Francisco Molinero

1959-

Cuando nieva con esa cadencia melancólica que tiene la nieve cuando no hay viento, encerrado en casa y rebuscando entre viejos papeles, fotos, cartas, documentos me he dado cuenta de las pocas cosas que guardo de mi pasado. He sido un escritor impenitente y no conservo ni una sola carta de la mujeres a las que amé o a las que dije amar. Apenas algunas fotos, que vistas en perspectiva se me antojan hechas a borbotones, sin constancia. Se salvan de la pérdida todos y cada uno de los poemas que escribí, aunque más bien creo que es producto del celo de Raquel a la hora de hacer inventario. Podría emboscarme tras el hecho de que me he mudado cuatro veces, pero no tiene nada que ver.

Alguna vez he tenido el debate sobre el apego a las cosas con mis amigos y casi siempre tengo la sensación de que los hombres somos más descarados con la memoria que las mujeres y no sé si por dejados o a propio intento, arrastramos en nuestra concha muy poquitos testigos materiales de nosotros mismos. Yo soy muy amigo de las hogueras de San Juan y en en toda mi vida creo que no he guardado ningún objeto, ni carta, ni escrito ni amuleto, así que la sensación que hoy tengo sobre mi mismo es que viajo, como dijo el poeta: «ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar». Es una actitud que me ha llevado en mi vida profesional a ser reconocido como el que menos papeles tenía sobre su mesa. La fe sobre el presente como único referente cierto de la vida. Soy un hombre solitario, mal que me pesa, pues creo que el único aliento necesario es el contacto humano y disfruto como nadie de la compañía, de la charla, de la amistad, de hacer reír a los demás, del sexo… Esta noche mientras velaba en medio de un vendaval intenso, asustado como siempre que sopla el viento, pensaba en mi, y pensaba en vosotros. ¿Es posible saciar la sed?


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A Irishka le hacía falta tiempo para poder pensar con claridad y encontrar en el mercado tripas de vaca había sido una coincidencia tranquilizadora. Después de la escapada de Sasha el mundo se había hundido bajo sus pies y salvo el ajetreo propio del trabajo nada había conseguido sacarle de su depresión. Limpió con cuidado y ayudada de un limón los callos y rebuscó en su memoria la receta que su amigo Daniel le explicara en aquella velada fascinante hace años en su escondrijo de Tiblisi. Puso agua fría en el puchero y una cabeza de ajos entera sin pelar, echó unos leños al fuego añadió sal suficiente y esperó el primer hervor del cocido para cambiar el agua. La verdad solo es necesaria a quien beneficia, eso le había dicho su amiga Tania cuando hablaban de lo que había pasado y ella no terminaba de estar convencida; lo mejor hubiera sido aclararse personalmente antes de tomar cualquier decisión y no involucrar a tantas personas que ahora sufrían por su culpa. Los callos cocían dejando que el tiempo les adelantara mientras Iriska freía distraídamente unos trozos de jamón y chorizo que había recibido de Dani meses atrás. La primera vez que comió callos tuvo que vencer la repugnancia de su procedencia y el tacto meloso en la boca, después este plato siempre le traía a su cabeza los momentos más intensos de su lucha política y le recordaba a España sin que nunca hubiera estado allí. A veces cuando se sentía apenada los cocinaba como si fuera un conjuro contra la tristeza y los cielos plomizos de su país y sentía que era la rusa que mejor cocinaba este plato al este del Volga. Con Dani había compartido todo menos su cama y le debía algunos de los trucos de supervivencia que más había utilizado en su agitada vida de revolucionaria anarquista. Peló y troceó en pequeñas porciones media cebolla y la doró en el aceite que quedó de freír el chorizo, doró allí mismo dos cucharadas de pan rallado para después añadir un par de tomates triturados y mientras daba vueltas al sofrito se puso a pensar con que frialdad había descrito Tania la situación, incluso cuando la espetó si no recordaba cuando ella había estado locamente enamorada alguna vez, la duda de Tania le pareció más una precaución que la búsqueda del recuerdo. No culpaba a nadie, salvo a si misma, de la falta de decisión en el amor que contrastaba con su arrojo en el resto de su vida, tres horas después de empezar a cocer, retiró los callos del fuego, comprobó que estaban suficientemente blandos y añadió a su sofrito tres pimientos rojos secos. Lamentó que no le quedara algo de pimentón picante y añadió un poco del caldo con el que había cocido la carne.

