Francisco Molinero

1959-

Un hombre está en el andén viendo como el tren poco a poco acelera y abandona la estación. No hay humo ni rechinar de hierro contra hierro, pues la escena se desarrolla en una moderna estación de ferrocarril y no como requeriría una ambientación ad hoc en una preciosa estación de principios del siglo XX bajo una cúpula de hierro y cristal. El hombre, no especialmente alto, no especialmente gordo, no especialmente nada, sonríe a alguien, seguramente una mujer, que viaja en un vagón de espaldas a la marcha. En la escena no se puede ver a la mujer pues el vidrio del cristal refleja de manera defensiva la imagen exterior, pero yo sé que es hermosa y sobre todo que es atractiva. Será porque se lo ha repetido muchas veces, pero no es totalmente consciente de que este viaje es definitivo, de que esta vez no tiene remedio y los kilómetros de vía que les han de separar en este caso son demasiados para permitirles el reencuentro. Él sonríe y le mira con unos ojos grandes y alegres pero sabe con certeza que ese tren tiene destino al infinito. Unos segundos y ya solo se ve la trasera del tren que en plena aceleración se aleja rápidamente, se empequeñece y se lleva el sonido como atado a su rebufo. Se vuelve, llora un instante y recompone su físico no especialmente nada por si fuera necesario aparentar cualquier cosa.


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Aprendí la receta de este plato de mi tía Pepita, hermana de mi padre y ambos de Antonio Molinero. Es un plato típico canario para el que hay que disponer de bubangos (Variedad de calabacín, generalmente casi redonda, de corteza verde oscura, y de pulpa más sabrosa (Cucurbita pepo)) pero si no se tiene, como casi siempre me pasa, se pueden usar calabacines normales. Pepita, como mi madre, nunca daba cantidades en las recetas. Yo uso más bubangos que patatas, una zanahoria grande, media cebolla dos diente de ajo y dos piñas de maiz.

Mi tío Antonio es uno de los grandes dolores de mi abuela Paca, a la que siempre conocí de luto, cariñosa, con una enorme mata de pelo que recogía en un moño, analfabeta y convencida de que su hijo había podido escapar a la Unión Soviética y no había muerto en el frente de Brunete como así fue.

Yo corto la verdura en trozos grandes, la zanahoria en rodajas, las piñas de maíz en dos y la patata en cuadrados más pequeños. Pongo todo esto cubierto de agua y con sal y lo dejo hervir un buen rato con un chorrito de aceite antes de echar las patatas

¡Por los desaparecidos y las desaparecidas! ¡Acabemos con el olvido! ¡Defendamos la memoria! Antonio Molinero Torres que nació en Madrid el 28 de Mayo de 1921, de profesión electricista y afiliado al partido comunista que murió defendiendo Madrid y la República española el 17 de julio de 1937 cuando fue apresado en su carro de combate de la brigada de tanques en el frente de Brunete muy posiblemente junto al puente de Quijorna según contaron sus compañeros a su madre, mi abuela, por los fascistas que hace más de 80 años intentaron un golpe de estado contra España. Vive en mi memoria con la fuerza de los luchadores que siempre me alentaron y es un héroe en mi corazón.

En un mortero machamos los dientes de ajo, con comino, pimentón y un poquito de aceite. Lo añadimos al caldero donde se están guisando las verduras.

Según el original del 9 de julio de 1937 “Recuerdos a todos y a la Agustina y Serafin también, yo bien. Esta es para decirle que estoy en el frente y ya he salido a operar lo cual me ha puesto muy contento. Cuando me escriba me dice como van los frentes de Madrid pues aquí me han dicho se ha tomado Garabitas y no será extraño pues estamos dándoles una paliza que no les va a quedar camisa con que ponerse. Sin más que decirle se despide su hijo que ver desea. Firmado: Antonio Madre no tengo tiempo de escribir así tantas cartas pues no hay tiempo y haga el favor de escribir a la abuela y darla recuerdos míos para toda la familia. Salud Señas Hogar del miliciano Alcalá de Henares URSS”

Cuando las verduras casi estén añadimos las papas cortadas en cuadraditos y unas hebras de azafrán. Probamos de sal por sí necesitara algo más y añadiremos un poco de agua sí lo necesita. Cuando las papas estén blandas estará listo el potaje de bubangos.

