Francisco Molinero

1959-

Orten Lewis camina despacio, con cuidado de no resbalar y caerse en medio del parque ante la mirada del resto de paseantes. Se le nota que no está habituado a andar sobre un camino helado en el que unas mujeres encorvadas, muy de mañana, han vertido una mezcla rojiza de arena y sal. Aparentando seguridad, aplomo, bajo un cielo que se acerca tanto a la tierra que apenas deja sitio a las personas, Orten no sabe que su condición de extranjero va a ser fundamental para salvar la vida del pequeño Yuri, pero es que la vida se dispara o se detiene sin que nada nos avise de sus razones.


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Arroz caldoso (Términos imaginarios)

Como en el caso del arroz a la paella, hay tantas variedades para el arroz caldoso como imaginación tenga el cocinero

Lo primero que tenemos que hacer es un caldo de pescado. Una cabeza de merluza, o algo de rape o una aleta de raya… cebolla, zanahoria, un puerro, laurel, perejil, una ñora y a cocer media hora.

Necesitaremos una docena de gambones, una sepia bien limpia que cortaremos en trozos pequeños

Picamos muy finamente una cebolla tierna, un pimiento verde, medio pimiento rojo, dos tomates y cuatro dientes de ajo.

Haciendo esto me he acordado de cierto conocimiento innecesario que aprendí cuando quería ser médico: «La Anatomía es la ciencia de las estructuras del cuerpo. Las describe y demuestra su organización, expone su disposición recíproca o estudia las relaciones entre las formas y las funciones. Una descripción anatómica precisa comprender cierto número de datos físicos que informan sobre dimensiones, peso color y consistencia del órgano considerado; la forma se describe mediante su comparación con otras formas conocidas, geométricas como la pirámide o la esfera, o las observadas en la naturaleza: luna, árbol, hoja. Por esto los términos anatómicos con frecuencia son imaginarios: cabezas para las extremidades redondeadas, cuellos para las partes estranguladas, surco, tuberosidad, eminencias, discos, nervaduras, etc.» (H Rouviere. Anatomía Humana)

Retiramos la ñora que teníamos en el caldo de pescado y la ponemos en un mortero con unos granos de pimienta roja, azafrán y sal gorda y lo majamos todo, después ponemos un poco de caldo en el mortero y reservamos el contenido.

Yo he usado una olla de barro para hacer todo; con el fuego fuerte, incorporamos el pimiento rojo y el verde a un fondo de aceite de oliva. Cuando veamos que empieza a dorarse, bajamos el fuego y añadimos la cebolla y el ajo, sofreímos un par de minutos. Ponemos entonces los trozos de sepia. Subimos el fuego y removemos continuamente. Añadimos el tomate, salpimentamos, añadimos tomillo y removemos hasta que se haga el sofrito otros cinco minutos. Hay que vigilar que no se nos pegue.

Echamos el arroz, lo removemos bien para que se mezcle con el sofrito y añadimos el caldo de pescado, al menos en una proporción de una parte de arroz por tres de caldo.

A partir del momento en que ponemos el arroz, debemos moverlo continuamente pero despacio, para que vaya soltando la albúmina y es el momento de añadir el contenido del mortero. Necesitamos que se quede un punto meloso. El arroz estará listo en unos 25 minutos, pero hay que tener cuidado, si usamos barro tendremos que retirarlo antes pues seguirá cociendo unos minutos más.

En ese momento añadimos los gambones y medio kilo de almejas bien limpias. Cuando éstas se abran, el plato estará listo.


