Francisco Molinero

1959-

Cuando murió Liber Seregni, para muchos era un desconocido, para mi en aquellos finales de los años 70 también lo era. Impelido por una voluntad que con el tiempo no he visto mermada, me acerqué al Paseo de la Castellana a interesarme por una asociación (lo del ONG ha sido posterior) que se llamaba Amnistí­a Internacional. Me convencieron. Entendí­ rápidamente qué era un preso de conciencia, yo creo que en aquél momento yo me sentí­a así­ y me puse a trabajar en lo que entonces consistí­a el trabajo en Amnistí­a; pasé a formar parte del grupo número 1. Tení­amos el encargo de Londres – esto a mi me parecí­a muy emocionante- de intentar la liberación de tres personas, una era un tal Liber Seregni, ex-militar Uruguayo y creador con otros del Frente Amplio, encarcelado por la dictadura Uruguaya. Nuestro trabajo consistí­a en escribir cartas «cortésmente redactadas» pidiendo su liberación, en escribirle a él diciendo que yo, Francisco Molinero, sabí­a de su injusta detención, y que estaba preocupado y atento por él. Los otros dos presos de los que se encargaba mi grupo eran Ahmed Ben Bella y un chino de cuyo nombre no soy capaz de acordarme. Seregni y Ben Bella fueron liberados y yo siempre me sentí­ vinculado a ellos, me sentí­ unido a la suerte de personas a las que no conocí­a pero que sabí­a que estaban siendo injustamente tratados. Recuerdo también que en aquella época unos fascistas mandaron una bomba a la sede de la asociación y recuerdo muy vivamente el rechazo que mis amigos de izquierda de verdad tení­an por mi afiliación a una organización que solo se preocupada de los presos extranjeros. Posteriormente hice la mili y supe lo que es, estando secuestrado, recibir una carta de quien te ama.


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Para hacer una pan blanco de la Toscana necesitamos 21 gr de levadura fresca, media cucharadita de azúcar, cuarto de litro de agua y 400 gr de harina de trigo. A mi me gusta con algo de sal, así que le añado una cucharadita. Para los iniciados no haría falta, pero si se empieza por primera vez con esto de hacer magia con la harina, lo primero es diluir la levadura y el azúcar (la sal) en el agua. Lo más fácil es colocar la harina en forma de montaña o mejor dicho de volcán y verter en el cráter el agua. Al principio con cuidado y luego cada vez con más energía tenemos que amasar hasta que nos quede una bola que no se pega a las manos ni a la mesa.

¡Alto ahí! En esto de las cantidades y que no se pegue hay truco. Depende del tipo de harina, de la humedad ambiente y de algunas cosas que ni yo mismo conozco, a veces necesitaremos algo más de harina. No te cortes.

Pues eso, una vez amasado, hacemos una bola, la espolvoreamos de harina y la tapamos con un trapo para que repose durante tres cuartos de hora en un sitio tibio y sin corrientes de aire.

Luego de esta primera fermentación la trabajaremos durante seis minutos estirándola y volviéndola a juntar, después le damos forma de hogaza, la colocamos sobre la bandeja del horno, la tapamos de nuevo con el paño y la dejamos subir durante otros cuarenta y cinco minutos.

El horno debe calentarse a unos 220 grados aproximadamente y si queremos que la corteza sea crujiente hay que meter un recipiente con agua para que la humedad sea alta. La cocción durará unos 20 o 30 minutos, según nuestro gusto y el tipo de horno y la cantidad de agua, y la levadura…. vamos que a los 20 minutos comprobaremos y luego a ojo. Lo sacamos y siguiendo los consejos de mi amigo Jose pulverizamos con un poquito de agua y después espolvoreamos con harina.

Dice Ulrike Kraus en su libro sobre el pan «que en días muy calurosos es especialmente sabroso cubrir las rodajas con tomate y albahaca o que simplemente se puede poner aceite de oliva y sal gruesa». Añado yo que para el frio invierno es fundamental en una sopa de cebolla, tostado bajo una capa de queso fundido.


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¡Alto ahí! En esto de las cantidades y que no se pegue hay truco. Depende del tipo de harina, de la humedad ambiente y de algunas cosas que ni yo mismo conozco, a veces necesitaremos algo más de harina. No te cortes.

Pues eso, una vez amasado, hacemos una bola, la espolvoreamos de harina y la tapamos con un trapo para que repose durante tres cuartos de hora en un sitio tibio y sin corrientes de aire.

