Francisco Molinero

1959-

Tengo la sensación de que las horas pasan con tal lentitud que es posible que estemos llegando al final de la expansión del universo y estemos a puntito de empezar su contracción y por lo tanto la vuelta atrás hasta llegar al big bang de nuevo. Debe ser solamente aburrimiento.

Te acompaño en el sentimiento es una fórmula tradicional para cuando acudimos al entierro o al velatorio. Hace poco una compañera me comentaba que había huido de tener que acudir a una cosa así por el embarazo que le producía la situación; es joven. Ley de vida. Con el tiempo nos vemos más en la tesitura de acudir, de abrazar a los amigos cuyos padres fallecen, conocidos o compañeros a los que transmitir las condolencias y en parte este acto es uno más del proceso de maduración. En mi época de concejal me tocó acudir a muchos. El roce con la muerte y los cementerios es parte del aprendizaje. He visto muchos muertos, más de los normales, creo yo, para un hombre de ciudad sin especiales connotaciones bélicas, pero por alguna razón, descontando los cadáveres de la universidad, tan fríos, tan muertos, tan cosificados, creo que mi ración de muertos es algo abultada. No era el tema, «Lo siento» suele ser la fórmula que utilizo con más asiduidad para demostrar mi cercanía, eso y preguntar sobre el ánimo ¿Cómo estás?. ¡Qué obviedad! En esos momentos tremendos en que el acompañado llora, siempre pienso en que una vez dicho debería acompañar, sensu estricto en el sentimiento, debería sentir el dolor, debería llorar o sentirme desconsolado. Muchas veces es así, otras no, la fórmula es cortés pero no es auténtica, esto lo ejemplificaba un buen amigo, ya fallecido, que contaba el chiste de quien en el velatorio siempre saludaba: le acompaño en el sentimiento y añadía: ¿quién se queda con la burra? Me despisto, de lo que quería hablar es de como enfrentarnos a ayudar a quien sufre o a quien nos parece que lo hace. Acompañar es buen camino, tocar fondo con él y luego salir a flote.


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Lo importante es invisible a los ojos. Este famosa frase de Saint Exupery llenó horas de reflexiones adolescentes de mi generación y apuesto que de algunas más. Ahora aparece en esos recopilatorios de adagios y frases célebres que intentan sintetizar un montón de conocimiento en pocas palabras y que en general resultan algo ripiosas. Esta y otra frase el problema que tienen es que tienen voluntad universal, esférica, cerrada y quieras que no lo de las certezas a lo bestia no siempre son lo mejor, ¡qué digo! casi siempre son lo peor. Hoy el mundo está delante de una dicotomía de esas que merecería la pena poder contestar con un «sí, pero» o un «no, si no es …» Las cosas no funcionan así y menos en política, así que hoy se acercarán con todos sus matices para cambiarlos por un blanco y negro sin fisuras y ahí no queda todo, luego los papeles y las tebés terminarán la jugada interpretando lo que querían los que mandan. Dios, cualquiera de ellos, nos pille confesados. Lo importante quedará oculto a los ojos tal y como vaticinaba «El Principito» y es verdad que a veces lo que es estructural, lo que define algo y sin lo cual no sería lo que es, no está. Le pasa a la sopa de ajo en contra de su alter ego la de cebolla. Le pasa al martini dry y le pasa a algunos edificios u obras de arte que solo se sostienen por una presencia sutil de lo que no se ve. A mi la sopa de ajo me la enseñó a hacer una compañera del trabajo con la que intercambiába recetas por email. Lo juro, la cosa no pasó de nivel y Pilar y yo compartíamos solamente el interés por conseguir que los demás, sentados a nuestra mesa fueran felices, si quiera mientras descubrían como habíamos sido capaces de disparar esos sentimientos con cosas tan sencillas. Ella era, es, Zamorana lo cual imprime cierto aire de exclusividad y además era un mujer voluminosa y según dice el tópico, por lo tanto amable. Sin tópico, Pilar era una mujer amable que decía que lo más importante de la sopa de ajo es que no haya ajo, así que ella utilizaba un buen aceite de oliva, que tuviera sabor por si mismo, no sé, con mucha arbequina, algo picante y rehogaba unas cabezas de ajo en él, despacio, sin demasiada prisa para que no se arrebaten y pongan ácida la esencia y ya está, lo sustancial estaba hecho, el carácter impreso, la estructura definida, ahora Pilar solo buscaba una presencia atractiva, que excitara para que entraran ganas de probar y eso lo conseguía cortando unas lajas finas, muy finas de pan duro que una vez retirados los ajos empapaba en el aceite al rescoldo de la lumbre y desde luego el color rojo que venía de añadir un buen pimentón de la Vera justo en el momento en que retiraba los finos tostones del fuego para que el pimiento no se quemara. Con semejante aliño y en un agua que ya debería estar cociendo terminaba el plato, esta vez si, a fuego intenso y hasta que el pan se hiciera nube añadiendo sal de a poquitos para no matar el sabor verdadero. Así me enseño la receta básica, la que no admite florituras como pequeños tacos de jamón, o chorizo, o ese huevo escalfado en cada plato de barro en el que se sirven estos caldos, pero es que ella además de Castellana, era huérfana de hospicio y eso, quieras que no, te termina haciendo austero y amante de un cierto concepto minimal. Yo he comido la sopa según su receta y para llegar al máximo con lo mínimo, que de eso se trata, pero nunca he hecho ascos a un concepto más barroco y más lucido con de todo. Creo que era Churchil quien decía que el dry martini se hacía enseñando a la ginebra una botella de vermouth llevando al paroxismo el concepto de la presencia sutil. Ahora los buenos barman hacen el dry martini con una mezcla de 10 a 1 a favor de la ginebra y con unas gotas de limón y en los años 60 lo hemos visto en esas películas estupendas servido en copa de cóctel con una aceituna; para Bond lo bueno era mezclarlo, no agitarlo y para mi lo importante, como no, es compartirlo, pero nunca antes de una sopa de ajo a la que si os vale mi sugerencia la entraría con un vino del priorato.


