Francisco Molinero

1959-

Me gusta madrugar. Tengo esta costumbre desde hace años que me ayuda a mantener algo de serenidad, de calma, antes de enfrentarme al ruido ensordecedor que produce el mundo mientras roza constantemente contra las personas que lo habitan. Madrid a las seis de la mañana es un enorme lienzo oscuro donde poco a poco cada uno vamos pintando la vida con nuestro colores y en este lienzo los personajes van apareciendo lentamente para enseñarnos como se mueven todos los invisibles en una gran urbe.

Cada mañana al llegar a la puerta de la oficina en plena Gran Vía de Madrid, me encontraba con una mujer menuda durmiendo en la calle entre mantas y cartones, guarecida de la lluvia con un par de paraguas abiertos que separan su cuerpo del cosmos; quizá espera que con eso el cielo no se desplome sobre su cabeza o lo que es más probable, intenta que sus pocas pertenencias y ella misma no terminen caladas y así no caer enferma. Apenas pasaba de los treinta, pero su cara tenía todas y cada una de las cicatrices que deja el vivir en la calle todos los días y otras que parecen el recuerdo oscuro que la droga marca en la mirada de quién atrapó. Acompañada de una perrita tranquila, regordeta, pasaba los días mendigando en el centro mismo de la ciudad, en el rompeolas de las españas. Un pequeño cartel nos avisa: “solo contamos con tu ayuda” y en ese plural recoge a su pequeña troupe animal, no sea que su sola indigencia no nos ablande suficientemente el corazón y no dejemos alguna moneda en su vaso de cartón del McDonald's cercano. La conozco hace años, la veo dormida cuando llego, tocando la flauta cuando salgo de trabajar y repitiendo el ciclo de la supervivencia una y otra vez. No sé su historia, por qué ha llegado a esta acera y qué motivos la atan para no poder deshacerse de lo que a mi me parece una condena; no he hablado con ella y mi vergüenza me impide dar el paso que me acerque a lo que seguramente es un acto de valentía diario, resistiendo a pecho descubierto entre la indiferencia de los turistas y habitantes del extrarradio que buscan en el Primark la última ganga que habrá cosido una mujer o una niña en un país lejano, por un sueldo de miseria, en unas condiciones que no queremos ver, que no sabemos mirar. La calle en soledad es dura y la noche da miedo, pero ella duerme al raso protegida por dos paraguas de un cielo que amenaza su precaria existencia.

Cada mañana, al lado de esta valiente, unas muchachas que no parecen haber pasado la edad de los veinticinco, fuman un cigarro, abrazadas a sí mismas, tiritando, antes de descargar el camión que repone las ventas de ayer en el comercio de una multinacional donde trabajan. Es aun de noche, apenas las 7 de la mañana en la entrada trasera del rutilante comercio y ellas han comenzado una jornada que terminará, seguramente, al final de la tarde o incluso entrada la noche. No sé su historia y nunca he hablado con ellas, pero ya sé que que han aprendido a ser valientes en un trabajo que empieza acarreando cajas, continua sonriendo amables a los clientes y termina rindiendo cuentas a un encargado, este sí, un hombre, sobre las ventas conseguidas. Luego la vuelta a casa con las piernas endurecidas y doloridas de estar de pie horas y horas.

