Francisco Molinero

1959-

Esta vez el viaje, que normalmente resultaba sencillo, se habría de complicar. Román pertenecía a un grupo muy especial de agentes secretos que trabajaban al margen de la nómina habitual. Apenas 10 ó 12 personas en todo el país estaban en esta sección sin contacto con otros funcionarios y recibiendo solamente órdenes de un supervisor que era distinto para cada uno de ellos. Lejos del estereotipo del espía, Román jamás llevó armas y sus misiones por lo general no exigían de él un valor fuera de lo común ni siquiera unas condiciones físicas extraordinarias que le permitieran luchar contra los malos en interminables peleas dentro de fábricas abandonadas. Todo era más prosaico como suele ocurrir en la vida fuera del celuloide. Este grupo de agentes tenía como única misión servir de enlace para enviar y recibir mensajes entre los servicios de seguridad de los distintos países, al margen de cualquier sistema mecánico o electrónico. Le llamaban los palomos en alusión a la antigua costumbre de utilizar a estos animales para el correo.

Cuando los servicios secretos de un país querían entrar en contacto con otro de forma muy privada, enviaban un palomo al otro país o a veces a un tercero que se reunía con alguien y le transmitía el mensaje, siempre de viva voz.

La vida de los palomos era casi normal, trabajaban o vivían de sus negocios y solamente tenían un rasgo común, debido a sus ocupaciones necesitaban viajar al extranjero con cierta frecuencia. La agencia se encargaba de que sus problemas laborales o empresariales no interfirieran ni comprometieran sus misiones, les remuneraba generosamente y les pedía a cambio muy pocas cosas:

Que no revelaran su condición absolutamente a nadie y esto incluía familiares, amigos o conocidos, bajo ninguna circunstancia y que no revelaran salvo a su supervisor el contenido del mensaje. Que aprendieran inglés a la perfección y generalmente otro idioma que dependía de la zona de intercambio que cubrían como el ruso, el chino, el árabe o el swahili y que los contactos con los palomos de las otras agencias se limitasen estrictamente al trabajo sin otro intercambio que el objetivo de su viaje y sin más referencias.

Esta última condición que al principio resultó algo extraña a Román, se reveló como comprensible cuando descubrió que algunos de sus colegas de otros países eran mujeres. Las agencias querían evitar a toda costa que se entablara cualquier tipo de relación, que pudiera poner en peligro el sistema.

Los palomos gozaban de autonomía en sus misiones, salvo para los mecanismos de contacto que se definían con gran precisión en el tiempo y el espacio con un estricto protocolo. Cuando surgía una misión, cada uno recibía la orden de su supervisor de preparar un viaje a tal o cual país y a tal o cual ciudad, en unas fechas dadas y con una duración que solía ser de entre cuatro y quince días. Una vez en el país recibían la información del primer contacto, que consistía en un lugar , una fecha y una hora exacta donde encontrarían a su colega y si el intercambio resultaba fallido recibirían una segunda tanda de datos que permitiera un segundo contacto. Si tenían la menor sospecha de estar siendo vigilados, seguidos o controlados debían abandonar la misión y regresar a España después de terminar su viaje de negocios o trabajo con normalidad.

Muchos de ellos no recibían encomiendas durante meses e incluso años y en gran número de ocasiones los mensajes transmitidos resultaban ininteligibles para ellos mismos pues eran crípticos para evitar que el mensajero fuera consciente de lo que transmitía.

Román cubría los países de lo que se llamó el telón de acero, en especial Rusia y sus antiguas repúblicas, así que conocía el idioma a la perfección, lo hablaba con fluidez y su trabajo en una empresa de ingeniería le permitía viajar sin levantar sospechas con facilidad a cualquiera de estos países. Allí conoció en 1985 a Luba con quién cruzaría la línea y con la que mantuvo una relación de unas horas, que sin embargo le marcaría por años.

El objetivo una vez más era Rusia, y una vez allí alojado en el Novotel del aeropuerto de Cheremetievo recibió el encargo de dirigirse a la ciudad de Voronezh y de estar el jueves 10 de noviembre de 2005 a las 13:35 junto a la estatua de Platonov, así que una vez más se dirigió a la estación Paveleskaya para tomar el expreso nocturno con dirección a la ciudad que vio nacer la flota rusa.