Debía haber dado el paso y pedirle a Sasha que viviera con ella. Ahora ya no tenía remedio y el había puesto tierra de por medio y como le recordara Tania, los hombres son más inconscientes, impulsivos, no piensan en las consecuencias, lo que quieren lo piden, lo toman, lo roban y las mujeres piensan en el futuro cuando deciden. El apaño había cocido durante unos minutos y entonces lo añadió al resto del agua con los callos y puso todo a hervir de nuevo, muy lentamente, hasta que apareciese ese caldo trabado, untuoso cuyo olor le transportaba tan fácilmente a tiempos mejores.

Dani siempre le advirtió que este plato es peligroso, quien lo come y le gusta no lo olvida jamás y si las fuerzas fallan, la nieve cae día tras día y parece que el mundo se fuera a derrumbar tan despacio que pudiéramos ver nuestra propia ruina, resultan un remedio infalible, sobre todo si se han cocido suficiente; deben estar blandos y han de servirse en platos de barro para que se cumpla el adagio que le gustaba repetir a Dani. «Los callos son como el amor, solo se pueden comer calientes».


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Ivana Gligorievicj me mataría si viera como he escrito su apellido, claro que estaríamos en paz porque ella recuerda como los aviones de la OTAN estuvieron a punto de matarla durante los bombardeos sobre Yugoslavia, ahora Serbia. Se fue de su país a buscarse la vida y luego de pasar una buena temporada en Suiza casarse y divorciarse, terminó casándose en segundas nupcias con un español y viviendo en mi pueblo. Ivana era una compañera de trabajo y entonces en pleno embarazo disfrutó cocinando para nosotros la comida de fiesta de su pueblo.

La cita fue a las diez de la mañana pues yo quería ver como se organizaba una fiesta serbia, así que hubo que ir amenizando la mañana con dulces locales, café y a partir de cierta hora con vasitos de rakia de 18 años que su padre le manda en cuanto tiene ocasión. Se veía venir que lo que guisábamos era para un regimiento y nosotros solamente íbamos a ser cinco. Los dulces que llaman Baklaba estaban ya preparados del día anterior y bañados en sirope, perfectamente envueltos en forma de triángulo con un pan de pita extremadamente delgado, rellenos de nueces y cuando llegué, en la olla cocía un sofrito de puerro, ajo y cebolla donde sin previo aviso y sin remojar puso un kilo de judías blancas para que fueran perdiendo dureza. En otra olla, con abundante agua, vinagre, aceite y sal y metió entero un repollo con el tallo hacia arriba, de forma que cuando las hojas se iban reblandeciendo las cortaba y las separaba en una fuente. Deshojada la enorme col y mientras las judías poco a poco se iban cociendo con los correspondientes añadidos de agua caliente para que no se quedaran secas, en un bol amasó cerca de medio kilo de harina que dejó reposar cubierto con un paño. «Este es pan por si visitas inesperadas» aclaró, para que no esperáramos una hermosa baguete o una pieza de repostería fina. La mezcla era clásica, con levadura, aceite y sal y por lo que vi más adelante solo la hizo subir una vez.

Tres enormes cebollas, más puerro, zanahorias, ajos y algo de tomate, quiero recordar, se fueron enpochando en una cazuela donde una vez doradas, se añadió un kilo de carne picada, mitad de vaca, mitad de cerdo, algo de caldo y tres puñados generosos de arroz. La masa, frita y al final algo cocida sería el relleno de nuestras hojas de repollo. Lo dejó reposar, sacó una cacerola y envolvió algo más de una cucharada de carne en cada hoja de repollo procurando que fueran iguales, pues eso “distingue una buena mujer de su casa”, y escurriendo el caldo que llevaban las fue depositando ordenadamente y entre capa y capa añadió unos huesos de jamón. Tapó todo con dos o tres hojas más de verdura y le puso un plato encima a modo de peso para sacar el caldo a fuego medio durante casi media hora.