Cada mañana entraba en el edificio donde trabajé y me encuentro con las mujeres que friegan escaleras y ascensores o limpian los servicios para que nos parezca que estamos en nuestra propia casa. Con sus uniformes azules y sus zapatillas deportivas, son un grupo heterogéneo, jóvenes y otras no tanto, españolas y extranjeras, morenas y casi rubias, porque no se puede ir todas las semanas a la peluquería, altas y bajas, al fin, mujeres que charlan entre guantes de plástico, líquidos de limpieza, bayetas y escobas que ordenan cuidadosamente en un carrito, para poder empujarlo por todo el edificio, Les oigo hablar con un cansancio reiterado de los problemas del cercanías que hoy, otra vez, se ha parado en Villaverde, porque ellas viven muy lejos de este bonito centro de Madrid. La mayoría alquilan viviendas en los pueblos del sur y madrugan mucho para poder empezar tan temprano; hablan de las enfermedades de los hijos y la dificultad para llevarles al médico sin perder la jornada, se ríen mientras comentan el último reality de la tele que ayer mismo tuvo un desenlace espectacular. Cada mañana les saludo tan amable como puedo y ellas me devuelven la sonrisa saludándome con una voz ronca, quebrada, que habla por si sola del temple con el que estas mujeres afrontan la vida diaria. No sé su historia, no sé sus nombres, pero su voz rota por el tabaco me sugiere una vida que no ha crecido entre los deseos y la felicidad, sino más bien sobre una lucha por cada una de las parcelas que han conseguido conquistar, peleando por una familia que posiblemente les tiene a ellas al frente de la economía y muy seguramente de los cuidados de mayores y niños, sin más ayuda que su coraje, su capacidad de reponerse del dolor de espalda y de las manos agrietadas por los químicos, con un futuro que no tiene pinta de que vaya a mejorar. Son mujeres valientes, casi invisibles, tenaces. Su voz les delata.

Cada mañana me cruzaba con muchas mujeres valientes, pero no las conozco, sé que están ahí porque el mundo se mantiene en pie aunque roce constantemente contra las personas que lo habitan, sé que no las veo porque llevan muchos años siendo invisibles, sin nombre, meticulosamente ocultadas a los ojos de todos, pero sé que son valientes porque no han dejado de hacerlo nunca: sobrevivir.


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Lo bueno de viajar por Europa, con sus largas escalas, sus horas perdidas, es poder leer. Hacía tiempo que había perdido la costumbre y en este viaje a Alemania he aprovechado para leerme y llorarme el libro de Marcos Ana, Decidme cómo es un árbol. Os lo recomiendo. Luchador antifranquista, comunista y encerrado más de 30 años escribe al ver llorar a su compañero de prisión Miguel Vázquez.

Ya sabéis que a mí las losas me han gastado hasta los huesos del corazón, pero ver llorar a un hombre es algo, siempre, tremendo.

Y este preso no es un árbol que se ha roto. Sigue ileso.

Pero de pronto ha venido «todo lo suyo» a su encuentro en esta noche tranquila..

Con su dolor en mi pecho le miro. No puede verme.

Su mirada está muy lejos, sus ojos cerca, llorando tan suave, tan hondamente que apenas si mueve el aire y el silencio.

Un «alerta» le estremece.

(Por el patio se oye cruzar el relevo)

Antes contaba: «Era muy triste ver el sacrificio de las madres, de las esposas, de las novias, pegadas como enredaderas a las puertas de las prisiones, durante años y años, con una lealtad inmarchitable.»

Y uno ya no sabe si lo que hace está a la altura.


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Las hijas de Lot cuya mujer se convirtió en estatua de sal por desobediente y curiosa, emborracharon a su padre y fornicaron con él. Génesis (19:30 al 19:38) y sus hijos se llamaron Moab y Ben Ammí, claro que antes Lot las entregó para que no les hicieran nada a los varones de su casa: He aquí ahora yo tengo dos hijas que no han conocido varón; os las sacaré afuera, y haced de ellas como bien os pareciere: solamente a estos varones no hagáis nada, pues que vinieron a la sombra de mi tejado.

La biblia siempre es sorprendente.


