El inicio del recorrido
Ser mormón (miembro de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, o SUD) y ser homosexual, ha sido una lucha constante entre las contradicciones doctrinales de la iglesia y la lógica “progresista” de mi entendimiento sentimental e “intelectual”. (Me referiré como “mormón” o “SUD” [santo de los últimos días] a todo miembro de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Mormonismo y todo derivado del término “mormón” hace referencia a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Aunque la iglesia ha estado haciendo campaña intensa para separarse del nombre “mormón”, pues ha pasado a ser un término descalificativo por motivo de las prácticas delincuenciales de ramas que se separaron de la iglesia SUD y la complicidad de esta, yo seguiré usando el término “mormón” para todo lo relacionado con la iglesia SUD)
Desde que me convertí miembro de la iglesia SUD (año 1998), se me enseñó y adoctrinó sobre los “peligros” de la homosexualidad y que esta es uno de los peores “pecados” que uno puede cometer (aunque la acción sea simplemente ser y aceptarse a uno mismo). Toda mi vida tuve miedo a ser descubierto en mi naturaleza, en mi homosexualidad. Al ser adoctrinado con los miedos y dogmas mormones, mi miedo se convirtió en una patología mental. Sabía que si me reconocía como homosexual, podría ser desterrado de la iglesia y “de las bendiciones de Dios”.
Cuando estaba por bautizarme y por lo tanto convertirme en miembro de la iglesia SUD, a mis 13 años de edad, tuve una “entrevista” personal con un misionero que debería aprobar si soy apto para el bautismo. En esa entrevista, se me preguntó sobre algunos puntos doctrinales que uno ha de cumplir a partir de ser bautizado, como la obligación a pagar el diezmo, por ejemplo. Hubo un momento de la entrevista en el que fui interrogado sobre algún pecado grave que pudiera haber cometido del que quisiera platicar. En ese momento, pasó por mi mente el recuerdo de un beso a un amigo, pues para ese entonces ya sabía muy bien que me gustaban los hombres. No dije nada en la entrevista, sentí que ese “pecado” ya había sido “perdonado” pues ya había pasado tiempo de ese suceso. De mi gusto por los hombres, no quise pensarlo a fondo y lo omití en la entrevista, pues podía causarme muchos problemas y tenía miedo a enfrentarlos.
A mis quince años de edad, conocí a un misionero de la iglesia, él tenía 19 años de edad. Mi trato con él fue el de un amigo íntimo y hubo muchos momentos en el que la tensión sexual entre los dos era fuerte. Estaba enamorado de él, al grado que podía tener largas conversaciones telefónicas con él, nos escribíamos cartas postales de manera regular y no podíamos dejarnos de ver hasta cierto punto, aun cuando él ya no estaba como misionero en donde yo vivía. Puedo decir que él es el primer hombre por el que sentí un enamoramiento y una gran atracción sexual. Nunca nos dijimos nada sobre la homosexualidad, yo lo pensaba y podía tener muchas fantasías sobre el tema, pero sabía que era “pecado” y que no podía pasar más allá de mis fantasías.
Pasaron varios misioneros (sí, siempre me interesaron los jóvenes misioneros de la iglesia) de los cuales yo sentí bastante atracción y con algunos de ellos tuve una relación de amistad tan íntima que me daba esperanzas, aunque pensarlo era “pecado”, me sentía bien en pensarlo, aunque fuera por unos breves momentos.
Posteriormente, ya cansado de mis estudios académicos derrotados por el miedo y un evidente analfabetismo, decidí ir a una misión en la iglesia para predicar el evangelio mormón, creyendo yo (o engañándome a mi mismo) que era por una gran convicción eclesiástica; pero en realidad sabía que en la misión podía evadir la escuela por dos años, que iba a estar rodeado de misioneros (que para mí en ese momento me causaban gran admiración), que podría encontrar a alguien como mi primer enamorado, o por lo menos, muchos de ellos podrían cumplir con el estereotipo formado en mi lista mental de requerimientos estéticos. La misión fue un escape académico y una puerta a la apreciación del ser humano.