Terminó lo que para mi ya eran unas judías blancas con verdura, casi secas y las empezó a extender en una bandeja de horno rociándolas a cada capa con un sofrito de abundante aceite y pimentón. Metió las judías al horno y calculando el tiempo se apresuró a estirar la masa de pan que fue untando en mantequilla y envolviendo como si fuera a hacer un hojaldre, una y otra vez, siendo de cada tanda cada vez más generosa con la grasa y envolviendo la cocina de ese olor que tienen las croisanteries francesas. Con las judías horneadas, la Sarma (que así se llama la carne envuelta en repollo) cocida y el pan recién sacado del horno Ivana nos acercó a su tierra de la que tiene nostalgia, nos contó como eran las bodas, como los vecinos y familiares se ayudan en la cocina unos a otros y salvo porque no tuvimos música adecuada y no hubo cordero ni cochinillo (en serbia esto hubiera sido imperdonable), a mi me dio la sensación de que estaba feliz y por eso fue una comida maravillosa.


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Dicen los que saben de esto que el carácter se conforma en los primeros años de la vida; incluso hay quien defiende que los nueve meses de vida intrauterina son los fundamentales en este proceso y por eso algunas, como mi profesora de Francés en el instituto, Virtudes, se jactaba de poner casetes en la barriga a su futuro hijo para que viniera ya aprendido y no perdiera tiempo como hacíamos nosotros repitiendo la historia de «la vielle maison du pérè Simon». Virtudes estaba muy desequilibrada, lo que no obsta para que tuviera razón y con el paso de los años he sido consciente de que su desequilibrio no se produjo en el vientre materno sino aguantando a 30 auténticos canallas día a día. Recibirla con los bancos mirando al fondo de la clase para demostrarle nuestra falta de interés, fue absolutamente demoledor para su frágil moral.

Los días se me asemejan a las personas. Los primeros minutos son fundamentales, quizá el último sueño de la fase rem lo sea también; si algo se tuerce entre la cama y la calle la tendencia es que el día sea un crescendo de problemas alimentados en gran parte por nosotros mismos. Así me pasó a mi ayer. Por suerte los días se acaban y los contadores se ponen a cero con cada ocaso.

Se vaticina que en pocos años la vida media de los seres humanos se acercará a los 100 años. Poner esto en solfa para la gran mayoría de la población. La creencia más extendida y con más sustento científico es que esto se debe a una mejor vida, a los avances científicos y a la extensión de las prestaciones sanitarias. Las percepciones generalizadas, incluso las que tienen base científica no siempre son las buenas y aunque no quiero ser más listo que Nobel me atrevo a aventurar que la longevidad tiene más que ver con dos parámetros profundamente humanos como son el deseo de entender y la obstinación ante el fracaso. Luego está lo del cambio climático que puede que dé al traste con todo esto.

Comentaba con Eles no hace mucho que a estas alturas de la vida nos resulta agradable entender, aprender cosas que de jóvenes no fuimos capaces. La falta de presión, la voluntad, y la capacidad de discernir los fundamental de lo accesorio, nos ayudan. Y en este discurso se me ocurría que lo que nos queda de vida nos puede dar alguna clave sobre las preguntas fundamentales y nos puede aproximar a la felicidad. (Ya sé que este término es confuso, pero nos vale como lugar común sobre el que entendernos). Cada pista nos lleva a otra y fuera ya de la conversación me pareció entender que el ser humano utiliza su vida fundamentalmente en intentar entender el sentido final de todo. Al principio resultaba realmente sencillo y la vida de nuestros antepasados primigenios era más corta; con el paso del tiempo, todo se ha complicado y a estas alturas la humanidad necesita un promedio de 80 años para conseguir cierta luz y poder morir con la tarea cumplida. En unos años llegaremos a los 100 para entender y mucho me temo que la carrera es infinitesimal y no puedo separar de mi cabeza la imagen de mis descendientes con una edad de 200 ó 250 años, absolutamente perplejos.

