Una misión casi intrascendente

Esta vez el viaje, que normalmente resultaba sencillo, se habría de complicar. Román pertenecía a un grupo muy especial de agentes secretos que trabajaban al margen de la nómina habitual. Apenas 10 ó 12 personas en todo el país estaban en esta sección sin contacto con otros funcionarios y recibiendo solamente órdenes de un supervisor que era distinto para cada uno de ellos. Lejos del estereotipo del espía, Román jamás llevó armas y sus misiones por lo general no exigían de él un valor fuera de lo común ni siquiera unas condiciones físicas extraordinarias que le permitieran luchar contra los malos en interminables peleas dentro de fábricas abandonadas. Todo era más prosaico como suele ocurrir en la vida fuera del celuloide. Este grupo de agentes tenía como única misión servir de enlace para enviar y recibir mensajes entre los servicios de seguridad de los distintos países, al margen de cualquier sistema mecánico o electrónico. Le llamaban los palomos en alusión a la antigua costumbre de utilizar a estos animales para el correo.

Cuando los servicios secretos de un país querían entrar en contacto con otro de forma muy privada, enviaban un palomo al otro país o a veces a un tercero que se reunía con alguien y le transmitía el mensaje, siempre de viva voz.

La vida de los palomos era casi normal, trabajaban o vivían de sus negocios y solamente tenían un rasgo común, debido a sus ocupaciones necesitaban viajar al extranjero con cierta frecuencia. La agencia se encargaba de que sus problemas laborales o empresariales no interfirieran ni comprometieran sus misiones, les remuneraba generosamente y les pedía a cambio muy pocas cosas:

Que no revelaran su condición absolutamente a nadie y esto incluía familiares, amigos o conocidos, bajo ninguna circunstancia y que no revelaran salvo a su supervisor el contenido del mensaje. Que aprendieran inglés a la perfección y generalmente otro idioma que dependía de la zona de intercambio que cubrían como el ruso, el chino, el árabe o el swahili y que los contactos con los palomos de las otras agencias se limitasen estrictamente al trabajo sin otro intercambio que el objetivo de su viaje y sin más referencias.

Esta última condición que al principio resultó algo extraña a Román, se reveló como comprensible cuando descubrió que algunos de sus colegas de otros países eran mujeres. Las agencias querían evitar a toda costa que se entablara cualquier tipo de relación, que pudiera poner en peligro el sistema.

Los palomos gozaban de autonomía en sus misiones, salvo para los mecanismos de contacto que se definían con gran precisión en el tiempo y el espacio con un estricto protocolo. Cuando surgía una misión, cada uno recibía la orden de su supervisor de preparar un viaje a tal o cual país y a tal o cual ciudad, en unas fechas dadas y con una duración que solía ser de entre cuatro y quince días. Una vez en el país recibían la información del primer contacto, que consistía en un lugar , una fecha y una hora exacta donde encontrarían a su colega y si el intercambio resultaba fallido recibirían una segunda tanda de datos que permitiera un segundo contacto. Si tenían la menor sospecha de estar siendo vigilados, seguidos o controlados debían abandonar la misión y regresar a España después de terminar su viaje de negocios o trabajo con normalidad.

Muchos de ellos no recibían encomiendas durante meses e incluso años y en gran número de ocasiones los mensajes transmitidos resultaban ininteligibles para ellos mismos pues eran crípticos para evitar que el mensajero fuera consciente de lo que transmitía.

Román cubría los países de lo que se llamó el telón de acero, en especial Rusia y sus antiguas repúblicas, así que conocía el idioma a la perfección, lo hablaba con fluidez y su trabajo en una empresa de ingeniería le permitía viajar sin levantar sospechas con facilidad a cualquiera de estos países. Allí conoció en 1985 a Luba con quién cruzaría la línea y con la que mantuvo una relación de unas horas, que sin embargo le marcaría por años.

El objetivo una vez más era Rusia, y una vez allí alojado en el Novotel del aeropuerto de Cheremetievo recibió el encargo de dirigirse a la ciudad de Voronezh y de estar el jueves 10 de noviembre de 2005 a las 13:35 junto a la estatua de Platonov, así que una vez más se dirigió a la estación Paveleskaya para tomar el expreso nocturno con dirección a la ciudad que vio nacer la flota rusa.


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