El canadiense
Ya en la misión tuve de compañero a un canadiense de carácter templado y de grande paciencia para conmigo. Él me parecía muy atractivo físicamente y de carácter: la persona perfecta que en esos momentos pude apreciar con un corazón que avizoraba cada detalle de su esencia humana. Admiraba de él su forma de hablar, su voz, su paciencia, sus ojos y hasta el tono de piel; él era perfecto y nunca le encontré algún defecto. Nuestra relación era muy buena, platicábamos mucho sobre nuestras vidas, jugábamos mucho, escuchábamos música juntos, eramos muy buenos amigos. A pesar de que convivíamos las veinticuatro horas, no podía estar sin él (y era evidente que él también apreciaba mucho estar conmigo). Hubo un momento en el que el amor puro que emanaba de mí (también de él) y en el que la atracción sexual era tan intensa, que comenzaron mis patologías mentales, pues fue la primera vez que pensé seriamente en el suicidio.
Después, a los tres meses, él fue asignado a otra área, con otro compañero. Al recibir la notificación de nuestra separación, los dos nos miramos por un momento largo, con los sentimientos encontrados, pues él había ascendido en el escalafón de las recompensas de la profesión evangelista mormona. Él estaba feliz y yo por él también, pero los dos sentíamos un vacío en nuestras almas, pues ya no estaríamos juntos y aunque nos veríamos después por cortos momentos, no podíamos tenernos el uno para el otro. Cuando él estaba por irse, se despidió de mí, me dijo que había sido su mejor compañero, que me quería mucho y que me iba a extrañar, me abrazó fuertemente, yo también lo hice. El abrazo duró mucho y yo intenté separarme, él me miro brevemente a los ojos, él tenía sus bellos ojos azules cubiertos de lágrimas y volvió a abrazarme fuertemente y yo simplemente suspiré. Ese abrazo lo recuerdo muy bien, fue un momento especial, estábamos conectados.
Después de que fuimos separados por las dinámicas misionales, tratamos de seguirnos viendo y teniendo encuentros con gran atracción sexual. Siempre que lográbamos estar juntos, él siempre buscó que estuviéramos a solas, en la casa de él y de su compañero, siempre se las arregló para que su compañero estuviera con otros misioneros y pudiéramos estar a solas, juntos, sin que otros intervinieran en nuestros breves momentos de reencuentro. En uno de esos momentos de visitas cortas, después de nuestra separación, recuerdo largas platicas en un pequeño cuarto de su casa , él tocando la guitarra y cantando canciones “románticas” y yo escuchando atentamente. Recuerdo vividamente que él tocaba una canción de una cantante canadiense que se titulaba “All I want is you”, él estaba sentado en su cama, me miró a los ojos y penetró profundamente mi alma, aunque siempre que me veía así, yo evadía su mirada, pero esta vez no fue así. Lo miré y él no dejó de mirarme y yo me levanté para sentarme junto al él, mientras él tocaba aquella canción con su guitarra. Él miraba su guitarra por momentos mientras tocaba, pero nunca dejó de mirarme. Cuando terminó la canción, él me preguntó “¿Le gustó la canción compa?” (los misioneros hablan de usted a todas las personas, aún a sus compañeros), yo dije que sí con mi cabeza e inmediatamente él me abrazó. Aquel abrazo fue muy íntimo y luego nos miramos y él acercó su frente a mi frente hasta que se tocaron y él me dijo “le amo mucho” y yo muy nervioso en ese momento le dije “sabe que yo también” y él me dio un beso en la boca, uno muy tierno; nos pusimos de pie y nos seguimos besando, pero escuchamos un ruido en la puerta que da a la calle, nos separamos inmediatamente con mucho miedo de ser descubiertos y él me dijo muy asustado “no le vaya decir a nadie” y entonces yo le prometí que no lo haría. Después de ese día, no volvimos a vernos (aunque mantuvimos un par de llamadas telefónicas) y no porque alguno de los dos no quisiera, a él asignaron a otra área, lo mandaron a un pueblo que quedaba muy lejos. Me dolió mucho no poder volverlo a ver.