Antonio, no te olvidamos. Antonio Molinero, de pie, con su uniforme de taquista en una puerta del acuartelamiento de Alcalá de Henares


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Compartir y ser compartido; la sensación de plenitud al recibir tanto o más de lo que das. Tres niveles para el crecimiento: el físico, el intelectual, el sentimental. Compartir lo físico, rozar y ser rozado, acariciar, besar, oler al otro. Compartir las ideas, construir proyectos, rebatir y discutir, puntualizar, estar de acuerdo, disentir, iluminar y apagar reflejos. Compartir los sentimientos, amar y ser amado, desear, mirar con los mismos ojos, sonreír y que te sonrían, llorar y encontrar regazos.

La pasión por crecer se alía, se entreteje, se implica. La pasión crece.


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La estación Pavelevskaya aun tenía los aires de grandeza propios de la época soviética y como el resto del país una pátina de abandono que a los ojos de los rusos era lacerante. Abajo en el vestíbulo principal un policía con aire aburrido controlaba que nadie que no tuviera billete pudiera acceder al piso superior. Arriba un gran mural sobre la revolución, los trenes y las regiones desde las que se podía llegar saliendo de la estación, Voronezh, Tambov, Volvogrado, Astrakán, recorría el frontón del inmenso salón.

La primera vez que fui tuve la extraña sensación de haber retrocedido a la España de Franco y encontrarme frente a las gigantescas estatuas del Valle de los Caídos o al mural de la universidad laboral de Gijón. Hombres fornidos que abrazan enormes gavillas de trigo, mujeres resueltas que acarrean grandes banastas de verdura, tuercas y engranajes descomunales y al fondo una mina desde donde los obreros en camiseta y con casco extraen a la tierra lo que habrá que repartir de forma equitativa. Presididos por semejante representación, el salón de al menos cien metros de longitud está abarrotado por varias hileras de sillas de plástico bajo una luz mortecina que en algunas zonas es solo penumbra y al fondo brilla con especial fuerza una cafetería que muestra algunos bocadillos y refrescos.

Tengo ganas de ir al servicio y mi ruso apenas llega para saludar. Es evidente que todos me miran pues se reconoce mi procedencia extranjera y yo me procuro un sitio desde el que no sea fácil verme intimidado y no pierdo el control de la maleta ni un solo instante. Soy un espía y tengo una cierta sensación de miedo que hace que me parezca que todos los hombres allí planean algo contra mí. Respiro tres veces profundamente, evalúo lo que pasa y saco mi diccionario de bolsillo para intentar comunicarme con alguien y que me indique como encontrar los lavabos. Ya llevo un rato acostumbrándome al cirílico y después de leer todos los carteles que veo, ninguno me parece el que debería ser. No hay iconos de hombrecillos, mujeres, tenedores o similar así que no me queda más remedio que preguntar.

Esta decisión me llevará a conocer por pura casualidad a Luba, con sus vaqueros, sus botas de agua, el pelo negro y liso y unos ojos que iluminaban todo el salón. Estaba leyendo un libro y me pareció que siendo una mujer me sería fácil comunicarme con ella.


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Cuando hago las lentejas estofadas corto una patata en cuadraditos muy pequeños, pelo una zanahoria y la corto en rodajas, un buen trozo de cebolla muy picadito, y al menos medio pimiento verde, grande, en tiras que luego hago cuadrados. Pongo un poco de aceite y le añado todo lo que he preparado antes y además un diente de ajo entero, un pimiento rojo seco (me gusta echar unos que me trajo Ame de México) y una hoja del laurel que traje de Laredo y planté junto a la ventana de Serguey. Hago un sofrito con todo muy lento en la cazuela y cuando me parece que su olor es agradable, su aspecto tierno y el ajo lo he aplastado para que no aparezca en el plato, le añado las lentejas y agua abundante. Antes, cuando yo era pequeño, recuerdo que las lentejas se ponían a remojo por su sequedad, hoy no es necesario. Se puede añadir un chorizo y algo de tocino, pero sin ellos también están estupendas. Las cuezo a fuego muy lento (en mi cocina en un rango de 12 posibilidades las pongo al 5) durante una hora o más, depende de las lentejas, probando con una cuchara pequeña de vez en cuando y aprovechando para oír, por ejemplo, el Adagio en Sol menor del veneciano Albinoni, que es una música que acompaña plenamente a un estofado. Estofar o estufar, que se debería poder decir, es cocinar un guiso lentamente y tapado para que no pierda el aroma.