Luego de esta primera fermentación la trabajaremos durante seis minutos estirándola y volviéndola a juntar, después le damos forma de hogaza, la colocamos sobre la bandeja del horno, la tapamos de nuevo con el paño y la dejamos subir durante otros cuarenta y cinco minutos.

El horno debe calentarse a unos 220 grados aproximadamente y si queremos que la corteza sea crujiente hay que meter un recipiente con agua para que la humedad sea alta. La cocción durará unos 20 o 30 minutos, según nuestro gusto y el tipo de horno y la cantidad de agua, y la levadura…. vamos que a los 20 minutos comprobaremos y luego a ojo. Lo sacamos y siguiendo los consejos de mi amigo Jose pulverizamos con un poquito de agua y después espolvoreamos con harina.

Dice Ulrike Kraus en su libro sobre el pan «que en días muy calurosos es especialmente sabroso cubrir las rodajas con tomate y albahaca o que simplemente se puede poner aceite de oliva y sal gruesa». Añado yo que para el frio invierno es fundamental en una sopa de cebolla, tostado bajo una capa de queso fundido.


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La escena se desarrollaba en el decorado de un salón de principios del siglo XX. En un rincón la orquesta hebrea y en un amplio círculo que solamente se rompe por la presencia de la cámara, figurantes y actores se preparan para representar sus correspondientes papeles. Lopajin, principal actor en ese momento tiene un discurso amplio que empieza junto a mi y que debe terminar cuando se dirije a la orquesta exigiendo con vehemencia que se toque. «Estamos rodando…. cinco y acción» «La he comprado yo…» declama el actor mientras se empieza a mover hacia el centro del salón. Mi vista le sigue atento a su interpretación e intentando colaborar en la verosimilitud de la escena. «La he comprado yo…» y en su movimiento tal y como si fuera una carta astral los planetas se van alineando; el actor llega al centro y en ese instante mi mirada se encuentra de frente, sin más con la suya; ella tampoco está mirando a Lopajin y nuestros ojos nos conectan. La escena continúa pero nosotros hemos quedado atados y ya no podremos soltar los lazos hasta que no sepamos como es un beso del otro.


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No siempre es fácil invitar a alguien. A veces se toma el brazo por la mano, abusa, se come tus mejores bocados, se sienta en el sillón que tiene tu horma, usa tus zapatillas, cambia aquellas pequeñas cosas apenas imperceptibles que en el fondo dan cuerpo a tu hogar. Con todo no es lo peor, lo peor es que se muestra ufano en tu puerta y saluda a los vecinos cuando pasan y pone flores chillonas en los balcones donde nunca antes hubo sino alfeizar mondo y lirondo y te pinta la fachada de verde pistacho. Al final los vecinos se sorprenden y al pasar cuchichean entre ellos: ¿No vivía ahí ese hombre tan serio y circunspecto que apenas saludaba? y se encogen de hombros pensando en lo que la gente cambia.

La hospitalidad es un riesgo, un riesgo que ya no sé si me gusta correr.


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Este es un guiso de raíces euskaldunes y que yo aprendí a degustar en Laredo, Cantabria, donde cifraban su creación en la cocina de los barcos en lo que llevaban patatas y añadiendo el bonito recién pescado. Tanto da y tanto comparten las dos cocinas. Para hacer una olla que dé de comer a 8 personas hacen falta 750 gr de bonito, 1 kilo de patatas, 3 dientes de ajo, 2 cebollas, 4 tomates, 4 pimientos verdes, 1 vaso de aceite, sal y pimienta.

Se calienta el aceite y en una cazuela se sofríen lentamente la cebolla y los pimientos que habremos picado previamente y los ajos. Cuando todavía estén a medio hacer añadimos los tomates pelados, sin semillas y cortados en trozos. Freímos todo hasta que hayamos conseguido una salsa de tomate espese, entonces es el momento de añadir las patatas que habremos pelado y cortado teniendo la precaución de que el corte no sea limpio sino que antes de terminar cada corte tiramos del cuchillo hacia afuera hasta que el trozo se rompa (escachar). Rehogamos las patatas y añadimos agua hasta cubrir todo y dejamos cocer lentamente añadiendo la sal y unas bolas de pimienta. Mientras, limpiamos el bonito, lo cortamos y lo sazonamos añadiéndolo al guiso unos minutos antes de que las patatas estén cocidas, apenas 10 minutos de cocción será suficiente.

