Garret Grey
from SoleDev en Mastodon
Historia de personaje para el juego de rol Cazador: la venganza. #historiadepersonaje #cazadorlavenganza #garretgrey
La filosofía que siempre ha regido mi vida ha sido la de los procedimientos de laboratorio con sus pasos a seguir. Un sistema estructurado, organizado y testeado para obtener los resultados de forma eficiente. La lógica dicta que si haces A y después B, llegas a C.
No puedo decir que mi vida haya sido mala, estudié química, trabajé algunos años en laboratorios farmacéuticos y lo dejé para mudarme con mi mujer a un pueblo sencillo y tranquilo donde mi curriculum y un carta de recomendación me consiguieron un puesto como docente. Siempre he pagado mis impuestos, he respetado la vida de los demás y he procurado ser justo con mis alumnos, ni favoritismos ni zancadillas.
Hasta que el maldito mundo empezó a caérseme encima a pedazos.
Gabriel, mi hijo de 8 años, desarrolló una enfermedad que sólo se dá en un sujeto de cada 4 millones, nuestros ahorros se fueron en intentar darle una vida lo más normal posible.
Un día Barbara, mi mujer, me dijo que estaba teniendo nauseas matutinas desde un par de semanas atrás. Ella, que siempre había sido un ejemplo de buena salud, que nunca se había mareado en el coche ni en la feria. Un test después descubrimos que ibamos a volver a ser padres y, que Dios me perdone, en mi cabeza se instaló una pregunta en letras gigantescas: ¿cómo ibamos a salir adelante?
Bueno, las cosas no pintaban bien al haber tenido que rehipotecar la casa para pagar los tratamientos de Gabriel pero si conseguía algún trabajo extra para complementar mi sueldo de profesor podríamos ver luz en el túnel.
Qué ingenuo.
Todavía quedaba otro pedazo más que tenía que caérseme encima... y caérseme con una C bien gorda.
No era suficiente estar ahogado económicamente con una familia dependiendo de mi, que ahora también tenía algo dentro que quería destruirme. Al menos parecía que de momento no era excesivamente grande pero estaba en una zona del cerebro que podría propiciar que su expansión. El tratamiento inicial de pastillas tenía una posibilidad de detener el crecimiento, no me iba a curar pero me iba a hacer ganar algo de tiempo. Tenía que aprovecharlo. Tenía que dejar a mi familia protegida. Tenía que asegurarme que iban a estar cubiertos cuando yo faltase.
Lo curioso de ser un profesor justo era que a veces consiguía algo de respeto de parte los que otros consideraban “los peores alumnos”. Se debía a que era el primero que les trata igual que al resto y no pasaba de ellos porque “no valían y no merecían perder el tiempo en enseñarles”.
Jimmy Buganovski, “Buggi” para sus amigos, se sorprendió cuando le abordé en el aparcamiento detrás del instituto porque necesitaba hablar con él. Puso cara de preocupación al decirle que sabía que pasaba droga, puede que se temiese que lo denunciara a las autoridades. Finalmente se estuvo riendo varios minutos al explicarle, en voz baja aunque no había nadie en más de 100 metros a la redonda, que quería que moviese algo que había hecho yo.
Cuando se le pasó la risa y vió el material, después de que se me cayese al suelo por los nervios y la enorme cantidad de sudor que estaba segregando, al principio se negó. Me dijo que me respetaba y que no debería meterme en esos temas, que yo era un buen hombre, integro y que no debía mancharme con esas cosas.
Le expliqué un poco mi situación y el bueno de Buggi dijo que haría lo que pudiese por ayudarme. Dos días después vino a buscarme en cuanto pisé el aparcamiento. La droga que yo había cocinado era “la ostia”, según sus palabras explícitas, y quería más. Toda la que pudiese prepararle.
Durante algunas semanas Buggi movió lo que yo preparaba, pequeñas cantidades, no podía hacer demasiado ya que estaba limitado al equipamiento de reserva del instituto y a los materiales que podía costearme con el poco dinero del que podía disponer. El dinero iba llegando y cuando parecía que podría realmente llegar a algo Buggi desapareció.
