Serbia desde lejos
Ivana Gligorievicj me mataría si viera como he escrito su apellido, claro que estaríamos en paz porque ella recuerda como los aviones de la OTAN estuvieron a punto de matarla durante los bombardeos sobre Yugoslavia, ahora Serbia. Se fue de su país a buscarse la vida y luego de pasar una buena temporada en Suiza casarse y divorciarse, terminó casándose en segundas nupcias con un español y viviendo en mi pueblo. Ivana era una compañera de trabajo y entonces en pleno embarazo disfrutó cocinando para nosotros la comida de fiesta de su pueblo.
La cita fue a las diez de la mañana pues yo quería ver como se organizaba una fiesta serbia, así que hubo que ir amenizando la mañana con dulces locales, café y a partir de cierta hora con vasitos de rakia de 18 años que su padre le manda en cuanto tiene ocasión. Se veía venir que lo que guisábamos era para un regimiento y nosotros solamente íbamos a ser cinco. Los dulces que llaman Baklaba estaban ya preparados del día anterior y bañados en sirope, perfectamente envueltos en forma de triángulo con un pan de pita extremadamente delgado, rellenos de nueces y cuando llegué, en la olla cocía un sofrito de puerro, ajo y cebolla donde sin previo aviso y sin remojar puso un kilo de judías blancas para que fueran perdiendo dureza. En otra olla, con abundante agua, vinagre, aceite y sal y metió entero un repollo con el tallo hacia arriba, de forma que cuando las hojas se iban reblandeciendo las cortaba y las separaba en una fuente. Deshojada la enorme col y mientras las judías poco a poco se iban cociendo con los correspondientes añadidos de agua caliente para que no se quedaran secas, en un bol amasó cerca de medio kilo de harina que dejó reposar cubierto con un paño. «Este es pan por si visitas inesperadas» aclaró, para que no esperáramos una hermosa baguete o una pieza de repostería fina. La mezcla era clásica, con levadura, aceite y sal y por lo que vi más adelante solo la hizo subir una vez.
Tres enormes cebollas, más puerro, zanahorias, ajos y algo de tomate, quiero recordar, se fueron enpochando en una cazuela donde una vez doradas, se añadió un kilo de carne picada, mitad de vaca, mitad de cerdo, algo de caldo y tres puñados generosos de arroz. La masa, frita y al final algo cocida sería el relleno de nuestras hojas de repollo. Lo dejó reposar, sacó una cacerola y envolvió algo más de una cucharada de carne en cada hoja de repollo procurando que fueran iguales, pues eso “distingue una buena mujer de su casa”, y escurriendo el caldo que llevaban las fue depositando ordenadamente y entre capa y capa añadió unos huesos de jamón. Tapó todo con dos o tres hojas más de verdura y le puso un plato encima a modo de peso para sacar el caldo a fuego medio durante casi media hora.
Terminó lo que para mi ya eran unas judías blancas con verdura, casi secas y las empezó a extender en una bandeja de horno rociándolas a cada capa con un sofrito de abundante aceite y pimentón. Metió las judías al horno y calculando el tiempo se apresuró a estirar la masa de pan que fue untando en mantequilla y envolviendo como si fuera a hacer un hojaldre, una y otra vez, siendo de cada tanda cada vez más generosa con la grasa y envolviendo la cocina de ese olor que tienen las croisanteries francesas. Con las judías horneadas, la Sarma (que así se llama la carne envuelta en repollo) cocida y el pan recién sacado del horno Ivana nos acercó a su tierra de la que tiene nostalgia, nos contó como eran las bodas, como los vecinos y familiares se ayudan en la cocina unos a otros y salvo porque no tuvimos música adecuada y no hubo cordero ni cochinillo (en serbia esto hubiera sido imperdonable), a mi me dio la sensación de que estaba feliz y por eso fue una comida maravillosa.
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