Longevidad, complejidad e incomprensión se me antojan unidos por algún vínculo.

Aun no nieva.


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Un hombre está en el andén viendo como el tren poco a poco acelera y abandona la estación. No hay humo ni rechinar de hierro contra hierro, pues la escena se desarrolla en una moderna estación de ferrocarril y no como requeriría una ambientación ad hoc en una preciosa estación de principios del siglo XX bajo una cúpula de hierro y cristal. El hombre, no especialmente alto, no especialmente gordo, no especialmente nada, sonríe a alguien, seguramente una mujer, que viaja en un vagón de espaldas a la marcha. En la escena no se puede ver a la mujer pues el vidrio del cristal refleja de manera defensiva la imagen exterior, pero yo sé que es hermosa y sobre todo que es atractiva. Será porque se lo ha repetido muchas veces, pero no es totalmente consciente de que este viaje es definitivo, de que esta vez no tiene remedio y los kilómetros de vía que les han de separar en este caso son demasiados para permitirles el reencuentro. Él sonríe y le mira con unos ojos grandes y alegres pero sabe con certeza que ese tren tiene destino al infinito. Unos segundos y ya solo se ve la trasera del tren que en plena aceleración se aleja rápidamente, se empequeñece y se lleva el sonido como atado a su rebufo. Se vuelve, llora un instante y recompone su físico no especialmente nada por si fuera necesario aparentar cualquier cosa.


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Aprendí la receta de este plato de mi tía Pepita, hermana de mi padre y ambos de Antonio Molinero. Es un plato típico canario para el que hay que disponer de bubangos (Variedad de calabacín, generalmente casi redonda, de corteza verde oscura, y de pulpa más sabrosa (Cucurbita pepo)) pero si no se tiene, como casi siempre me pasa, se pueden usar calabacines normales. Pepita, como mi madre, nunca daba cantidades en las recetas. Yo uso más bubangos que patatas, una zanahoria grande, media cebolla dos diente de ajo y dos piñas de maiz.

Mi tío Antonio es uno de los grandes dolores de mi abuela Paca, a la que siempre conocí de luto, cariñosa, con una enorme mata de pelo que recogía en un moño, analfabeta y convencida de que su hijo había podido escapar a la Unión Soviética y no había muerto en el frente de Brunete como así fue.

Yo corto la verdura en trozos grandes, la zanahoria en rodajas, las piñas de maíz en dos y la patata en cuadrados más pequeños. Pongo todo esto cubierto de agua y con sal y lo dejo hervir un buen rato con un chorrito de aceite antes de echar las patatas

¡Por los desaparecidos y las desaparecidas! ¡Acabemos con el olvido! ¡Defendamos la memoria! Antonio Molinero Torres que nació en Madrid el 28 de Mayo de 1921, de profesión electricista y afiliado al partido comunista que murió defendiendo Madrid y la República española el 17 de julio de 1937 cuando fue apresado en su carro de combate de la brigada de tanques en el frente de Brunete muy posiblemente junto al puente de Quijorna según contaron sus compañeros a su madre, mi abuela, por los fascistas que hace más de 80 años intentaron un golpe de estado contra España. Vive en mi memoria con la fuerza de los luchadores que siempre me alentaron y es un héroe en mi corazón.

En un mortero machamos los dientes de ajo, con comino, pimentón y un poquito de aceite. Lo añadimos al caldero donde se están guisando las verduras.

Según el original del 9 de julio de 1937 “Recuerdos a todos y a la Agustina y Serafin también, yo bien. Esta es para decirle que estoy en el frente y ya he salido a operar lo cual me ha puesto muy contento. Cuando me escriba me dice como van los frentes de Madrid pues aquí me han dicho se ha tomado Garabitas y no será extraño pues estamos dándoles una paliza que no les va a quedar camisa con que ponerse. Sin más que decirle se despide su hijo que ver desea. Firmado: Antonio Madre no tengo tiempo de escribir así tantas cartas pues no hay tiempo y haga el favor de escribir a la abuela y darla recuerdos míos para toda la familia. Salud Señas Hogar del miliciano Alcalá de Henares URSS”

Cuando las verduras casi estén añadimos las papas cortadas en cuadraditos y unas hebras de azafrán. Probamos de sal por sí necesitara algo más y añadiremos un poco de agua sí lo necesita. Cuando las papas estén blandas estará listo el potaje de bubangos.