Pasé dos semanas sin saber nada de él, llamé a su casa en varias ocasiones pero sólo me decían que estaba indispuesto y que no podía hablar con él. Hasta que un día apareció junto a mi coche cuando me iba a casa. Estaba demacrado, tenía ojeras oscuras y profundas y cicatrices recientes en la cara que aún estaban en proceso de cerrarse.
— ¿Señor G, tiene material para volver a ponernos en marcha? — Fueron sus primeras palabras.
Buggi me contó que le habían pillado unos pandilleros vendiendo en su zona y casi lo matan a golpes. Le habían robado la última remesa y tras probarla le habían dicho que querían a su proveedor. Pero Buggi no me delató. Cuando se convencieron de que no iban a conseguir nada matándolo le ofrecieron un trato: ellos prepararían un laboratorio, yo cocinaría la droga y me pagarían por el trabajo. Buggi podría seguir con sus trapicheos pero sólo en las zonas que ellos le permitiesen.
Al principio todo iba bien, en unas semanas hice bastante dinero para ir cubriendo los tratamientos de Gabriel y las facturas médicas de Barbara. Una noche estaba trabajando en el laboratorio clandestino cuando se me acercaron un par de los miembros de la banda. Me dijeron que los enviaba “el jefe” y que quería conocerme.
Los acompañé hasta una habitación que bien podía pasar por un salón bastante acogedor con un sofá un poco pasado de moda flanqueado por dos butacones de grandes orejas. En uno de los butacones había una bolsa de deporte llena de fajos de billetes atados con gomas elásticas, la recaudación de la semana según había oído hablar a los pandilleros.
En el otro butacón estaba más tirada que sentada una chica de rasgos latinos. Apenas tendría 19 ó 20 años y en su brazo extendido, así como en el interior de su muslo, enseguida reconocí los pinchazos de una adicción muy fea que le iba arruinar la vida si no lo había hecho ya. Una adicción a algo parecido a aquello que mis manos estaban elaborando apenas unos minutos antes.
Aparté la mirada de la chica con una punzada de remordimiento. Noté como la sangre me subía por la cara, se me hinchaban los lagrimales y se me humedecían los ojos. Mi cerebro disparó las alarmas, si me iba a plantar cara a cara con un jefe pandillero no podía hacerlo en ese estado o se me iba a comer vivo.
Fingí una tos repentina, me doblé sobre mi mismo y me giré hacia atrás dándole la espalda al sujeto sentado en el sofá. Como un minuto después me reincorporé, me limpie la boca con un pañuelo y respiré hondo. Mientras me volvía hacía el individuo al que tenía que conocer mis ojos pasaron sobre la chica de nuevo y pude ver un tatuaje que le recorría el muslo. El tatuaje era un nombre de mujer tipicamente hispano, algo como Mercedes o Maria Dolores, no lo recuerdo bien. Estaba escrito en esas letras muy elaboradas con rúbrica y plagadas de líneas curvas.
Pero juraría por lo más sagrado que la tinta de las letras empezó a moverse bajo la piel morena y recompuso un mensaje:
“ES UN MONSTRUO. MÍRALE”
Entonces puse mis ojos sobre el jefe de la banda, debajo del pañuelo que llevaba en la cabeza la carne de su cara estaba consumida y putrefacta. Bajo sus mejillas podía ver perfectamente los músculos maxilofaciales y sus caninos parecían hiperdesarrollados además de estar manchados con restos recientes de sangre. Mi cerebro ató cabos instantánemente y comprendí que los pinchazos en el brazo de la chica sí eran de jeringuilla pero los del muslo estaban perfectamente alineados por pares...
“¡Mierda! ¡Mierda ¡Mierda! ¡Mierda! ¿Dónde me he metido? Esto no puede ser real. ¿Qué demonios estoy viendo?”
Mi cuerpo estaba bloqueado, sentía las sienes palpitarme como furiosos tambores de guerra, cada poro de mi piel empezó a exudar un sudor frío como nitrógeno líquido.