Traducción de Google translator (en fin, es lo que hay y pido disculpas)

Euskal sustraiak dituen gisatua da eta Kantabriako Laredon dastatzen ikasi dudana, txalupenen sukaldean sortu zuten, patatak erabiliz eta harrapatu berri den hegaluzea gehituz. Bi sukaldeek hainbeste eta hainbeste partekatzen dute. 8 pertsona elikatzen dituen lapiko bat egiteko, 750 g hegaluze, kilo 1 patata, 3 baratxuri ale, 2 tipula, 4 tomate, 4 piper berde, baso 1 olio, gatza eta piperbeltza behar dira.

Olioa berotu eta astiro-astiro salteatu aurretik txikituta ditugun tipula eta piperrak eta baratxuria kazola batean. Oraindik erdi eginda daudenean, gehitu zuritutako tomateak, haziak eta zatitan moztuta. Dena frijitzen dugu tomate saltsa lodi bat lortu arte, orduan zuritu eta ebakiko ditugun patatak gehitzeko garaia da, mozketa garbia ez dagoela zainduz baina mozketa bakoitza amaitu aurretik labana kanpora ateratzen dugu pieza hautsi arte. (escachar). Salteatu patatak eta gehitu ura dena estali arte eta utzi pixkanaka egosten, gatza eta piper bola batzuk gehituz. Bitartean, hegaluzea garbitu, moztu eta ontzen dugu patatak egosi baino minutu batzuk lehenago erregosiari gehituz; 10 minutu besterik ez dira egosita nahikoa izango.


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Cuando nieva con esa cadencia melancólica que tiene la nieve cuando no hay viento, encerrado en casa y rebuscando entre viejos papeles, fotos, cartas, documentos me he dado cuenta de las pocas cosas que guardo de mi pasado. He sido un escritor impenitente y no conservo ni una sola carta de la mujeres a las que amé o a las que dije amar. Apenas algunas fotos, que vistas en perspectiva se me antojan hechas a borbotones, sin constancia. Se salvan de la pérdida todos y cada uno de los poemas que escribí, aunque más bien creo que es producto del celo de Raquel a la hora de hacer inventario. Podría emboscarme tras el hecho de que me he mudado cuatro veces, pero no tiene nada que ver.

Alguna vez he tenido el debate sobre el apego a las cosas con mis amigos y casi siempre tengo la sensación de que los hombres somos más descarados con la memoria que las mujeres y no sé si por dejados o a propio intento, arrastramos en nuestra concha muy poquitos testigos materiales de nosotros mismos. Yo soy muy amigo de las hogueras de San Juan y en en toda mi vida creo que no he guardado ningún objeto, ni carta, ni escrito ni amuleto, así que la sensación que hoy tengo sobre mi mismo es que viajo, como dijo el poeta: «ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar». Es una actitud que me ha llevado en mi vida profesional a ser reconocido como el que menos papeles tenía sobre su mesa. La fe sobre el presente como único referente cierto de la vida. Soy un hombre solitario, mal que me pesa, pues creo que el único aliento necesario es el contacto humano y disfruto como nadie de la compañía, de la charla, de la amistad, de hacer reír a los demás, del sexo… Esta noche mientras velaba en medio de un vendaval intenso, asustado como siempre que sopla el viento, pensaba en mi, y pensaba en vosotros. ¿Es posible saciar la sed?


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A Irishka le hacía falta tiempo para poder pensar con claridad y encontrar en el mercado tripas de vaca había sido una coincidencia tranquilizadora. Después de la escapada de Sasha el mundo se había hundido bajo sus pies y salvo el ajetreo propio del trabajo nada había conseguido sacarle de su depresión. Limpió con cuidado y ayudada de un limón los callos y rebuscó en su memoria la receta que su amigo Daniel le explicara en aquella velada fascinante hace años en su escondrijo de Tiblisi. Puso agua fría en el puchero y una cabeza de ajos entera sin pelar, echó unos leños al fuego añadió sal suficiente y esperó el primer hervor del cocido para cambiar el agua. La verdad solo es necesaria a quien beneficia, eso le había dicho su amiga Tania cuando hablaban de lo que había pasado y ella no terminaba de estar convencida; lo mejor hubiera sido aclararse personalmente antes de tomar cualquier decisión y no involucrar a tantas personas que ahora sufrían por su culpa. Los callos cocían dejando que el tiempo les adelantara mientras Iriska freía distraídamente unos trozos de jamón y chorizo que había recibido de Dani meses atrás. La primera vez que comió callos tuvo que vencer la repugnancia de su procedencia y el tacto meloso en la boca, después este plato siempre le traía a su cabeza los momentos más intensos de su lucha política y le recordaba a España sin que nunca hubiera estado allí. A veces cuando se sentía apenada los cocinaba como si fuera un conjuro contra la tristeza y los cielos plomizos de su país y sentía que era la rusa que mejor cocinaba este plato al este del Volga. Con Dani había compartido todo menos su cama y le debía algunos de los trucos de supervivencia que más había utilizado en su agitada vida de revolucionaria anarquista. Peló y troceó en pequeñas porciones media cebolla y la doró en el aceite que quedó de freír el chorizo, doró allí mismo dos cucharadas de pan rallado para después añadir un par de tomates triturados y mientras daba vueltas al sofrito se puso a pensar con que frialdad había descrito Tania la situación, incluso cuando la espetó si no recordaba cuando ella había estado locamente enamorada alguna vez, la duda de Tania le pareció más una precaución que la búsqueda del recuerdo. No culpaba a nadie, salvo a si misma, de la falta de decisión en el amor que contrastaba con su arrojo en el resto de su vida, tres horas después de empezar a cocer, retiró los callos del fuego, comprobó que estaban suficientemente blandos y añadió a su sofrito tres pimientos rojos secos. Lamentó que no le quedara algo de pimentón picante y añadió un poco del caldo con el que había cocido la carne.

