan o lo más cerca de ellas que pueden.

La gente común se organiza para vigilar en sus barcos por si alguien cae al agua, hacer llegar mapas de los campos minados de Croacia o avisar de en qué zonas del camino vigila la policía a esta gente que anhela continuar con su vida.

Y es que algunas personas, al contrario que la Vieja Europa, eligen la dignidad ante la decadencia.


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