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Lo normal es para muchas personas acordarse del primer amor, del primer beso, esas cosas que luego se recuerdan con fervor. Yo tengo fuertes recuerdos de mis primeros libros conscientes, quiero decir leídos por mi voluntad y que me dejaron marcado. El primero, el que me dejo sin virginidad intelectual me lo regaló mi tía María Luisa. María Luisa pintaba y cuidaba de su madre, la tía Ascensión, alcarreña de pro, hermana de mi abuela Paca. María Luisa pintaba porque era la querida del maestro Quiroga y nunca tuvo que trabajar, así que se dedicaba a la pintura en su pequeño piso de la avenida de Portugal donde cuidaba de su madre y me imagino que del maestro cuando este requería de una compañía amable. María Luisa era una tía encantadora, soltera y amante de su madre, que de vez en cuando venía a visitarnos y que un día, no recuerdo bien con qué motivo, me trajo el libro Monte Cassino de Sven Hassel. Mi tía María Luisa, pintaba y cuidaba de su madre y del maestro pero estoy seguro que nunca leyó aquél libro filo nazi que exaltaba los desmanes de una patrulla del ejercito de Hitler en Italia. Menos mal que María Luisa nunca leyó el libro y me lo regaló sin censura, permitiéndome chocar de la manera más brusca que yo recuerdo con una novela de guerra. Nunca olvidaré ese libro y la sensación que me produjo su lectura. Luego vinieron muchos otros y entre ellos las historias de cronopios y famas de Cortázar. Cortázar se grabó en mi cerebro a fuego y una de sus historias relata como un cronopio va a entrar en su casa y al meter la mano en el bolsillo comprueba que allí donde debían estar las llaves hay otra cosa y que el mundo apenas se ha movido un poco, pero lo suficiente para que nada este donde debía y se desconsuela y llora. Hoy he realizado una llamada y al otro lado ha salido una voz que no esperaba, y como aquél cronopio he tenido la amarga sensación de que el mundo se había movido sutil y pavorosamente tan solo lo suficiente para hacerme incompresible la realidad. Ahora que me doy cuenta mi tía María Luisa ha aparecido en este blog y quizá hubiera merecido una mención especial y no una cita colateral sobre un libro. Os hablaré de ella en algún momento, y de mi tía Concha que vivió 20 años en Londres y que me traía discos de Hengelbert Humperding y que murió sola y hablando bajito, como si estuviera siendo espiada, con su misérrima pensión española que se comparaba mal con la que los ingleses le mandaban en libras esterlinas y que a ella siempre le parecía mejor. Antes teníamos muchas tías solteras y nos parecía normal, ahora sé que aquellas mujeres, casi todas, habían vivido un infierno.


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Ilia había pensado cientos de veces que algún día no tendría más remedio que hacer lo que iba a hacer. Lo que nunca había pasado por su cabeza era que los motivos no fuesen heroicos o al menos que tuvieran alguna justificación más allá de las meramente personales y desde luego el recurso al destino como guía inexorable de nuestros actos. Se quitó un guante el tiempo absolutamente necesario para sacar un cigarrillo, llevárselo a la boca y encenderlo y durante un instante miró a través de la cortina de humo de su primera bocanada hacia la entrada del número 7 de la calle Bunina junto a la estación de tren. No se movía nada ni nadie como venía ocurriendo desde que se apostara al refugio de la obscuridad que le proporcionaba la escasa luz de la única farola que funcionaba en aquella callejuela. Entre el frío y la tristeza su mente viajó hasta la piel de Luba justo unos días antes de que se diera cuenta de su situación. Entre las mantas de aquella casucha de madera en las afueras de Obninsk. Ilia supo que después de aquel encuentro con Luba su vida entraría en una espiral frenética como así había sido. Por un instante pensó que no había merecido la pena pero su espalda se erizó como un gato cuando recordó el tacto tibio de aquellos labios de Luba en su boca. Una ráfaga de nieve le hizo estremecerse levemente y de paso le recordó que la Makarov seguía allí junto a su pecho lista para acabar de una vez por todas con la pesadilla de Luba y seguramente con su propio futuro. Alguien se acercaba dando tumbos desde el principio de la calle; seguramente era Gorodin y lo que para cualquiera hubiera sido un sobresalto, un ataque de ansiedad para Ilia era una liberación. Tiró lo que quedaba del cigarrillo, lo aplastó con su bota, esperó unos instantes hasta comprobar que era Yuri y no otro y en apenas cuatro pasos se plantó delante de el con la mano dentro del abrigo y el dedo listo para acabar con todo. Hola Ilia. Hola Yuri, me alegro de verte. Yo no. Es normal pero tu sabes que esto terminaría pasando. Si lo sabía, y durante meses recé para que no fueras tú. Pues ya lo ves. ¿La quieres?-Le miró a los ojos y no esperó su respuesta. Hazlo rápido. Ilia no había perdido la frialdad con la que vivió sus meses de primera línea en Chechenia cuando matar había llegado a ser cotidiano, Con su brazo derecho abrazó a Yuri, y mientras le besaba un ruido seco salió del cañón de la Makarov y todo había terminado. Volvió a poner la pistola en su funda y notó el calor del disparo bajo su brazo.