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A propósito del debate lingüístico en España, lectura recomendada de Identidades asesinas de Aminn Maalouf (Alianza editorial, Madrid 1999):

Todos estamos obligados a vivir —dice Maalouf— en un mundo que se parece muy poco al terruño del que venimos» La concepción tribal del hombre debe ser sustituida por la «mundialización». Cuando aparecen realidades nuevas, debemos reconsiderar nuestras actitudes, nuestros hábitos y, ayudados por la herramienta de la libertad, elegir el rumbo social de nuestra vida colectiva. A veces, cuando esas realidades se presentan con gran rapidez, nuestra mentalidad queda rezagada en prejuicios, alimentando complejos, en lugar de actitudes abiertas y «cabezas altas». «Si el hombre se siente obligado a elegir entre negarse a sí mismo y negar a los otros, estaremos formando legiones de locos sanguinarios, legiones de seres extraviados».


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Ahora sabemos que la vida no tiene sentido, antes eran ignorantes de esta máxima. Ahora sabemos que lo que hagamos no tiene un porqué ni una razón detrás y ni mucho menos tiene la previsión de un premio o un castigo, así que ya no tenemos justificación. Antes eran ignorantes y creían que los animales estaban puestos ahí con una finalidad. Ahora sabemos que nuestras obras responden solamente ante nuestro juicio íntimo y que este es tan subjetivo y voluble que nos puede juzgar inocentes o culpables con apenas 1 ppm de adrenalina en sangre, más o menos. Antes eran ignorantes sobre porqué las cosas ocurrían para mayor desgracia de la mayoría. Ahora sabemos que no hay un hilo conductor de la historia y que esta zigzaguea y se retuerce y se repite por mucho que la conozcamos y que la escriben los vencedores y que estos siempre son los mismos o sus hijos o los hijos de puta de sus hijos, por lo que nos llega sospechosamente clara. Antes no sabían casi nada de todo esto y por eso vivían con una cierta paz interior, ahora nos vamos acostumbrando a guardar el equilibrio con respecto al vacío, agarrados a nuestro propio delantal y solo nos redime la música y no siempre.