Cuando me parece que están tiernas y el caldo trabado, añado la sal y un poco de pimentón.

PS. Algunas dificultades

No se puede crear nada, aunque si es verdad que podemos reunir las partes suficientes de algo que parece ser. Parecer y ser se parecen, son palabras que nos traicionan y reflejan actitudes. Solamente aspiramos a poder crear cosas que parecen.


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Los optimistas siempre gozan de buena prensa, son admirados, elogiados: «es un hombre encantador, siempre está sonriente…», nadie se siente en la obligación de decirles que convendría que moderasen su actitud para hacerla algo más pegada a la realidad, aunque se excedan con tanto feeling positivo, nadie teme que esa manera de afrontar las dificultades pueda tener consecuencias indeseadas para ellos o para los demás; para los pesimistas, los tristes, la cosa es diferente y para mal.

Hay mucha gente que cree que lo hacemos a posta, que nos entristecemos por voluntad propia, para joder al resto de los mortales y menos mal que ahora la medicina ha conseguido redimir a nuestros extremos los deprimidos y el personal admite que su falta de ganas de vivir no es fingida, sino un sentimiento que se manifiesta físicamente.

Nadie quiere convivir con una persona que no es capaz de ver el lado positivo, con los que cuando tenemos suerte miramos para atrás y para arriba por si la cosa se tuerce, y es normal, lo saben los publicistas que siempre nos sacan gente guapa, delgada, feliz cuando tienen las cosas que nos quieren vender, lo saben los empresarios que prefieren jóvenes con espíritu emprendedor que mujeres u hombres con ojo crítico, es vox populi, pero para nosotros, para los que el más mínimo revés es un golpe definitivo, la sensación que tenemos es de ser tratados injustamente.

Algunos luchan contra esta exclusión social con fármacos y, que curioso, parece que no hay ningún fármaco para aquellos que se ríen de todo sin darse cuenta de lo que pasa realmente; yo no soy partidario y lo he hablado algunas veces con amigos consumidores, pero soy muy respetuoso y creo que cada uno debe tener el derecho de luchar contra este mal social como mejor pueda aunque haya quien opte por quitarse de en medio sin más y desoyendo las enseñanzas de la santa madre iglesia decida sin permiso de dios. Antes a estos ni los dejaban ser enterrados en los cementerios, que hasta aquí podríamos llegar, bien está que los aguantemos en vida, pero si atajan… que los aguanten en la otra los de su palo y luego están los que buscan «otros estados de consciencia» o dándole al vino o los más sofisticados con poderosos químicos.

Yo estoy por intentar quererme como soy, triste, depresivo y cada vez que veo el lado negro del futuro callármelo para que no me llamen agorero y procurar no molestar, ni poner malas caras, ni enfadarme más allá de la defensa propia, pero no es fácil dar el pego, hacerse de la secreta de los sentimientos, meterse en el armario, siempre algo de droga hay que tomar y mientras voy cortando amarras con las amistades y espero ese día en que vea como un amigo aconseja a otro: «lo que tienes que hacer es tener una actitud un poco más negativa, hombre, que luego la realidad es muy obstinada».


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Recordamos aquello que tiene interés para nosotros. Somos selectivos por necesidad, pero lo cierto es que todos los datos permanecen en nuestro cerebro casi siempre correctamente almacenados esperando esa utilidad. A veces una imagen hace saltar los códigos y hasta los olores se sienten de nuevo, por alguna razón revivimos esos datos y lo hacemos en forma de sensaciones, de sentimientos.