Antonio, no te olvidamos. Antonio Molinero, de pie, con su uniforme de taquista en una puerta del acuartelamiento de Alcalá de Henares


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Compartir y ser compartido; la sensación de plenitud al recibir tanto o más de lo que das. Tres niveles para el crecimiento: el físico, el intelectual, el sentimental. Compartir lo físico, rozar y ser rozado, acariciar, besar, oler al otro. Compartir las ideas, construir proyectos, rebatir y discutir, puntualizar, estar de acuerdo, disentir, iluminar y apagar reflejos. Compartir los sentimientos, amar y ser amado, desear, mirar con los mismos ojos, sonreír y que te sonrían, llorar y encontrar regazos.

La pasión por crecer se alía, se entreteje, se implica. La pasión crece.


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La estación Pavelevskaya aun tenía los aires de grandeza propios de la época soviética y como el resto del país una pátina de abandono que a los ojos de los rusos era lacerante. Abajo en el vestíbulo principal un policía con aire aburrido controlaba que nadie que no tuviera billete pudiera acceder al piso superior. Arriba un gran mural sobre la revolución, los trenes y las regiones desde las que se podía llegar saliendo de la estación, Voronezh, Tambov, Volvogrado, Astrakán, recorría el frontón del inmenso salón.

La primera vez que fui tuve la extraña sensación de haber retrocedido a la España de Franco y encontrarme frente a las gigantescas estatuas del Valle de los Caídos o al mural de la universidad laboral de Gijón. Hombres fornidos que abrazan enormes gavillas de trigo, mujeres resueltas que acarrean grandes banastas de verdura, tuercas y engranajes descomunales y al fondo una mina desde donde los obreros en camiseta y con casco extraen a la tierra lo que habrá que repartir de forma equitativa. Presididos por semejante representación, el salón de al menos cien metros de longitud está abarrotado por varias hileras de sillas de plástico bajo una luz mortecina que en algunas zonas es solo penumbra y al fondo brilla con especial fuerza una cafetería que muestra algunos bocadillos y refrescos.

Tengo ganas de ir al servicio y mi ruso apenas llega para saludar. Es evidente que todos me miran pues se reconoce mi procedencia extranjera y yo me procuro un sitio desde el que no sea fácil verme intimidado y no pierdo el control de la maleta ni un solo instante. Soy un espía y tengo una cierta sensación de miedo que hace que me parezca que todos los hombres allí planean algo contra mí. Respiro tres veces profundamente, evalúo lo que pasa y saco mi diccionario de bolsillo para intentar comunicarme con alguien y que me indique como encontrar los lavabos. Ya llevo un rato acostumbrándome al cirílico y después de leer todos los carteles que veo, ninguno me parece el que debería ser. No hay iconos de hombrecillos, mujeres, tenedores o similar así que no me queda más remedio que preguntar.

Esta decisión me llevará a conocer por pura casualidad a Luba, con sus vaqueros, sus botas de agua, el pelo negro y liso y unos ojos que iluminaban todo el salón. Estaba leyendo un libro y me pareció que siendo una mujer me sería fácil comunicarme con ella.