En ese momento misional del encuentro con el amor verdadero, honesto y puro, tenía yo 19 años de edad. Para mí el misionero canadiense había sido un gran amigo y una de las mejores personas que había conocido, estaba totalmente enamorado. Puedo decir que cada momento con él fue especial y lo recuerdo con gran aprecio, pero también recuerdo la gran oscuridad y gran abundancia de mis miedos. Tenía miedo a perderlo, miedo a que alguien nos descubriera, miedo a que él me “delatara” y miedo a mi mismo. Nos decíamos que nos amábamos en las noches justo antes de dormir, pues era en sentido cristiano, aunque yo lo decía en ambos sentidos. ¿Qué pasaría después de ese último encuentro? ¿Seguiríamos siendo amigos? ¿Nos convertiríamos en novios? O ¿Él me despreciaría y me denunciaría ante los líderes de la iglesia y sería excomulgado y retirado de todas mis “bendiciones”? ¿Cómo podíamos amarnos si la iglesia prohíbe que un hombre ame a otro hombre y demostrarlo? Cualquier escenario no podía ser.
El manual
En la misión tuve otro compañero que tenía una asignación especial, él era presidente de rama, por lo que pude tener acceso en secreto al “Manual de instrucciones de la iglesia: Libro 1, presidencias de estaca y obispados.” Este libro solo pueden tener acceso a él unas cuantas personas (En la sección de los derechos de autor del manual, se indica lo siguiente: “Obra inédita. Copias no distribuidas a los miembros de la Iglesia en general o al público”. ), para los demás es secreto lo que hay en él (hasta que Wikileaks lo publicó); yo lo leí muy poco sin que mi compañero se enterara. Recuerdo que mi atención se enfocó a unos párrafos enfocados a las “transgresiones graves”:
“El comportamiento homosexual viola los mandamientos de Dios, es contrario a los propósitos de la sexualidad humana, distorsiona las relaciones amorosas y priva a las personas de las bendiciones que se pueden encontrar en la vida familiar y en las ordenanzas salvadoras del evangelio. Aquellos que persisten en tal comportamiento o que influyen en otros para hacerlo están sujetos a la disciplina de la Iglesia. El comportamiento homosexual puede ser perdonado mediante el arrepentimiento sincero.” (The Chuch of Jesus Christ of Latter-day >Saints, 2006, p. 187)
Recordé muy bien aquellas líneas condenatorias en todos los momentos de demostración afectiva con mi compañero misional canadiense. No quería “violentar los mandamientos de Dios”, pero tenía una evidente necesidad de demostrar el amor y admiración que sentía por él. Quería amar, pero no “quería distorsionar las relaciones amorosas como Dios las ha mandado”. Luego, pensé que la única manera de demostrar amor hacía mi amado misional canadiense y tratando de respetar las leyes de la iglesia, era mediante el matrimonio (pues la ley de castidad de la iglesia prohíbe las relaciones sexuales fuera del matrimonio), lo que es totalmente una aberración para la iglesia en una relación homosexual.
“El matrimonio entre un hombre y una mujer está ordenado por Dios. Por ello, la Iglesia se opone a los matrimonios entre personas del mismo sexo y a cualquier intento de legalizarlos. Se anima a los miembros de la Iglesia a «apelar a los legisladores, jueces y otros funcionarios del gobierno para preservar los propósitos y la santidad del matrimonio entre un hombre y una mujer, y a rechazar todos los esfuerzos para dar autorización legal u otra aprobación o apoyo a los matrimonios entre personas del mismo género». (The Chuch of Jesus >Christ of Latter-day Saints, 2006, p. 187)
No podía fantasear de manera alguna con el matrimonio, pues es imposible en los dogmas mormones. Todo me llevaba a sentir que era “indigno” de las “bendiciones” de Dios si seguía teniendo aquellos pensamientos, mejor era tratar de evitarlos. Las contradicciones afectaban mi estabilidad emocional, quería amar y sabía que era un sentimiento puro y noble, pero era una transgresión hacerlo. Tuve que doblegar mis sentimientos de la manera más militar que pude, aunque esto afectó a mi alma, una afectación que no tiene reparo. A este gran amor que sentí, lo tuve que esconder. Con el tiempo perdí contacto con el misionero canadiense, pero el tiempo no ha borrado las heridas de mi alma.