Debía haber dado el paso y pedirle a Sasha que viviera con ella. Ahora ya no tenía remedio y el había puesto tierra de por medio y como le recordara Tania, los hombres son más inconscientes, impulsivos, no piensan en las consecuencias, lo que quieren lo piden, lo toman, lo roban y las mujeres piensan en el futuro cuando deciden. El apaño había cocido durante unos minutos y entonces lo añadió al resto del agua con los callos y puso todo a hervir de nuevo, muy lentamente, hasta que apareciese ese caldo trabado, untuoso cuyo olor le transportaba tan fácilmente a tiempos mejores.

Dani siempre le advirtió que este plato es peligroso, quien lo come y le gusta no lo olvida jamás y si las fuerzas fallan, la nieve cae día tras día y parece que el mundo se fuera a derrumbar tan despacio que pudiéramos ver nuestra propia ruina, resultan un remedio infalible, sobre todo si se han cocido suficiente; deben estar blandos y han de servirse en platos de barro para que se cumpla el adagio que le gustaba repetir a Dani. «Los callos son como el amor, solo se pueden comer calientes».


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Ivana Gligorievicj me mataría si viera como he escrito su apellido, claro que estaríamos en paz porque ella recuerda como los aviones de la OTAN estuvieron a punto de matarla durante los bombardeos sobre Yugoslavia, ahora Serbia. Se fue de su país a buscarse la vida y luego de pasar una buena temporada en Suiza casarse y divorciarse, terminó casándose en segundas nupcias con un español y viviendo en mi pueblo. Ivana era una compañera de trabajo y entonces en pleno embarazo disfrutó cocinando para nosotros la comida de fiesta de su pueblo.

La cita fue a las diez de la mañana pues yo quería ver como se organizaba una fiesta serbia, así que hubo que ir amenizando la mañana con dulces locales, café y a partir de cierta hora con vasitos de rakia de 18 años que su padre le manda en cuanto tiene ocasión. Se veía venir que lo que guisábamos era para un regimiento y nosotros solamente íbamos a ser cinco. Los dulces que llaman Baklaba estaban ya preparados del día anterior y bañados en sirope, perfectamente envueltos en forma de triángulo con un pan de pita extremadamente delgado, rellenos de nueces y cuando llegué, en la olla cocía un sofrito de puerro, ajo y cebolla donde sin previo aviso y sin remojar puso un kilo de judías blancas para que fueran perdiendo dureza. En otra olla, con abundante agua, vinagre, aceite y sal y metió entero un repollo con el tallo hacia arriba, de forma que cuando las hojas se iban reblandeciendo las cortaba y las separaba en una fuente. Deshojada la enorme col y mientras las judías poco a poco se iban cociendo con los correspondientes añadidos de agua caliente para que no se quedaran secas, en un bol amasó cerca de medio kilo de harina que dejó reposar cubierto con un paño. «Este es pan por si visitas inesperadas» aclaró, para que no esperáramos una hermosa baguete o una pieza de repostería fina. La mezcla era clásica, con levadura, aceite y sal y por lo que vi más adelante solo la hizo subir una vez.