Esa criatura sentada en el sofá parecía relajada, segura de sí misma, confiada. Al fin y al cabo estaba en su guarida, en su terreno, donde tenía ventaja. Hizo un movimiento brusco, un latigazo de su cuello adelantando la nariz y olfateando el aire.
Por el rabillo del ojo busqué la posición de mis dos escoltas, no dieron señal alguna de estar viendo lo mismo que yo. También me percaté de que no tenían armas en las manos aunque no las tendrían muy lejos. Uno de ellos estaba liando un cigarro y el otro miraba las piernas de la chica tirada en la butaca, sus pantalones eran tan cortos que bien podría haber estado en ropa interior.
— Profesor Grey, al fin le conozco, yo soy Alejandro Torres. Me dicen mis chicos que su material es de calidad y nos está haciendo ganar bastante dinero. Quería darle las gracias personalmente. — No ocultaba su acento latino, hablaba con una voz suave, un poco silbante y algo melosa, el tipo de voz que se utiliza para calmar a un niño o engatusarlo para que se tome el jarabe aunque sepa a rayos. — Le noto nervioso, profesor. ¿Se encuentra bien? ¿Está indispuesto, quizá?
— Bue… bueno... esta reunión ha… ha surgido tan de repente… he pensado que igual había… algún problema... — acerté a tartamudear.
El olor a muerte llenaba el aire, podía sentir la bilis burbujeando en mi estómago y las contracciones del esófago previas a las náuseas empezando a formarse en mi interior. “Concéntrate, no hagas que te maten.”
— Profesor Grey, no hay ningún problema, estamos encantados de contar con su colaboración.
La chica soltó un gemido y su cabeza cayó hacia delante, un hilo de baba blanquecina resbaló por sus labios y se descolgó hasta su ombligo para deslizarse por el piercing de bola de colores psicodélicos que llevaba.
Entonces volvió a suceder.
La chica tenía otro tatuaje asomando por encima de su corto top, le subía desde el pecho hasta el hombro, aunque no podía verlo entero eran una líneas de texto. Igual que antes la tinta empezó a moverse bajo su piel formando nuevas palabras.
“MÍRALE. CONOCE SU SECRETO”
Y lo supe.
El muy cabrón se alimentaba de chicas jóvenes como esa pero antes las drogaba. Necesitaba que la droga estuviese en el torrente sanguíneo de su víctima para poder sentir él los efectos al absorberla, era la única forma en que conseguía sustentarse. La única forma de consumir la droga experimentando sus efectos. Si no lo hacía así experimentaba el síndrome de abstinencia y en alguien como él eso era algo muy peligroso.
No tuve los arrestos para hacer algo ahí mismo, nunca he sido lo que se dice un hombre de acción pero un resorte había saltado en mi cerebro y tenía la convicción de que iba a hacer algo al respecto. Aunque no entendía cómo había sabido cual era la debilidad de ese engendro, el conocimiento había venido a mí repentinamente. Había aparecido en mi pensamiento como una idea que se te ocurre de pronto. El origen de ese saber era tan extraño como los mensajes en los tatuajes de la chica. Y al mismo tiempo ambas cosas me parecían normales.
Seguí con mi trabajo pero empecé a hacer algunas pruebas durante las siguientes semanas, pequeños cambios en la fórmula que hacían que el efecto durase menos, fuese más suave o más sedante. A través de los comentarios de los matones que solían estar con Alejandro seguía los resultados de cómo afectaban esos cambios de composición a la dieta del monstruo.
Hasta que un día llegó mi oportunidad, los matones de Alejandro no tenían tabaco y les ofrecí unos cigarros que previamente había impregnado con un sedante que reaccionaría a la combustión. No me costó descubrir quién sería la chica de la que se alimentaría Alejandro y bajo una conversación casual aproveché para proveerla de unos chicles inoculados con un compuesto que retrasaría los efectos de la droga. Al menos podría darle una oportunidad de salir corriendo y escapar. No creía que fuese a poder hacer mucho más por ella y para aquel entonces aceptaba cualquier descargo de conciencia que pudiese tener.