La salida
Terminé mi autoflagelación misional y me dispuse a estudiar música (esto también por mis miedos intelectuales a la rigurosidad de la ciencia desconocida por mi entendimiento). El Conservatorio de las Rosas fue la meca del comienzo del reconocimiento de quién soy, de las razones intelectuales, de mis posibilidades e imposibilidades; fue felicidad e infelicidad, donde mi alma pudo llegar a un lugar de encuentro del reconocimiento de aquellas contradicciones y el principio de la reconciliación. Al comienzo de mis estudios musicales, el mormonismo para mí era la única vía, era mi razón dogmática para hacer las cosas, no había otro mundo. Conocí en el conservatorio a Nallely, quien abiertamente se aceptaba como lesbiana, podía ver su honestidad y su paz para con ella misma, paz que aparentemente yo tenía con los dogmas mormones; pero que en realidad era una paz basada en el autoengaño, de palabra, más no de honestidad de mi ser. Vi otro mundo en Nallely, no vi a una pecadora, transgresora y violadora de las leyes de Dios; vi a una mujer que se amaba a sí misma y que aceptaba que su preferencia para establecer una relación amorosa es con las mujeres y encuentra una paz honesta al reconocerlo y hacerlo. Sabiduría cristiana el amar y amarse a sí mismo.
Las contradicciones de los dogmas mormonísticos con la paz de la honestidad humana, llegaron a un clímax hasta llegar al comienzo de la reconciliación del alma, cuando ante mis dos mejores amigas (Nallely y Marcela) acepté que soy homosexual. Creí que todo sería más fácil a partir de aquella primera aceptación y reconciliación conmigo mismo, pero fue todo más complicado: mi primer acto sexual tuvo consecuencias sentimentales que llevaron al pensamiento suicida por la poca correspondencia amorosa del compañero de acto. No pude dejar la práctica religiosa de forma inmediata, pues tenía amigos ahí y mi familia seguía en ello y no podía aceptarme ante mi familia porque sabía que ellos seguían los preceptos de la iglesia. ¿Cómo decirle a mi familia que soy homosexual cuando sabía que en sus almas estaban los dogmas religiosos y que no podía cambiarlos a punta de mi palabra, pues esto sería contradictorio a la forma en que me gustaría que me trataran? ¿Cómo se sentirían ellos si fuera excomulgado de la iglesia? Y lo peor de todo, tenía que tragarme mi orgullo para aceptar que todo lo que prediqué en la misión y a mi propia familia no tenía sentido, pues si me aceptaba homosexual ante mi familia tenía que aceptar que los dogmas mormones están equivocados, que yo estaba equivocado y además tenía que enfrentar las sanciones de la iglesia por ser y actuar como homosexual, por violar la ley de castidad.
Disciplina
La excomunión es la sanción más alta para un miembro de la iglesia. Las transgresiones son “corregidas” por la disciplina de la iglesia, la cual puede ser “formal” o “informal”. Hubo momentos en el que yo intenté corregir mi situación en la iglesia, seguir ahí y seguir los preceptos de esta. En uno de esos momentos mi líder eclesiástico me sancionó de manera “informal”, por lo que no podía participar de manera activa en las reuniones de la iglesia, de manera que todos los miembros de la iglesia que me eran cercanos lo notaban. Aunque no podía participar a manera de castigo, sí me pedían tocar el piano y dirigir coros, pues no había alguien más que lo hiciera. El otro tipo de disciplina, la “formal”, se hace mediante un “consejo disciplinario”: una especie de juicio al transgresor, aún no he llegado a eso. La disciplina informal había sido efectiva conmigo hasta cierto punto.