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Cuando hago las lentejas estofadas corto una patata en cuadraditos muy pequeños, pelo una zanahoria y la corto en rodajas, un buen trozo de cebolla muy picadito, y al menos medio pimiento verde, grande, en tiras que luego hago cuadrados. Pongo un poco de aceite y le añado todo lo que he preparado antes y además un diente de ajo entero, un pimiento rojo seco (me gusta echar unos que me trajo Ame de México) y una hoja del laurel que traje de Laredo y planté junto a la ventana de Serguey. Hago un sofrito con todo muy lento en la cazuela y cuando me parece que su olor es agradable, su aspecto tierno y el ajo lo he aplastado para que no aparezca en el plato, le añado las lentejas y agua abundante. Antes, cuando yo era pequeño, recuerdo que las lentejas se ponían a remojo por su sequedad, hoy no es necesario. Se puede añadir un chorizo y algo de tocino, pero sin ellos también están estupendas. Las cuezo a fuego muy lento (en mi cocina en un rango de 12 posibilidades las pongo al 5) durante una hora o más, depende de las lentejas, probando con una cuchara pequeña de vez en cuando y aprovechando para oír, por ejemplo, el Adagio en Sol menor del veneciano Albinoni, que es una música que acompaña plenamente a un estofado. Estofar o estufar, que se debería poder decir, es cocinar un guiso lentamente y tapado para que no pierda el aroma.

Cuando me parece que están tiernas y el caldo trabado, añado la sal y un poco de pimentón.

PS. Algunas dificultades

No se puede crear nada, aunque si es verdad que podemos reunir las partes suficientes de algo que parece ser. Parecer y ser se parecen, son palabras que nos traicionan y reflejan actitudes. Solamente aspiramos a poder crear cosas que parecen.


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Los optimistas siempre gozan de buena prensa, son admirados, elogiados: «es un hombre encantador, siempre está sonriente…», nadie se siente en la obligación de decirles que convendría que moderasen su actitud para hacerla algo más pegada a la realidad, aunque se excedan con tanto feeling positivo, nadie teme que esa manera de afrontar las dificultades pueda tener consecuencias indeseadas para ellos o para los demás; para los pesimistas, los tristes, la cosa es diferente y para mal.

Hay mucha gente que cree que lo hacemos a posta, que nos entristecemos por voluntad propia, para joder al resto de los mortales y menos mal que ahora la medicina ha conseguido redimir a nuestros extremos los deprimidos y el personal admite que su falta de ganas de vivir no es fingida, sino un sentimiento que se manifiesta físicamente.

Nadie quiere convivir con una persona que no es capaz de ver el lado positivo, con los que cuando tenemos suerte miramos para atrás y para arriba por si la cosa se tuerce, y es normal, lo saben los publicistas que siempre nos sacan gente guapa, delgada, feliz cuando tienen las cosas que nos quieren vender, lo saben los empresarios que prefieren jóvenes con espíritu emprendedor que mujeres u hombres con ojo crítico, es vox populi, pero para nosotros, para los que el más mínimo revés es un golpe definitivo, la sensación que tenemos es de ser tratados injustamente.

Algunos luchan contra esta exclusión social con fármacos y, que curioso, parece que no hay ningún fármaco para aquellos que se ríen de todo sin darse cuenta de lo que pasa realmente; yo no soy partidario y lo he hablado algunas veces con amigos consumidores, pero soy muy respetuoso y creo que cada uno debe tener el derecho de luchar contra este mal social como mejor pueda aunque haya quien opte por quitarse de en medio sin más y desoyendo las enseñanzas de la santa madre iglesia decida sin permiso de dios. Antes a estos ni los dejaban ser enterrados en los cementerios, que hasta aquí podríamos llegar, bien está que los aguantemos en vida, pero si atajan… que los aguanten en la otra los de su palo y luego están los que buscan «otros estados de consciencia» o dándole al vino o los más sofisticados con poderosos químicos.

Yo estoy por intentar quererme como soy, triste, depresivo y cada vez que veo el lado negro del futuro callármelo para que no me llamen agorero y procurar no molestar, ni poner malas caras, ni enfadarme más allá de la defensa propia, pero no es fácil dar el pego, hacerse de la secreta de los sentimientos, meterse en el armario, siempre algo de droga hay que tomar y mientras voy cortando amarras con las amistades y espero ese día en que vea como un amigo aconseja a otro: «lo que tienes que hacer es tener una actitud un poco más negativa, hombre, que luego la realidad es muy obstinada».


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