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Realmente debió ser la lectura de aquel anuncio de Andie MacDowel pidiendo, qué digo, exigiendo «¡Sé firme contra tus arrugas»! lo que acabó por desencajar a Ángela definitivamente. Aun fue más desolador comprobar que la MacDowell tenía 47 años, según rezaba en el propio anuncio, los mismos, exactamente los mismos que tenía Ángela y que sin embargo lucía una sonrisa perfecta en medio de un rostro que podía ser la envidia de mujeres mucho más jóvenes. Ángela pensó que se había equivocado absolutamente, no en parte, o en algunos temas como el matrimonio, o en no terminar sus estudios. La sensación era de fracaso total sin paliativos y por un instante creyó que todo aquel derrumbamiento podía haberse evitado si hubiese sido firme a tiempo contra sus arrugas. Esta es la tesis principal entre quienes estaban más cerca de ella, aunque otros menos allegados creían que haber sufrido un atraco en el cajero de la Bilbao Bizkaia Kutxa de Modesto Lafuente, justo una semana después de que al subir cargada de bolsas de Mercadona los cuatro pisos de su casa, comprobara con lógica desolación que algún desalmado, muy posiblemente extranjero, le había desvalijado su modesto piso, daban una explicación más plausible a todo el torbellino que se desató días más tarde. Yo me inclino por pensar que un cóctel letal de genética errónea y desequilibrio hormonal fueron las raíces que se hundieron como un Titánic del alma en el centro del comportamiento de Ángela. Finalmente, tanto da, Andie, la inseguridad o un predeterminado destino mortal provocaron el cambio más profundo y radical que todos cuantos la conocimos hubiéramos sido capaces de pronosticar y aquél 6 de octubre de 2002, en alguna parte, de manera silenciosa, ocurrió y nada, nadie volveríamos a ser iguales.


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Una de dos

Hasta cierto punto las cosas que nos pasan tienen sentido, están precedidas de nuestras decisiones, o se comportan como consecuencias lógicas de las circunstancias más cercanas y en algunos casos de influencias apenas perceptibles pero reales. No siempre lo parece, quiero decir que a veces la sensación que nos golpea tiene más que ver con el sentimiento de incredulidad, con la sorpresa de que lo que ocurre es inesperado, innecesario, inconsecuente. Me inclino a pensar que es una sensación debida a la falta de precisión. Dos puntos muy pequeños, separados por milésimas, por micras, a simple vista nos parecen uno solo. Así los hechos, acontecidos de golpe que parecen inconexos con lo que debiera ser, mirados al microscopio del análisis personal resultan conectados, evidentes, sencillamente consecuentes, solo que de vez en cuando, solo de vez en cuando, notamos un chasquido, no un ruido, sino más bien un temblor interior y durante una parte infinitésima de nuestra vida sentimos que el cordón de lo previsible se rompió y que por lo tanto el resto de la vida dependerá de otra lógica distinta, quizá más amable, pero a lo peor feroz y agresiva. Luego seguimos viviendo como si nada porque eso es la supervivencia, no tomar en serio ni lo que es, ni lo que lo parece.


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Me voy

Y me voy, con la secreta esperanza de que ocurra algo que lo cambie todo, que la vida me sorprenda abruptamente, sigilosamente, desordenadamente en cualquier puesta de sol frente al Atlántico, soñando con viajar o con huir o con nadar hasta perder la línea de la costa, mirando lejos, muy lejos, donde cuando miramos nos vemos reflejados en nosotros y nos reconocemos; me voy con la secreta esperanza de que el viaje no acabe, se prolongue, se eternice, se disuelva en un vivir de viaje, me voy como si dijera adiós, hasta nunca, escapo por la gatera, me escurro entre las sábanas, tus sábanas, me acurruco y espero lo inesperado, lo subversivo la hecatombe, un terremoto personal o de la tierra si fuera necesario, una riada, un vendaval insurgente, altivo que lo limpie todo, lo arrase, lo destruya y lo levante de nuevo, nuevo y nos sorprenda en silencio, con un golpe seco, con un beso húmedo con una caricia lenta, muy lenta como el mismo viaje que me lleva y me separa y me aleja y me acerca y me destruye y me reinventa, como el viaje a ninguna parte o a todas, me voy con la esperanza de no volver a irme nunca, de estarme quieto, pensativo, mirando a lo lejos frente al mar, donde cuando miramos nos vemos por dentro, o mirando al fuego una hora, otra hora, una noche tan larga como un día sin ti, como un viaje hacia dentro, a lo hondo, a lo oscuro, a lo que nos da miedo y nos atrae en un solo acto, a ti y a mí cuando hablamos sin decirnos lo que de verdad queremos, me voy en un viaje circular que me traerá a mi mismo o a vosotros o a ti si hubiera suerte o a ninguna parte, me voy pero no del todo, me voy dejando huella, marca y señales, me voy dejando miguitas de pan en el camino para poder volver, pinchando notas en la puerta, dejando rastros, imperceptibles, enormes, como palabras esculpidas, como los dedos de las estatuas que vi de pequeño, me voy esperando que me sigas y que me encuentres y que te pierdas y que llores la ausencia y la presencia reencontrada, reencarnada frente al Atlántico cuando el sol se levanta y lo descubre besando la orilla. Me voy para volver aunque no se a dónde ni por dónde, me voy con un pasito corto que me lleve lejos y me devuelva sano y salvo, íntegro, renovado, valiente, apuesto, afortunado, sonriente.