En esos momentos de “disciplina”, conocí en la iglesia a una chica violinista de tes clara, delgada y rasgos finos; hermosa para los estándares de la sociedad. Salí bastante con ella y tuvimos una relación de noviazgo a la manera de la iglesia: el acto sexual solo podía ser dentro del matrimonio. Si bien llegué a quererla mucho y me sentía en cierta manera a gusto cuando mis padres y mis amigos me veían con ella, pues estaba haciendo “lo correcto” ante los ojos del Dios mormón; no logré hallar paz en mi alma, pues pensaba a menudo sobre cómo llevaría mi aceptación homosexual y que con el fin de ser honesto ¿Tendría que contarle a ella sobre mi homosexualidad? ¿Podría dejar de mirar a los hombres como prospecto para una relación amorosa? ¿Podría ser fiel cuando no puedo encontrar la plena satisfacción sexual y emocional en una mujer? Sabía que en algún momento de mi vida la lastimaría, pues por motivo de la fidelidad a los dogmas mormonísticos tendría que dejar la honestidad a un lado y mentirme a mi mismo y a ella (una especie de pragmatismo disciplinar-religioso). En un intento de saber cómo reaccionaría ella, le confesé mi homosexualidad, cosa que terminó mal, pues no volví a verla.
En esta otra etapa de mi aceptación, conocí en la Escuela Nacional de Música a un chico mormón que recién se había bautizado en la iglesia. Los dos nos enamoramos casi inmediatamente el uno del otro. Los dos seguíamos asistiendo a las reuniones de la iglesia e inclusive teníamos asignaciones dentro de ella, pero nos amábamos en secreto (en secreto para la iglesia, porque ante la comunidad de la escuela no era secreto). Él confesó ante sus líderes locales de la iglesia que me amaba, que me había besado y tenía una relación formal conmigo. La respuesta de la iglesia fue la imposición de la sanción disciplinar más grave: la excomunión. Él pensó que al ser excomulgado yo optaría por buscarla también, no fue así. Siendo que para mí la excomunión era como ser desterrado de la casa de Dios, no podía asimilar de forma alguna que yo pudiera pasar por ese proceso. Los dos nos separamos y yo seguí intentando encontrar la forma de ser mormón y homosexual al mismo tiempo. No era el primer novio miembro de la iglesia que había tenido. Anteriormente, ya había tenido una relación tremendamente confusa, borrosa y llena de contradicciones, con un miembro de la iglesia que había conocido en Pátzcuaro, Michoacán. Las contradicciones dogmáticas no permitieron que el amor creciera y produjera el entendimiento y la paz que necesitábamos los dos. Con todo y estas dos experiencias, seguí intentándolo, aunque siempre con resultados desastrosos.
La ayuda del humanismo
La rebelión intelectual en mi mente se sustentó teóricamente en las aulas de la Universidad Pedagógica Nacional junto con la ciencia de la sociología, que dieron empuje a una nueva aceptación. Las contradicciones comenzaron a tener respuestas lógicas, aunque dolorosas. Podía entender ahora que la única forma en que una institución religiosa puede mantener el poder e influencia sobre los demás es mediante el miedo: miedo a Dios, a los castigos, a la disciplina de la iglesia y a la sanción social de la comunidad religiosa. Aunque ya podía hacer una crítica al entramado del poder de las instituciones religiosas, seguía teniendo miedo a la reacción de mi familia, sobre todo a la de mi padre. En esos momentos de crítica y entendimiento, logré “descubrir” casi de manera heurística, algunas contradicciones éticas y políticas en la institución de la iglesia SUD.
En un episodio de mis patologías mentales que pudieron llevar de nuevo al suicidio, me acepté ante mi madre y en ese momento le platiqué a ella sobre las cargas que llevaba conmigo en ese momento. Su respuesta no pudo ser otra mejor: fue el entendimiento y el amor sincero que ella me tiene, amor que me hizo sentir aceptado por ella y por Dios. En ese mismo episodio tuve que contarle a mi hermana la mayor, pero no con muchos detalles y sin abrirme demasiado a las explicaciones sentimentales.