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En la lista de fallecidos ayer en Madrid no aparezco, lo he leído en el periódico. Es buena señal y además previsible porque ayer no estuve en Madrid así que de haber muerto no aparecería en esa lista. Quizá en otra. Aunque también es posible que no todas las ciudades y los pueblos publiquen sus listas de fallecidos y de haber muerto en alguno de estos lugares mi nombre no aparecería a título póstumo en ningún periódico. No hay más vueltas que dar, estoy vivo, lo dice el periódico y mañana me tengo que reintegrar al trabajo así que no conviene enredarse en un quítame allá esa vida y sí empezar a pensar cual es el propósito para el nuevo ciclo. ¿Resistencia, -no pasarán- o una táctica agresiva que descoloque al enemigo? Tengo que revisar las ofertas de fascículos de este otoño y me quedo pensando en el aserto de Jose que calcula las primaveras que le quedan para ver fructificar sus cosechas y que empiezan a parecerle escasas. Cronos nos devora como hijos suyos que somos


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Necesito una victoria, resarcirme de la mala racha, triunfar, un éxito rotundo, un golpe de fortuna y lo necesito rápido, antes que la moral se derrumbe, antes que la ceja tantas veces golpeada se rompa y sangre y el árbitro enérgicamente detenga la pelea. Necesito una victoria, más que comer, como el ludópata necesita ese número esquivo, necesito ganar para sentirme con vida, para que no me parezca que casi todo fue un error y que el rosario de las equivocaciones era fatídico. Necesito una victoria, aunque sea después de muerto, como inventan los falsos historiadores sobre el Cid en su caballo sobre las ordas de infieles. O eso, o que alguien me ayude con las heridas, me pase el tubo por la nariz para despejar mi abotargada mente, necesito que alguna mano, da igual de quien, me acerque un algodón empapado a la brecha que nubla mi vista de rojo. Necesito una victoria o que la derrota final no me pille solo.


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Se te va la fuerza por la boca. No es verdad. Se me va la fuerza por cada poro. Estoy cansado, aburrido, peor aun, descreído ¿Por eso no aprestaste el gatillo? Puede ser. ¿Puede ser? Ni siquiera en esa actitud te reconozco. Tenemos que hacer algo o te van a terminar pegando un tiro o abriéndote la garganta con una hoja roñosa. Te lo agradezco, Jonás, de corazón, pero ya es tarde. Los dos sabemos que la primera duda es el aviso final. ¡No jodas! Estamos hablando de ciclos. De ciclos no. No te engañes, se trata de una línea continua, una línea tenue con su principio y su final y sobre todo con sus pendientes. Nada se repite y sólo hay que estar atento a uno mismo para saber cuando la línea ha tomado decididamente la cuesta abajo. Estos se arregla con un par de cervezas. Eres incansable. Esto no se arregla. lo dejo. Sabes que no puedes decirme eso. Ya lo sé. Sabes que al final me va a tocar a mi arreglar este marrón. Lo sé. Y arreglar significa quitarte de en medio. Lo sé. Lo he sabido siempre. Entonces ¿por qué te empeñas? Déjalo, vamos a por esas cervezas y lo que venga.


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Entre tanto silencio se había colado su conversación de manera imperceptible. Al cabo de unos días era una más y al final del curso casi no se podía vivir en aquella casa sin su presencia, su charla animada, su sonrisa mañanera. Todos de una u otra manera nos enamoramos de ella y cuando aquél policía la quebró el cuello extendió una sombra muy densa en nuestros corazones.

Yo tuve la suerte de compartir un viaje a Louisiana, según me dijo a buscar un verdadero trompetista y en medio de la locura que suponía ir con una mujer que irradiaba simpatía allí donde paraba, hablamos durante horas de todo y de todos, de la vida, del amor, del sexo y de como hacer una buena masa de pizza.