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Por mucho que se había esforzado con Tomás las cosas no habían salido bien. El problema era puramente el sexo, sin más. La falta de entendimiento había llegado a límites espeluznantes y lo peor, o lo mejor, lo más gracioso era que en su caso no tenía que ver con la eterna disputa sobre la frecuencia. Tenía que ver con el ritmo. Para Tomás nada como el sexo ralentizado al máximo y para Helena el orgasmo, los orgasmos, solo llegaban con un ritmo frenético.

Se veía venir y vino, así que para preparar el territorio árido de la despedida Helena recopiló todo lo necesario, 75 ml de aceite de oliva virgen, 1 cebolleta, 2 cucharadas de pistachos, 12 puerros gordos, sal, 2 tomates rojos y vinagre de Módena.

Mientras preparaba la cena pensaba en que solamente algunas veces habían conseguido la perfección, generalmente después de un arranque vibrante, enérgico, en el que ella alcanzaba el clímax para pasar a un segundo asalto lento, oriental en el que el reloj casi se detenía. Iba y venía transitando por estos y otros recuerdos mientras limpiaba los puerros, dejando solo la parte blanca y los lavaba procurando eliminar toda la tierra que traían. Los puso en el cesto de bambú cortados y en ramos de tres en tres que había atado con unas finas tiras de puerro sacadas de las hojas verdes del exterior y puso el cesto sobre el vapor de una olla en la que cocían un diente de ajo y el resto de los puerros limpios.

Se acordó entonces de la manía de Tomás por las felaciones y de que a ella no siempre le apetecía.

Una vez cocidos, los dejó enfriar y en un recipiente mezcló la sal con el vinagre y el aceite, le añadió los pistachos, la cebolleta picada y el tomate pelado, sin semillas y cortado en daditos pequeños.

Estaba decidida, solo compañía con el mismo ritmo, el mismo gusto, las mismas aficiones relativas a la piel. Colocó los ramos de puerro en el plato, añadió la vinagreta y una ensalada de pimientos rojos templados para que Tomás se sintiera tranquilo. Lo que le esperaba necesitaba un comienzo realmente sorprendente.


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Tortilla de cebolla

Hay veces que el ánimo no está para muchos trotes, sea por lucidez o simplemente porque todo tiene un límite. Sea la causa la que dios quiera, lo mejor en ese caso es hacerse con media cebolla, un par de huevos, un poco de aceite de oliva y sal.

Con estas armas y aprovechando la situación pelamos la cebolla lo que nos permitirá llorar un rato con disculpa incluida, la lavamos bien y la cortamos en trozos pequeños. A partir de aquí todo es cuesta abajo; se fríe la cebolla en una sartén a fuego muy lento y mientras batimos en un cuenco los dos huevos. Yo prefiero batir primero las claras y luego las yemas, pero si el ánimo no da para tanto, basta batir todo junto. Cuando la cebolla esté blandita, hay que escurrir el aceite y añadir los huevos, dejar que se cuajen y se doren por un lado y luego darle la vuelta o como si fuera «a la francesa» doblarla sobre si misma, envolverla. A mi me gusta tomarla con un vasito de vino tinto, si puede ser de la Rioja baja, mejor.