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La memoria es una compañera infiel, al menos la mía y me abandona con mucha frecuencia o quizá sea yo quien la esquive. Bien por lo uno o por lo contrario, hoy Raquel me ha recordado que hace 42 años que nos fuimos a casar al juzgado de Carabanchel, a estos efectos ubicado en la calle de María de Molina. Es bastante tiempo, sobre todo mirado así con perspectiva y en general un tiempo un fructífero, amable, en muchas ocasiones pleno y absolutamente satisfactorio y casi siempre un tiempo bien empleado. Tengo la sensación de que mi generación no es de romper los compromisos, aunque debo matizar: no romper los compromisos en lo que realmente es importante y es por eso que la mayoría de las parejas que conozco, con las que he crecido, sobreviven al tiempo como los muebles de maderas nobles, embelleciéndose. No hemos sido fieles el uno al otro con la devoción que las iglesias esperan y de la misma manera hemos sido comprensivos cuando el otro buscó refugio en brazos más confortables. Nos hemos acomodado al otro, acostumbrado y hemos sido barro y manos, piedra y cincel a la vez, así que ahora nos conocemos, nos reconocemos y con ese amor de obra y autor estamos sutilmente unidos, inseparables y nos hemos dado la distancia que necesita cada árbol para crecer, para enraizarse y nos hemos enseñado a disfrutar del cuerpo del otro con fuerza, con atrevimiento y con paciencia. En lo que a mi respecta soy un deudor, pero eso es harina de otro costal.


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Semejante afirmación era impropia incluso para Miguel que tenía fama de albergar sus sentimientos en lugares que ni él mismo había explorado jamás y sin embargo salió de su boca con la naturalidad con la que un tenista da un drive. Elena no se inmutó, sabía que estaba dolido por lo vivido y que lo mejor era dejarle a su aire una temporada antes de recordarle que las cosas nunca son como se ven de cerca sino como se ven de lejos. Finalmente dejó de mirar el agua, se levantó y desnudo como estaba se zambulló de cabeza esperando seguramente que la experiencia de cruzar el frio fuese lo suficientemente reconfortante como para hacerle olvidar.


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Esplá siempre ha sido considerado un torero pulcro, de los que son capaces de sacar adelante una corrida con el oficio. Cuentan que difícilmente se podría ver una tarde de este torero en la que la emoción, el concepto de «arte» que los taurinos ven, fuese el plato fuerte. De la misma manera en las catedrales convivían en su factura a más de masones y especialistas en lo estructural, artistas y artesanos, estos últimos generalmente olvidados por mor de las grandes estrellas de la época. Hay una forma de hacer las cosas de oficio que no emociona o que solo lo hace con la consideración del esfuerzo que lleva y no como lo que encierra de sorprendente, de atrevido, de trasgresor, y como dijo el poeta, nadie peor que un sepulturero para enterrar a un muerto.

Leo no sé donde, y es normal, porque desde hace tiempo me importa menos la fuente que el tema, que hay mucha afición por ser escritor, que los talleres de escritura crecen como setas en un otoño cálido y húmedo y que las editoriales se hartan de leer maquetas-manuscritos de noveles con ganas de hacerse hueco. Hace muchos años, cuando estaba en el instituto intenté, mejor dicho, envié un poemario a algunas editoriales por ver si la cosa tenía futuro, así que esta parte la entiendo mejor, aunque solo sea por haberla vivido en mis carnes (Aprovecho para enviar un besazo al más puro estilo televisivo, a mi profesora de literatura con la que tanto leí). La que no termino de entender es la de los talleres, si bien es verdad que leyendo algunas de las novelas que nos da la industria española, incluso la de los grandes premios, me temo que es la razón de que se publiquen tantas faenas aseadas, de oficio.


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Orten Lewis camina despacio, con cuidado de no resbalar y caerse en medio del parque ante la mirada del resto de paseantes. Se le nota que no está habituado a andar sobre un camino helado en el que unas mujeres encorvadas, muy de mañana, han vertido una mezcla rojiza de arena y sal. Aparentando seguridad, aplomo, bajo un cielo que se acerca tanto a la tierra que apenas deja sitio a las personas, Orten no sabe que su condición de extranjero va a ser fundamental para salvar la vida del pequeño Yuri, pero es que la vida se dispara o se detiene sin que nada nos avise de sus razones.


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Arroz caldoso (Términos imaginarios)

Como en el caso del arroz a la paella, hay tantas variedades para el arroz caldoso como imaginación tenga el cocinero

Lo primero que tenemos que hacer es un caldo de pescado. Una cabeza de merluza, o algo de rape o una aleta de raya… cebolla, zanahoria, un puerro, laurel, perejil, una ñora y a cocer media hora.

Necesitaremos una docena de gambones, una sepia bien limpia que cortaremos en trozos pequeños

Picamos muy finamente una cebolla tierna, un pimiento verde, medio pimiento rojo, dos tomates y cuatro dientes de ajo.