Cuando recogí su cuerpo ensangrentado del suelo no lloré, ni siquiera sentí nada salvo su sangre caliente chorreando por mi antebrazo. Después no he dejado de llorar nunca, a veces hasta que la garganta me dolía y cuando en una reunión de amigos se hacía el silencio yo tenía la sensación de que ella me miraba.

Ahora sé que sigo enamorado y aunque he reorganizado mi vida tal y como todos esperaban, cuando mi mujer me acaricia, los ojos se me humedecen


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Hola, me han dicho que has vuelto de Rusia. Si, hace un par de días. Pensaba haberte llamado. Bueno, me he adelantado, espero que no te importe. Me ha podido la ansiedad de oír tu voz de nuevo. No sé ¿Qué es lo que no sabes? No sé si emocionarme o asustarme. Mi voz. No solo tu voz, tengo tu olor en mi cabeza desde la última vez. ¿Sigues ahí? Si, si, perdona, me he quedado noqueado. Me debes una invitación. Es verdad y ya se lo que voy a cocinar. No es importante. Cualquier cosa seguro que sirve si la haces tu. No lo creo. Hazme caso, yo solamente quiero acariciar tu cabeza cuando la pones en mi regazo. El martes a mediodía te espero. No faltaré.

Nada más colgar el teléfono Román empezó a notar como su cabeza empezaba a girar sin control, la receta de las patatas a la importancia se hacía con todo el espacio y se repetía como una letanía, como un mantra sexual y sin querer empezó a cocinar en su mente; Las patatas cortadas en rodajas anchas, casi de un dedo para luego salarlas y rebozarlas con huevo y harina. La imagen de una sartén amplia y bien llena de aceite se aparecía entre el resto de las preocupaciones diarias y en ella las patatas rebozadas se iban dorando muy lentamente. Pensó en los huevos fritos y recordó la frase que Miranda dijo la primera vez que los comió: «Me gusta sobre todo el pan para rebañar, sacia los sentidos.» Ese era el objetivo, colmar, rebosar, llenar el vaso del placer hasta el borde. Vueltas y vueltas, las imágenes de las patatas bien doradas y retiradas en una besuguera amplia donde solamente había una capa empezaba a tomar cuerpo. Solo faltaba dorar una cebolla muy despacito en el aceite y añadirle un majado de ajo con unas hebras de azafrán y una cucharada de harina y una vez trabado, pasar todo por un colador y cubrir las patatas de la besuguera con el caldo para que cuezan media hora por lo menos. Por fin se pudo dormir, eran más de las cuatro de la madrugada y en la mesa de su imaginación se podían ver dos platos grandes, cada uno de ellos con un par de huevos fritos, ligeramente dorados y de yemas deseando reventar, acompañados de unas exquisitas patatas rebozadas que desprendían un olor a azafrán imposible de resistir. El buen sexo estaba garantizado.


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Virginia es amiga mía. Trabajaba en una pequeña compañía de seguros que fue comprada por otra que ha sido comprada por otra, en esta carrera por comerse al pez chico, que tienen las multinacionales de lo que sea. Virginia lleva un montón de años en esa empresa y aunque no la he visto trabajar, conociéndola, yo creo que dejando mes a mes su plusvalía en manos del capital. Ya sé, ya sé que esto suena antiguo, pero no se me ocurre como mejor explicarlo. En la última compra, la nueva empresa ha ido trasladando a los empleados o tendiéndoles puentes de plata hacia el paro. A ella ni lo uno ni lo otro. Virginia está trabajando entre cajas de mudanzas, sola en su despacho, con la sensación de que algún día cerrarán la puerta y la olvidarán dentro. A Virginia nadie le dice nada mientras la empresa se vacía y el polvo se adueña de las mesas. Virginia es para mi la fragilidad. Así la recuerdo, así la sueño y así la veo y me la imagino sola, triste y maltratada por unos empresarios que hacen gala de una inhumanidad merecedora de un castigo ejemplar. Por eso cuando Virginia me cuenta lo que le pasa se le saltan las lágrimas y a mi se me cierra el puño.


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