Soy una persona desmemoriada, de hecho me cuesta recordar los nombres de las personas que se me presentan en las reuniones sociales o laborales, así que he aprendido que lo que realmente me pasa es que me interesan poco. Sin embargo si he ido a un sitio lo reconozco, sé volver, lo ubico en mi gps mental, lo almaceno rodeado de la luz, la temperatura y sobre todo las sensaciones que tuve al visitarlo por primera vez. Recuerdo con una vividez asombrosa los sitios y sobre todo, las situaciones en las que las personas con quien estaba produjeron en mí, sentimientos fuertes, amor, odio. No guardo recuerdos en el sentido físico, no tengo cartas, ni regalos que me hicieran, no conservo los juguetes con los que crecí, como si fuera un nativo norteamericano de aquellos de las películas del oeste de por la tarde, tengo la sensación de haber pasado mi vida borrando el rastro tras de mí para no ser encontrado. Esa es la sensación de huir, de viajar sin maletas, de reconstruir la vida en otra parte, en otra ciudad, cambiar de nombre, de pasado, de historia y eso requiere que los rastros sean borrados concienzudamente.

Solo me queda en mi cabeza la historia fotografiada, oída, tocada. Está intacta. Es íntima y tiene enlazada en un hilo una a una las cuentas del collar de una historia.

Hace tiempo que no borro el rastro, ahora solo espero a que mis perseguidores den conmigo.


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La tarde transcurrió de manera inevitable. En aquella pequeña y destartalada habitación de un bloque inmenso de las afueras de Ivanovo, Luba permaneció callada durante horas y Román se quedó dormido en su regazo esperando que la nieve que iba cubriendo la calle parase de una maldita vez el tiempo.

Cuando ya casi anochecía ella le miró tan tiernamente como podía y por señas le apremió para que se vistiera. No había más tiempo ni más silencio que compartir y además el pequeño cuarto en breve estaría ocupado por sus moradores que estaban haciendo tiempo para dejar a la pareja pasar aquella tarde.

Minutos después se despedían junto a la parada del autobús y esa es la última vez que se vieron.

Ahora en medio del sinsentido de esta boda apresurada y absurda, con su copa de cava en la mano, alzada, los ojos de Luba surgieron de entre las burbujas como los vio desaparecer entre la nieve aquella noche y una lágrima se deslizó y fue recibida como muestra de emoción por todos, especialmente por la novia que le besó la mejilla.


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Hace mucho que decidí vivir con lo que tenía, si es poco, vivir con poco, si es mucho disfrutar de la abundancia y guardar para cuando la vida te golpea. En las relaciones personales aplico la misma norma. Siempre quiero el cielo, aspiro a lo máximo, deseo no recordarme como un cobarde, como alguien que no dijo lo que sentía, me gusta vivir con un pie al otro lado de lo cotidiano, me atrae el lado oscuro, la trasgresión, no creo que nada esté mal si el motor es el cariño, el amor, la amistad y la voluntad no es herir sino hacer feliz, pero sé que casi nada de esto es posible y casi todo resulta demasiado complejo como para vivirlo de una forma que no sea perturbador o que no se deteriore en el tiempo y además he comprendido que con el tiempo añoramos una vida tranquila que nos permita dormir sin preocupaciones. Tomo lo que se me ofrece y no pido nada, doy lo que se me pide y no apunto el saldo. Hasta ahora he salido perdiendo o por lo menos esa es mi sensación, aunque como buen ser humano seguramente mi mirada es egoísta y subjetiva, pero ya no quiero cambiar, me reconozco bien a mi mismo en esta actitud, me hace íntimamente feliz y además tengo la esperanza bíblica, yo que no soy creyente, que todo lo que doy me será devuelto cien veces.


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Decidido, con un ademán inconfundible de quien sabe que la única solución está en lo que se propone, el hombre de aspecto cuidado se acerca a la tapia de la estación, saca el espray, lo agita y comienza a pintar una línea recta, camina con el espray pulsado y la línea poco a poco se ondula con el vaivén de su brazo, con su caminar. Al cabo de unos metros el espray suena pero no es capaz de pintar, agotado su tinte. El hombre se aleja. Parece que piensa, mira la línea al principio recta y poco a poco más sinuosa y de cuando en vez observa el bote consumido y su dedo algo manchado con el exceso de pintura de la boquilla. Pasan los minutos y no ocurre nada. Finalmente tira el bote vacío y desmoralizado se aleja de su obra pensando que jamás entenderá lo que hay dentro de las cosas.


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