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Este parece un lugar tranquilo para hacer anotaciones

He publicado hace un rato una story en Instagram que he rotulado con una frase que me ha salido del alma: esa sensación de nervios y síndrome del impostor, justo antes de salir al escenario.

Hace poco hablaba con un amigo que, además, es un personaje bastante influyente en el ámbito tecnológico español, y comentábamos que cada vez había menos eventos. Mejor dicho, cada vez nos llamaban menos para hablar en eventos. Tengo claro que una razón tiene que ver con el cambio generacional. Tanto él como yo somos tipos que hemos cruzado ciertas fronteras en edad, y tiene que haber sitio y espacio para que otras personas más jóvenes ocupen esos espacios de comunicación. Y seguro que nuestro discurso no está tan actualizado, o no tiene la frescura que la audiencia actual espera.

En todo caso, ese no es el tema. El tema es que no importa cuánto tiempo pase, hay un momento en el que, justo antes de salir al escenario, no puedo evitar la misma sensación de nerviosismo y ese maldito síndrome del impostor que me hace dudar de si estaré preparado para salir a contar lo que quiero contar. Incluso siempre me da tiempo a pensar si llevaré bien metida la camisa por dentro del pantalón, de manera que en las fotos que me hagan salga más o menos bien. Siempre pienso que va a haber una parte de la camisa que se ha salido y va a estropear la foto.

En todo caso, la reflexión me sirve para poner sobre la mesa esa idea de que cada vez que uno se expone en público para compartir algo de lo que sabe o cree saber, hay una sensación de nervios que es inevitable. Y que a su vez tiene algo de adictivo. Estoy nervioso pero quiero estar aquí. Me gustaría estar más tranquilo pero no lo puedo evitar.

En fin, la vida.

Es curioso, o no, que siempre que regreso de pasar tiempo en un evento me apetece muchísimo escribir. Este fin de semana pasado estuve el sábado y el domingo en el Pro Marketing Day, organizado por la gente de AulaCM. El primer día en calidad de ponente, el segundo disfrutando como uno más de lo que allí se pudo ver y escuchar.

Lo cierto, y verdad es que más allá de los contenidos que proponen los organizadores, uno de los atractivos fundamentales de los eventos es el networking. Conocer a unas personas, desvirtualizar a otras, entablar conversaciones, descubrir contactos, sinergias y por supuesto posibilidades de colaboración. Esto es algo que ha funcionado y por mucho que ahora los eventos sean menos de comunidad y más de empresas (ese es un melón que me gustaría abrir algún día), se mantiene intacto, por mucho que pase el tiempo y por mucho que uno, que peina demasiadas canas ya, se vuelva un poco escéptico de casi todo. Afortunadamente, no ha sido el caso. Y no es el caso en la inmensa mayoría de los eventos a los que asisto, por no decir en el 100% de ellos. Eso es una señal estupenda.

La cuestión es que me he venido a Zaragoza con varios pensamientos que ya me acompañan en modo Backlog cerebral:

  • Necesito y quiero tiempo para poder ir a más eventos y enfocarme en lo mucho que me puedo enriquecer hablando con otras personas. Quizá llevo demasiado tiempo en la cueva (este es otro melón que más tarde o más temprano tengo que abrir).
  • Exponerse dando conferencias es una de las mejores pruebas de humildad que un CEO puede experimentar. Es muy fácil volverse imbécil, deleitado por los aplausos. Es más difícil mantenerse en el top, y ese es el reto.
  • La capacidad de aprendizaje me sigue fascinado. Cuando uno va con actitud para aprender, siempre encuentra algo valioso. Eso es algo que difícilmente se encuentra en redes sociales o haciendo scroll infinito sin parar.
  • Últimamente, lo que más me motiva es aprender de tanta gente joven talentosa con la que me encuentro. Es un reto, un placer y una fuente de conocimiento distinta.

No me voy a poner a hacer aquí una colección de personas a las que he conocido o con quienes he hablado para mencionarlas. Esto es un lugar de anotaciones para mí, y si a alguien le sirve, estupendo. Pero es cierto que trataré de buscar el tiempo y el espacio para hacer esa recopilación, porque bien merece la pena el talento que he descubierto y con el que me reencontrado.