Cada vez que Alejandro se disponía a alimentarse mandaba a sus matones a fumar para tener algo de intimidad. Cuando ellos salieron y encendieron los cigarros aderezados esperé unos minutos para que el narcótico pudiese hacer su efecto. Después me escabullí del laboratorio hacia la habitación de ese engendro.
No tardé en escuchar sus convulsiones y gemidos de dolor, me asomé con cuidado a la puerta y lo ví en el suelo retorciéndose en agonía. La bolsa del dinero en un butacón y la chica tirada contra el rincón del fondo de la habitación, desmadejada, con el cuello partido en un ángulo antinatural, apoyado en la pared y las piernas dobladas en una pose de dibujo animado.
No podía hacer nada por ella así que reprimí una nausea y seguí con el resto del plan. Fuí hasta el butacón, cerré la bolsa de deporte y me la cargué al hombro. En ese momento una imagen de Alejandro incorporándose y sacando una pistola para apuntarme apareció en mi cabeza, como si estuviese viendo el negativo de una fotografía que ocupase toda mi visión.
Me giré para encontrarme esa misma imagen delante de mí, apenas a un metro el cañón de la pistola de ese monstruo apuntaba a mi cuerpo desde una altura de unos 30 centímetros desde el suelo. No hacía falta ser profesor ni saber mucho de trigonometría o anatomía para tener claro que una bala entrando en ese ángulo podía causar un estropicio horroroso a mis órganos internos.
— ¡AÚN NO! — acerté a gritar, no podía morir todavía, ahora que estaba tan cerca, con este dinero mi familia podría tener una vida digna incluso sin mí.
Mientras gritaba y ya me daba por muerto mis ojos se negaron a cerrarse. Ví la detonación en el cañón del arma y también cómo la bala se desviaba describiendo un ángulo de casi 90 grados. No daba crédito a lo que acababa de suceder.
La adrenalina burbujeaba en mi y me hizo alzar la pierna para encajarle una patada en la mano a ese bastardo. Acto seguido le ví retorcerse de nuevo sobre sí mismo en clara agonía.
Torpemente dejé caer al suelo la bolsa de deporte y me lancé sobre la pistola que había ido detrás del sofá, la recogí y me giré hacia Alejandro.
No estaba ahí.
Era imposible, se estaba retorciendo de dolor, ¿donde se había ido tan rápido?
De nuevo una imagen se superpuso a mi visión, como algo que ya hubiese vivido, ese maldito monstruo caía encima de mi desde el techo. Levante la mirada y ahí estaba, con los dedos clavados en el techo y a punto de dejarse caer sobre mi. Tuve el tiempo justo de levantar la pistola y descerrajarle un tiro directo a la cara. Su cuerpo giró sobre sí mismo y pude oir el inconfundible crujido de huesos de su espalda al estamparse contra el suelo con un agujero sangrante donde antes tenía la cara.
Me aparte un paso y miré a los lados. Me acerqué de nuevo. Le disparé otra vez. A través de la sien. Desparramando sus sesos por el suelo.
En las películas de zombis que Gabriel siempre quería ver lo recomendaban.
Disparé una tercera vez. Por asegurarme.
Me metí la pistola al bolsillo, cogí la bolsa de deporte y bajé al laboratorio trastabillando por las escaleras. Había dejado todo preparado antes de subir. Salí por la puerta, arrastre dentro a los dos matones dormidos y me hice con las cerillas de uno de ellos. Volví a mi mesa, encendí el mechero bunsen y antes de salir volví a abrir la llave del gas. Era innecesario, como mucho una excusa secundaria, lo realmente explosivo y que reaccionaría primero eran los compuestos químicos sobre el mechero de laboratorio pero lo hice de todas formas.
Al día siguiente los periódicos se hacían eco de la explosión en un laboratorio de droga mientras yo empecé a planear cómo iba a gestionar el dinero que tenía en la bolsa de deporte.