El amor se sirve en platos de barro
A Irishka le hacía falta tiempo para poder pensar con claridad y encontrar en el mercado tripas de vaca había sido una coincidencia tranquilizadora. Después de la escapada de Sasha el mundo se había hundido bajo sus pies y salvo el ajetreo propio del trabajo nada había conseguido sacarle de su depresión. Limpió con cuidado y ayudada de un limón los callos y rebuscó en su memoria la receta que su amigo Daniel le explicara en aquella velada fascinante hace años en su escondrijo de Tiblisi. Puso agua fría en el puchero y una cabeza de ajos entera sin pelar, echó unos leños al fuego añadió sal suficiente y esperó el primer hervor del cocido para cambiar el agua. La verdad solo es necesaria a quien beneficia, eso le había dicho su amiga Tania cuando hablaban de lo que había pasado y ella no terminaba de estar convencida; lo mejor hubiera sido aclararse personalmente antes de tomar cualquier decisión y no involucrar a tantas personas que ahora sufrían por su culpa. Los callos cocían dejando que el tiempo les adelantara mientras Iriska freía distraídamente unos trozos de jamón y chorizo que había recibido de Dani meses atrás. La primera vez que comió callos tuvo que vencer la repugnancia de su procedencia y el tacto meloso en la boca, después este plato siempre le traía a su cabeza los momentos más intensos de su lucha política y le recordaba a España sin que nunca hubiera estado allí. A veces cuando se sentía apenada los cocinaba como si fuera un conjuro contra la tristeza y los cielos plomizos de su país y sentía que era la rusa que mejor cocinaba este plato al este del Volga. Con Dani había compartido todo menos su cama y le debía algunos de los trucos de supervivencia que más había utilizado en su agitada vida de revolucionaria anarquista. Peló y troceó en pequeñas porciones media cebolla y la doró en el aceite que quedó de freír el chorizo, doró allí mismo dos cucharadas de pan rallado para después añadir un par de tomates triturados y mientras daba vueltas al sofrito se puso a pensar con que frialdad había descrito Tania la situación, incluso cuando la espetó si no recordaba cuando ella había estado locamente enamorada alguna vez, la duda de Tania le pareció más una precaución que la búsqueda del recuerdo. No culpaba a nadie, salvo a si misma, de la falta de decisión en el amor que contrastaba con su arrojo en el resto de su vida, tres horas después de empezar a cocer, retiró los callos del fuego, comprobó que estaban suficientemente blandos y añadió a su sofrito tres pimientos rojos secos. Lamentó que no le quedara algo de pimentón picante y añadió un poco del caldo con el que había cocido la carne.
Debía haber dado el paso y pedirle a Sasha que viviera con ella. Ahora ya no tenía remedio y el había puesto tierra de por medio y como le recordara Tania, los hombres son más inconscientes, impulsivos, no piensan en las consecuencias, lo que quieren lo piden, lo toman, lo roban y las mujeres piensan en el futuro cuando deciden. El apaño había cocido durante unos minutos y entonces lo añadió al resto del agua con los callos y puso todo a hervir de nuevo, muy lentamente, hasta que apareciese ese caldo trabado, untuoso cuyo olor le transportaba tan fácilmente a tiempos mejores.
Dani siempre le advirtió que este plato es peligroso, quien lo come y le gusta no lo olvida jamás y si las fuerzas fallan, la nieve cae día tras día y parece que el mundo se fuera a derrumbar tan despacio que pudiéramos ver nuestra propia ruina, resultan un remedio infalible, sobre todo si se han cocido suficiente; deben estar blandos y han de servirse en platos de barro para que se cumpla el adagio que le gustaba repetir a Dani. «Los callos son como el amor, solo se pueden comer calientes».
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