Hoy he estado en Zaragoza Activa compartiendo lo que llevamos meses experimentando en el estudio. Lo de la IA y el diseño UX no es cosa de futuro, está pasando ahora mismo y está cambiando cómo trabajamos.

Lo tengo clarísimo: la IA no viene a quitarnos el trabajo, viene a quitarnos la parte aburrida del trabajo. Y para mí eso es una pasada.

En el taller he mostrado cómo estamos usando herramientas como Claude para generar mejores guiones de entrevistas y analizar patrones, Perplexity para investigar tendencias sin morir en el intento, y Notion AI para estructurar conceptos en un suspiro.

Para el prototipado, Figma con sus plugins de IA, Galileo AI y Relume nos están ahorrando horas de trabajo mecánico. Y Claude SVG para ilustraciones vectoriales me está salvando más de un apuro.

Pero si algo me ha quedado claro mirando las caras de los asistentes es que hay miedo. Lo entiendo. Yo también lo tuve. Hasta que empecé a ver estas herramientas como compañeros de equipo y no como amenazas.

Al final la clave está en lo que siempre he defendido: no se trata de usar todas las herramientas disponibles, sino de elegir estratégicamente las que multiplican el valor sin perder el foco en las personas.

El diseño sigue siendo humano, seguimos diseñando para humanos y la empatía no se puede programar. La IA es rápida generando alternativas, pero somos nosotros quienes decidimos cuál tiene sentido.

He salido con energías renovadas. Esta revolución no ha hecho más que empezar y tengo la sensación de que los que nos adaptemos vamos a disfrutar de una nueva era del diseño donde por fin podremos centrarnos en lo que realmente importa: entender y resolver problemas de las personas.

Y eso, a fin de cuentas, es por lo que me metí en esto del UX hace ya mucho tiempo.​​​​​​​​​​​​​​​​

El próximo lunes 17 de marzo tengo una cita que me hace especial ilusión. Voy a dar clase en el Máster de Creación y Dirección de Startups del Startups Institute. Y aunque llevo años subiéndome a escenarios, foros y aulas, esta vez tiene un matiz que me gusta especialmente: voy a hablar de diseño y experiencia de usuario, pero en un contexto donde el foco está en el emprendimiento, la tecnología y el negocio.

Siempre he dicho que me siento más cómodo llevando la experiencia de usuario fuera de los círculos tradicionales del diseño. Y no porque no me guste hablar con diseñadores (todo lo contrario), sino porque creo que la verdadera evangelización está en explicar lo que hacemos a quienes no lo tienen en su radar. Es ahí donde el diseño y la UX pueden marcar la diferencia.

En Torresburriel Estudio hemos trabajado con muchas startups y empresas para ayudarles a mejorar sus productos digitales a través del diseño. Una de las palancas más efectivas que usamos es el testing con usuarios. No me cansaré de repetirlo: sin usuarios, no hay experiencia de usuario. Y sin validación con usuarios, cualquier decisión de producto es, en el mejor de los casos, un tiro a ciegas.

Es curioso, porque en los últimos años he hablado de esto en escenarios de todo tipo: desde eventos de tecnología hasta reuniones con ejecutivos de banca, pasando por foros de desarrollo, comunidades de marketing, y hasta encuentros con instituciones y políticos. Cada vez que tengo la oportunidad de hablar de UX fuera del ecosistema del diseño, me doy cuenta de lo necesario que sigue siendo insistir en ello.

Porque la UX no es un lujo. No es una opción. Es parte fundamental del éxito de cualquier producto digital, y en el mundo startup, donde los recursos son limitados y las apuestas son altas, entender esto puede marcar la diferencia entre crecer o quedarse por el camino.

Así que sí, el lunes voy a volver a las aulas. Y lo haré con muchas ganas de compartir, debatir y, por qué no, convencer a más de una persona de que la UX no es solo un nice-to-have, sino un must.

El feedback es el pegamento de las relaciones profesionales. Sin él, todo se desmorona, aunque no lo veas venir. Y sí, ya sé que a veces incomoda. Que puede doler. Que nos enfrenta a cosas que no queremos escuchar. Pero es que, precisamente por eso, es imprescindible.