Haciendo esto me he acordado de cierto conocimiento innecesario que aprendí cuando quería ser médico: «La Anatomía es la ciencia de las estructuras del cuerpo. Las describe y demuestra su organización, expone su disposición recíproca o estudia las relaciones entre las formas y las funciones. Una descripción anatómica precisa comprender cierto número de datos físicos que informan sobre dimensiones, peso color y consistencia del órgano considerado; la forma se describe mediante su comparación con otras formas conocidas, geométricas como la pirámide o la esfera, o las observadas en la naturaleza: luna, árbol, hoja. Por esto los términos anatómicos con frecuencia son imaginarios: cabezas para las extremidades redondeadas, cuellos para las partes estranguladas, surco, tuberosidad, eminencias, discos, nervaduras, etc.» (H Rouviere. Anatomía Humana)

Retiramos la ñora que teníamos en el caldo de pescado y la ponemos en un mortero con unos granos de pimienta roja, azafrán y sal gorda y lo majamos todo, después ponemos un poco de caldo en el mortero y reservamos el contenido.

Yo he usado una olla de barro para hacer todo; con el fuego fuerte, incorporamos el pimiento rojo y el verde a un fondo de aceite de oliva. Cuando veamos que empieza a dorarse, bajamos el fuego y añadimos la cebolla y el ajo, sofreímos un par de minutos. Ponemos entonces los trozos de sepia. Subimos el fuego y removemos continuamente. Añadimos el tomate, salpimentamos, añadimos tomillo y removemos hasta que se haga el sofrito otros cinco minutos. Hay que vigilar que no se nos pegue.

Echamos el arroz, lo removemos bien para que se mezcle con el sofrito y añadimos el caldo de pescado, al menos en una proporción de una parte de arroz por tres de caldo.

A partir del momento en que ponemos el arroz, debemos moverlo continuamente pero despacio, para que vaya soltando la albúmina y es el momento de añadir el contenido del mortero. Necesitamos que se quede un punto meloso. El arroz estará listo en unos 25 minutos, pero hay que tener cuidado, si usamos barro tendremos que retirarlo antes pues seguirá cociendo unos minutos más.

En ese momento añadimos los gambones y medio kilo de almejas bien limpias. Cuando éstas se abran, el plato estará listo.


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Lo normal es para muchas personas acordarse del primer amor, del primer beso, esas cosas que luego se recuerdan con fervor. Yo tengo fuertes recuerdos de mis primeros libros conscientes, quiero decir leídos por mi voluntad y que me dejaron marcado. El primero, el que me dejo sin virginidad intelectual me lo regaló mi tía María Luisa. María Luisa pintaba y cuidaba de su madre, la tía Ascensión, alcarreña de pro, hermana de mi abuela Paca. María Luisa pintaba porque era la querida del maestro Quiroga y nunca tuvo que trabajar, así que se dedicaba a la pintura en su pequeño piso de la avenida de Portugal donde cuidaba de su madre y me imagino que del maestro cuando este requería de una compañía amable. María Luisa era una tía encantadora, soltera y amante de su madre, que de vez en cuando venía a visitarnos y que un día, no recuerdo bien con qué motivo, me trajo el libro Monte Cassino de Sven Hassel. Mi tía María Luisa, pintaba y cuidaba de su madre y del maestro pero estoy seguro que nunca leyó aquél libro filo nazi que exaltaba los desmanes de una patrulla del ejercito de Hitler en Italia. Menos mal que María Luisa nunca leyó el libro y me lo regaló sin censura, permitiéndome chocar de la manera más brusca que yo recuerdo con una novela de guerra. Nunca olvidaré ese libro y la sensación que me produjo su lectura. Luego vinieron muchos otros y entre ellos las historias de cronopios y famas de Cortázar. Cortázar se grabó en mi cerebro a fuego y una de sus historias relata como un cronopio va a entrar en su casa y al meter la mano en el bolsillo comprueba que allí donde debían estar las llaves hay otra cosa y que el mundo apenas se ha movido un poco, pero lo suficiente para que nada este donde debía y se desconsuela y llora. Hoy he realizado una llamada y al otro lado ha salido una voz que no esperaba, y como aquél cronopio he tenido la amarga sensación de que el mundo se había movido sutil y pavorosamente tan solo lo suficiente para hacerme incompresible la realidad. Ahora que me doy cuenta mi tía María Luisa ha aparecido en este blog y quizá hubiera merecido una mención especial y no una cita colateral sobre un libro. Os hablaré de ella en algún momento, y de mi tía Concha que vivió 20 años en Londres y que me traía discos de Hengelbert Humperding y que murió sola y hablando bajito, como si estuviera siendo espiada, con su misérrima pensión española que se comparaba mal con la que los ingleses le mandaban en libras esterlinas y que a ella siempre le parecía mejor. Antes teníamos muchas tías solteras y nos parecía normal, ahora sé que aquellas mujeres, casi todas, habían vivido un infierno.