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Me propongo un ejercicio sobre la ausencia, una obra que exprese ese sentimiento de haber perdido algo y pienso en una silla vacía. No vale, no demuestra que algo, que alguien no esté. Un millón de sillas ocupadas y una en el centro sin nadie. No vale, es evidente la falta de alguien pero no su ausencia, porque tiene que ver con haber estado y no estar. La imagen pues debe demostrar las dos cosas. Un nido como los que al final de la primavera aparecen en el seto de casa, un nido vacío con unas plumas nos habla de una antigua presencia pero descubro que entonces me falta la perspectiva del observador, la ausencia entonces tiene que ver con quien se va y también con quien se queda y por tanto genera el sentimiento. Me asalta la imagen de una persona con la mirada más allá de los límites de la vista. Es sugerente porque la ausencia y el recuerdo están emparejados, pero me resulta demasiado sutil. Admito sugerencias. Dos jambas sin su dintel, una mesa en la cocina en la que queda una taza de café medio llena, una tostada empezada. Un cauce seco de un río, una cama con una persona y el otro lado simplemente con la huella de quien estuvo, unas huellas en la nieve, una balón deshinchado, alguien que se ahoga por falta de aire, una mujer llorando, un pabellón psiquiátrico para enfermos de Altzheimer.

Me asalta la duda sobre si la escultura tiene poder suficiente para explicar algunas cosas, pienso en el poder de la palabra.


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Juliana consiste en cortar las verduras en tiras alargadas y muy finas, con ayuda de un cuchillo o de una mandolina. Antiguamente, el corte en juliana se denominaba «cincelar» (del francés: ciseler), y era de las primeras técnicas que se enseñaban en cocina. Jardinera consiste en cortar bastones de 4 cm de largo y 4 mm de espesor; puede realizarse con zanahorias, patatas, nabos, calabazas. Es, por ejemplo, el corte más común en la elaboración de patatas fritas

Brunoise es una forma de cortar las verduras en pequeños dados (de 1 a 2 mm de lado). El corte es similar a la macedonia (cubos de 4 mm de lado) con la diferencia de ser más pequeño.

Mirepoix es una combinación de verduras cortadas en pequeños dados de 1 cm de sección, empleada para aromatizar salsas, asados, caldos y sopas. Las verduras tradicionalmente utilizadas son las zanahorias, las cebollas y el apio (generalmente en proporción 1:2:1)


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Me está costando engancharme a la política diaria, rezuma cierta banalidad que me repele.

Me quedo con los placeres mundanos, la comida y el sexo:

12 langostinos frescos 75 gramos de carne de langosta fresca 50 gramos de carne de cangrejo (fresco mejor) 25 gramos de caviar Una cucharada de curry de Madras El zumo de un mango El zumo de un limón Una cucharadita de jengibre fresco rallado 25 gramos de almendras tostadas 4 cucharadas de nata líquida 3 cucharadas de Oporto Un poco de sal Pelar los langostinos en crudo y cortarlos en láminas muy finas y depositarlos en un recipiente de porcelana, al igual que la langosta y el cangrejo. · Agregar los zumos de mango y limón, así como el jengibre y la sal. Dejar en maceración durante una hora. · Mientras, en otro cuenco de porcelana poner juntos el curry, la nata, el oporto y el jengibre y echar esta mezcla sobre los mariscos. · Revolver suavemente con cuchara de madera.

Con este cuenco iros a un sitio cómodo, os desnudáis y primero uno y luego el otro se tumban boca abajo, sobre el valle que forma la columna, desde el final de los glúteos hacia arriba iremos depositando el contenido de nuestro plato de marisco luego poner las almendras por encima ligeramente machacadas y el caviar. El resto es sencillo, solo queda disfrutar con la lengua y con los dedos.


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Tenía que contaros una historia, me lo demandan, pero no soy capaz. Es una cierta astenia, una pena que sobrevive en el pecho. A veces me pongo sobre el teclado y al poco advierto que el ánimo se achica, que no entiendo para qué servirá contarlo. Por eso no he sido capaz últimamente de pergeñar un hilo que se enrede y que nos deje con la boca abierta. Eso y que las musas me atacan siempre lejos de aquí, sospecho que para hacerme sufrir, pero esto es más síntoma del aire melancólico que me tizna, que me dibuja. Me acuesto en mi cama vencido el insomnio y entonces las palabras se alinean y los personajes bailan la danza perfecta, pero yo no tengo fuerzas. Tengo que hacer un esfuerzo. Ahí va un hilo:

Lo había estado esperando toda la tarde, realmente toda la vida, pero esas últimas horas habían sido tan largas, tan densas, que el resto de los años aguantando el aliento habían perdido peso. En el banco de la destartalada estación del norte, donde de chiquillo pasó noches en vela ayudando a los peregrinos que venían de Lourdes, había repetido cientos, miles de veces las palabras mágicas, el mantra que le debería salvar. Caía la tarde y el olor de la creosota de las vías había perdido intensidad. La costumbre. Luego todo se precipitó. Al fondo, desde la pequeña puerta que conecta con la sala de espera un hombre vestido con chaqueta y pantalón marrones se adentró en los andenes buscando con la mirada; el corazón aceleró el ritmo, como los trenes hacían cuando el hombre al cargo de la estación señalaba con aquel palo envuelto en un paño rojo la orden de salida. Se apoyó en el bastón y se levantó en el banco para hacerse visible, si cabe, pues los años le habían mermado en todos los sentidos. Los años en general y sobre todo los dos que pasó en Auschwitz-Birkenau hasta el 27 de enero de 1945 cuando los rusos le acariciaron y le dieron de beber. Todo fue muy rápido, se miraron y se reconocieron inmediatamente, la conversación fue tan breve como necesaria: -No creí que te volvería a ver. -Lo imagino. -Ni lo creía ni lo deseaba y ya ves, al final he venido -No tenías escapatoria, nadie es capaz de dejar las puertas entreabiertas y dormir en paz, necesitamos cerrar los círculos y tu sabes que yo cierro el tuyo. -No sé, no sé, me está pareciendo que quizá no valga tanto la burra. -Yo no la maté -Da igual, tampoco la amaste y eso al fin y al cabo fue lo definitivo. -¿Me perdonas? -No puedo hacer lo que tu ni siquiera deseas.

Giró sobre su centro y se alejó buscando la misma puerta por donde entró, después nunca más se vieron.


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Había pensado llevarte flores, de esas amarillas y rojas que te gustan y que como no sé su nombre tengo que buscar entre los puestos de las Ramblas. No me fue posible, al final, con unas cosas y otras interesado en encontrar algo para las niñas y apurado por el tráfico tan espeso de Barcelona lo único que me dio tiempo a comprarte fue un ejemplar de viejo del Poeta en Nueva York en la librería Canuda y en él releí el nocturno de Brooklyn Bridge:

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie. No duerme nadie. Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas. Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros

Menos mal que no te compré las flores. ¡Qué difícil te habría sido decirme adiós! largarme de tu vida de un plumazo. Ninguna de las mentiras que me contaste para justificar la decisión merecían un ramo de gerberas. Mejor el libro donde se podía leer:

No preguntarme nada. He visto que las cosas cuando buscan su curso encuentran su vacío. Hay un dolor de huecos por el aire sin gente y en mis ojos criaturas vestidas ¡sin desnudo!


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Cuando no está de dios lo mejor es no ofuscarse. Hace unos minutos leía el comentario de Jose sobre este blog y como quien se va a poner a dieta para los restos o quien va a dejar de fumar o quien va a ser abandonado por el amor de su vida me dio mono y me puse a escribir.

Me salió un poema y no debía ser casualidad. Un poema sobre los cristales de colores que se recogen cada tarde en alguna playa a la que no va nadie. “Alguien deja cristales de colores para mi” así se titulaba; luego el ordenador se bloqueó y todo lo escrito, el chorro de un poema de esos que te salen de tirón, cada uno de los versos, con sus palabras llenas de letras, simplemente desaparecieron. Ahora solo me queda la sensación de cierto vacío, de pérdida.

PD. Finalmente el poema salió:

Alguien deja cristales de colores para mi cada noche en la playa a donde nadie va metiditos entre la arena para que me entretenga buscando.


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Que cruel cuando el eco te devuelve tu sonido el espejo tu imagen y te escuchas como dices y te ves como pareces y te encuentras miserable.

¡Que el mundo no te conozca que las olas te arrullen hasta ahogarte y la playa te reciba desnudo! nuevo y hermoso como un cadáver


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