Tres enormes cebollas, más puerro, zanahorias, ajos y algo de tomate, quiero recordar, se fueron enpochando en una cazuela donde una vez doradas, se añadió un kilo de carne picada, mitad de vaca, mitad de cerdo, algo de caldo y tres puñados generosos de arroz. La masa, frita y al final algo cocida sería el relleno de nuestras hojas de repollo. Lo dejó reposar, sacó una cacerola y envolvió algo más de una cucharada de carne en cada hoja de repollo procurando que fueran iguales, pues eso “distingue una buena mujer de su casa”, y escurriendo el caldo que llevaban las fue depositando ordenadamente y entre capa y capa añadió unos huesos de jamón. Tapó todo con dos o tres hojas más de verdura y le puso un plato encima a modo de peso para sacar el caldo a fuego medio durante casi media hora.

Terminó lo que para mi ya eran unas judías blancas con verdura, casi secas y las empezó a extender en una bandeja de horno rociándolas a cada capa con un sofrito de abundante aceite y pimentón. Metió las judías al horno y calculando el tiempo se apresuró a estirar la masa de pan que fue untando en mantequilla y envolviendo como si fuera a hacer un hojaldre, una y otra vez, siendo de cada tanda cada vez más generosa con la grasa y envolviendo la cocina de ese olor que tienen las croisanteries francesas. Con las judías horneadas, la Sarma (que así se llama la carne envuelta en repollo) cocida y el pan recién sacado del horno Ivana nos acercó a su tierra de la que tiene nostalgia, nos contó como eran las bodas, como los vecinos y familiares se ayudan en la cocina unos a otros y salvo porque no tuvimos música adecuada y no hubo cordero ni cochinillo (en serbia esto hubiera sido imperdonable), a mi me dio la sensación de que estaba feliz y por eso fue una comida maravillosa.


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Dicen los que saben de esto que el carácter se conforma en los primeros años de la vida; incluso hay quien defiende que los nueve meses de vida intrauterina son los fundamentales en este proceso y por eso algunas, como mi profesora de Francés en el instituto, Virtudes, se jactaba de poner casetes en la barriga a su futuro hijo para que viniera ya aprendido y no perdiera tiempo como hacíamos nosotros repitiendo la historia de «la vielle maison du pérè Simon». Virtudes estaba muy desequilibrada, lo que no obsta para que tuviera razón y con el paso de los años he sido consciente de que su desequilibrio no se produjo en el vientre materno sino aguantando a 30 auténticos canallas día a día. Recibirla con los bancos mirando al fondo de la clase para demostrarle nuestra falta de interés, fue absolutamente demoledor para su frágil moral.

Los días se me asemejan a las personas. Los primeros minutos son fundamentales, quizá el último sueño de la fase rem lo sea también; si algo se tuerce entre la cama y la calle la tendencia es que el día sea un crescendo de problemas alimentados en gran parte por nosotros mismos. Así me pasó a mi ayer. Por suerte los días se acaban y los contadores se ponen a cero con cada ocaso.

Se vaticina que en pocos años la vida media de los seres humanos se acercará a los 100 años. Poner esto en solfa para la gran mayoría de la población. La creencia más extendida y con más sustento científico es que esto se debe a una mejor vida, a los avances científicos y a la extensión de las prestaciones sanitarias. Las percepciones generalizadas, incluso las que tienen base científica no siempre son las buenas y aunque no quiero ser más listo que Nobel me atrevo a aventurar que la longevidad tiene más que ver con dos parámetros profundamente humanos como son el deseo de entender y la obstinación ante el fracaso. Luego está lo del cambio climático que puede que dé al traste con todo esto.

Comentaba con Eles no hace mucho que a estas alturas de la vida nos resulta agradable entender, aprender cosas que de jóvenes no fuimos capaces. La falta de presión, la voluntad, y la capacidad de discernir los fundamental de lo accesorio, nos ayudan. Y en este discurso se me ocurría que lo que nos queda de vida nos puede dar alguna clave sobre las preguntas fundamentales y nos puede aproximar a la felicidad. (Ya sé que este término es confuso, pero nos vale como lugar común sobre el que entendernos). Cada pista nos lleva a otra y fuera ya de la conversación me pareció entender que el ser humano utiliza su vida fundamentalmente en intentar entender el sentido final de todo. Al principio resultaba realmente sencillo y la vida de nuestros antepasados primigenios era más corta; con el paso del tiempo, todo se ha complicado y a estas alturas la humanidad necesita un promedio de 80 años para conseguir cierta luz y poder morir con la tarea cumplida. En unos años llegaremos a los 100 para entender y mucho me temo que la carrera es infinitesimal y no puedo separar de mi cabeza la imagen de mis descendientes con una edad de 200 ó 250 años, absolutamente perplejos.

Longevidad, complejidad e incomprensión se me antojan unidos por algún vínculo.

Aun no nieva.


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