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Ilia había pensado cientos de veces que algún día no tendría más remedio que hacer lo que iba a hacer. Lo que nunca había pasado por su cabeza era que los motivos no fuesen heroicos o al menos que tuvieran alguna justificación más allá de las meramente personales y desde luego el recurso al destino como guía inexorable de nuestros actos. Se quitó un guante el tiempo absolutamente necesario para sacar un cigarrillo, llevárselo a la boca y encenderlo y durante un instante miró a través de la cortina de humo de su primera bocanada hacia la entrada del número 7 de la calle Bunina junto a la estación de tren. No se movía nada ni nadie como venía ocurriendo desde que se apostara al refugio de la obscuridad que le proporcionaba la escasa luz de la única farola que funcionaba en aquella callejuela. Entre el frío y la tristeza su mente viajó hasta la piel de Luba justo unos días antes de que se diera cuenta de su situación. Entre las mantas de aquella casucha de madera en las afueras de Obninsk. Ilia supo que después de aquel encuentro con Luba su vida entraría en una espiral frenética como así había sido. Por un instante pensó que no había merecido la pena pero su espalda se erizó como un gato cuando recordó el tacto tibio de aquellos labios de Luba en su boca. Una ráfaga de nieve le hizo estremecerse levemente y de paso le recordó que la Makarov seguía allí junto a su pecho lista para acabar de una vez por todas con la pesadilla de Luba y seguramente con su propio futuro. Alguien se acercaba dando tumbos desde el principio de la calle; seguramente era Gorodin y lo que para cualquiera hubiera sido un sobresalto, un ataque de ansiedad para Ilia era una liberación. Tiró lo que quedaba del cigarrillo, lo aplastó con su bota, esperó unos instantes hasta comprobar que era Yuri y no otro y en apenas cuatro pasos se plantó delante de el con la mano dentro del abrigo y el dedo listo para acabar con todo. Hola Ilia. Hola Yuri, me alegro de verte. Yo no. Es normal pero tu sabes que esto terminaría pasando. Si lo sabía, y durante meses recé para que no fueras tú. Pues ya lo ves. ¿La quieres?-Le miró a los ojos y no esperó su respuesta. Hazlo rápido. Ilia no había perdido la frialdad con la que vivió sus meses de primera línea en Chechenia cuando matar había llegado a ser cotidiano, Con su brazo derecho abrazó a Yuri, y mientras le besaba un ruido seco salió del cañón de la Makarov y todo había terminado. Volvió a poner la pistola en su funda y notó el calor del disparo bajo su brazo.


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En la lista de fallecidos ayer en Madrid no aparezco, lo he leído en el periódico. Es buena señal y además previsible porque ayer no estuve en Madrid así que de haber muerto no aparecería en esa lista. Quizá en otra. Aunque también es posible que no todas las ciudades y los pueblos publiquen sus listas de fallecidos y de haber muerto en alguno de estos lugares mi nombre no aparecería a título póstumo en ningún periódico. No hay más vueltas que dar, estoy vivo, lo dice el periódico y mañana me tengo que reintegrar al trabajo así que no conviene enredarse en un quítame allá esa vida y sí empezar a pensar cual es el propósito para el nuevo ciclo. ¿Resistencia, -no pasarán- o una táctica agresiva que descoloque al enemigo? Tengo que revisar las ofertas de fascículos de este otoño y me quedo pensando en el aserto de Jose que calcula las primaveras que le quedan para ver fructificar sus cosechas y que empiezan a parecerle escasas. Cronos nos devora como hijos suyos que somos


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Necesito una victoria, resarcirme de la mala racha, triunfar, un éxito rotundo, un golpe de fortuna y lo necesito rápido, antes que la moral se derrumbe, antes que la ceja tantas veces golpeada se rompa y sangre y el árbitro enérgicamente detenga la pelea. Necesito una victoria, más que comer, como el ludópata necesita ese número esquivo, necesito ganar para sentirme con vida, para que no me parezca que casi todo fue un error y que el rosario de las equivocaciones era fatídico. Necesito una victoria, aunque sea después de muerto, como inventan los falsos historiadores sobre el Cid en su caballo sobre las ordas de infieles. O eso, o que alguien me ayude con las heridas, me pase el tubo por la nariz para despejar mi abotargada mente, necesito que alguna mano, da igual de quien, me acerque un algodón empapado a la brecha que nubla mi vista de rojo. Necesito una victoria o que la derrota final no me pille solo.


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