Posteriormente, me enteré que mi madre ya había platicado de esa situación con mi segunda hermana y dos de mis tías, lo cual me dio cierto alivio, pues me abrió el camino a ser honesto con mi familia. Después de eso, nadie de mi familia insiste en que me tengo que casar o tener novia, ni hablamos del tema.
En mi etapa de aceptación más alta que había tenido en ese momento, mi padre pasaba por enfermedades, no pude decirle nada a él, pues temía que empeorara su enfermedad. Él murió sin saberlo, pero de alguna manera sé que él lo sabía y que me ama de todas formas.
En todo ese tiempo de rebeliones sociológicas, mi participación en la iglesia fue más contestataria, pero sin exceder los límites. Hubo muchos señalamientos hacia mí de “apostata”, “pecador” y otros que tal vez no me enteré. Yo seguí asistiendo a la iglesia y manteniendo relaciones homosexuales en mi círculo social fuera de esta. La forma de mantener esa situación era no contar nada de mi vida sexual a mis líderes religiosos, pues ¿Por qué tendrían que estar enterados ellos de mi vida sexual? No me sentía ya como pecador, ni sentía arrepentimiento por mis sentimientos. Me gustaba que me dijeran “apostata” por el hecho de poner entre dicho el patriarcado de la iglesia, o porque decía que la pornografía era mala no por los motivos de la religión, sino porque reproduce los roles de dominación de la sociedad; me sentía orgulloso de ser señalado de herejía, porque ello reivindicaba lo que pensaba. Aunque promovía algunas banderas “progresistas” dentro de la iglesia, nunca reivindiqué la bandera LGBTI, eso lo hacía fuera de ella; pues podía ser descubierto y perder amistades, actividad musical y alumnos en la iglesia.
No era mi intención generar duda dentro de los miembros de la iglesia SUD. Aunque muchas doctrinas y decisiones dentro de la institución me parecen aberrantes y merecen la crítica de la sociedad, los miembros de la iglesia SUD que conozco y trato deberán descubrirlas por ellos mismos y si no lo hacen, no dejarán de ser excelentes seres humanos. Es muy difícil y doloroso conocer y aceptar que tus creencias, creencias sobre las que está basada gran parte de tu vida, están fundamentadas en personas que en muchos casos incurrieron en corrupción, abuso de poder y en un pragmatismo político para tener el control de un territorio y una población. Entiendo que las personas cometemos errores, pero hemos de juzgar a la institución según el dogma más repetido en la iglesia: el ser la única iglesia verdadera y que únicamente por medio de ella los seres humanos alcanzan la salvación eterna. Según este dogma, al ser los únicos y “verdaderos” daría pié a creer que no se cometen errores, porque los profetas de la iglesia tienen “revelación directa de Dios” y Dios no se equivoca. Las reformas de la iglesia ante situaciones sociales, han sido muy lentas e hipócritas en muchos sentidos, por ejemplo: la poligamia, el sacerdocio a los negros y la homosexualidad.
La iglesia SUD no puede cambiar la doctrina sobre la homosexualidad (como otras instituciones religiosas humildemente lo han hecho), pues iría en contradicción a una de las doctrinas más difundidas por la iglesia en los últimos tiempos: La familia, una proclamación para el mundo; en donde se dice que la familia comienza con la unión matrimonial únicamente entre un hombre y una mujer.
Ya no asisto a la iglesia SUD, no he sido juzgado en un “consejo disciplinario” y mucho menos excomulgado, no me interesa, me da igual. Tengo todavía algunos amigos de esa iglesia, pero ya no es como antes. Ahora, ya no me da miedo que otras personas sepan que soy homosexual, cuando me preguntan si soy gay, les respondo que sí, algunas me dicen que no lo perezco, yo simplemente digo que no trato de esconderlo que simplemente soy así, soy quien soy y seré según lo que vaya aprendiendo de la mano de otras personas y según vaya aceptando las contradicciones de la sociedad y las mías.