Tortilla de queso (II)

Se puede variar, tomar un rumbo nuevo aunque tenga aspectos que ya conocíamos, modificar algunas cosas, basarse en lo conocido para no repetirlo, para eso tomamos dos huevos y los batimos en un cuenco añadiendo un poquito de perejil, un poquito de orégano y una pizca de sal. Ponemos en una sartén mediana un poco de aceite y lo calentamos hasta que empiece a humear, si la sartén es buena, antiadherente es mejor quitar el aceite sobrante y echar la mezcla directamente hasta que cubra toda la sartén. Aquí viene el momento difícil, en el que hay que dejar cuajar la mezcla unos minutos y colocar un par de lonchas de queso en uno de los lados de la superficie de la masa, luego con cuidado doblamos la otra mitad del huevo cuajado encima del queso. Ya casi está, le damos una vuelta para que el queso se derrita y lo servimos en el plato, si es posible con un poco de pisto. Al principio nos costará acostumbrarnos al cambio, después será rutina.

Tortilla de atún (III-fin de la trilogía)

Tres son las patas sobre las que se sostiene en perfecto equilibrio una mesa, un taburete, la deidad y muchos matrimonios. Tres han sido mis regalos para las noches solitarias, las cenas en compañía de tus propios barruntos. Tres opciones para que al menos el cuerpo se sienta bien, tres manías personales, tres recuerdos.

En un cuenco se pone el atún desmenuzado, perejil picado, las yemas, y se añade un poco de sal y pimienta y se bate hasta que todo esté ligado. En otro cuenco se baten las claras a punto de nieve y se incorporan a la mezcla anterior muy despacio. Lo demás ya lo sabemos, una sartén con aceite de oliva que se caliente y se retira, poner la mezcla y esperar pacientemente a que se cuaje para poder envolverla o darle la vuelta, según nos guste.

(Homenaje al libro Sostiene Pereira, 1994 Antonio Tabuchi)


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Un universo complejo

Recientemente me he enterado de que existen infinitos universos y que esto es cosa común entre los físicos, que andan tan atareados midiendo el tamaño de las once dimensiones, -¡Sí, once!–, existentes, que no han tenido tiempo en explicarnos a los mortales semejante noticia. Ya sé yo, que tú, lector silencioso ya te olías algo así y que esta revelación mía ni te sorprende ni ten conmueve. Nada más lejos de mi intención. Ni sorpresa, ni conmoción. La noticia puede que ahora mismo sea vieja y un físico del MIT ya sepa que alguna de las infinitas Branas entre las que se creó el Big Bang es sensiblemente parecida a la nuestra, con su característica forma globulosa y que aunque no podamos visitarla por no disponer de la adecuada herramienta interbránica, existe de manera autónoma a nosotros mismos. La realidad es tan tozuda que lo es.

«El conocimiento se comparte, no se vende» y los físicos están en deuda, como los psiquiatras que hace tiempo que saben que el viaje interior, la reflexión sobre el yo es tan estéril como las plataneras en el Guadarrama. Nada que no dependa de pequeñas cantidades de hormonas, algunas moléculas como el cloro o del perfecto recubrimiento de grasa del axón de una neurona, es nuestra propia definición del yo íntimo. A Johari le faltó la ventana del yo químico para cuadrar el círculo o una de esas once pequeñas dimensiones en las que vivimos en absoluta ignorancia.

Claro que luego está lo del día a día, la pequeña y babosa miseria de quien con el poder que la vida le ha dado ejerce de reyezuelo. Él tampoco sabe que hay más branas y que su ira y su miedo, caras de su personalidad, tienen que ver con la testosterona y yo, mientras, me quedo pensando en que cada vez que asimilo un libro, como lo fue De la tierra plana a los quasars de Asimov o más recientemente El universo Elegante de Brian Green pierdo paso con ellos, los que saben.

Algún ocurrente dice que el colisionador de hadrones es el mayor microscopio jamás construido y el mayor telescopio de la humanidad.

La pena es que lo mismo está mirando al sitio equivocado.


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