Cuando trabajas con alguien, da igual si es socio, cliente, proveedor o parte del equipo, el feedback es lo que mantiene la relación en marcha. Es lo que ajusta expectativas, lo que pone los límites claros, lo que evita malentendidos y resentimientos que se enquistan. Sin feedback, todo parece ir bien… hasta que un día, de repente, no va. Y entonces ya es tarde.

He visto equipos romperse por no saber decirse las cosas. Por tragarse las dudas, los desacuerdos o las quejas hasta que se vuelven un muro imposible de derribar. He visto relaciones comerciales irse al garete porque nadie se atrevió a decir “esto no está funcionando” cuando todavía había margen para arreglarlo.

A veces creemos que callarnos es ser profesionales. Que si no decimos nada es porque estamos siendo elegantes o porque “no hace falta”. Y lo que en realidad estamos haciendo es acumular grietas invisibles que un día se convierten en un agujero negro.

El feedback no es un capricho, es una responsabilidad. Es el único camino para que cualquier relación profesional sea sana, duradera y beneficiosa para ambas partes. Si algo va bien, dilo. Si algo va mal, dilo más rápido todavía. Y si alguien no es capaz de aceptar feedback, igual es que esa relación nunca iba a funcionar.

Porque el problema no es decir las cosas. El problema es no decirlas.

Gracias Freddy Vega, Christian Van Der Henst por este gran aprendizaje.

Ser CEO no es sólo tomar decisiones estratégicas. Es también pelear cada día con una agenda que parece una jodida máquina de fabricar urgencias. Proyectos, clientes, formación, eventos, llamadas, gente a la que no conozco que quiere mi atención, reuniones… Todo parece importante, todo tiene sentido, pero si no sabes parar un momento, priorizar y seguir con cabeza, te comes la energía del equipo, la tuya, y te cargas el nivel de excelencia. Y si hay algo que no me puedo (ni quiero) permitir es eso.

Porque claro, las oportunidades siempre están ahí. Surgen proyectos interesantes, llegan propuestas tentadoras, aparecen eventos donde podríamos estar y contactos que podrían abrir puertas. Y sí, muchas veces la tentación de decir que sí a todo es grande, enorme. Pero aquí está el truco: no se puede. No al menos si queremos seguir haciendo las cosas bien y queremos seguir estando bien.

No priorizar significa dispersarse. Y dispersarse significa perder foco, perder calidad, perder credibilidad. Es dejar de hacer bien lo que realmente nos define y por lo que generamos confianza. Y yo he aprendido (a un alto coste) que hay momentos en los que hay que parar, mirar con perspectiva y decidir en qué merece la pena poner la energía.

Eventos, proyectos, nuevos negocios, oportunidades… Todo parece importante, pero no todo suma en cada momento. A veces hay que renunciar a una charla, a una colaboración o a un cliente que podría sonar bien en términos de facturación. Y hacerlo no es un fracaso, es una decisión estratégica.

Porque lo que importa no es estar en todas partes. Lo que importa es estar donde realmente sumamos, donde podemos marcar la diferencia y donde nuestra excelencia se mantiene intacta. Pero también es importante saber renunciar para ser más sostenible. Contraviniendo la letra de aquel temazo de Negu Gorriak —Gora Herria—, esta vez sí se puede parar para coger impulso.

Así que sí, perder alguna oportunidad a veces duele. Pero lo que de verdad duele es ver cómo se pierde calidad por querer abarcar demasiado. O peor, dejar de estar disponible. Y eso sí que no.

Es curioso.

Llevo toda la vida explicando en mis clases que nosotros, diseñadores y desarrolladores, construimos aplicaciones para que las personas las utilicen de una determinada forma, pero luego la gente hace lo que quiere con ellas. Insisto, toda mi vida profesional explicando esto.

Toda mi vida profesional, haciendo el chiste fácil y tontorrón de que hay gente que hace negocios en Badoo y liga en LinkedIn.

Y no ha sido hasta que me he decidido a dejar de publicar fotos en Instagram cuando me he dado cuenta de la capacidad que tienen las aplicaciones que tanto odiamos para generar adicción; no sé cómo llamarlo, pero ganas de seguir en contacto con la comunidad.

Comunidad más grande, más pequeña, más intensa o más relajada, pero la comunidad que se termina forjando con el paso de los años.

Ahora la cuestión es que si al algoritmo no lo alimentamos de imágenes, vamos a ver cómo se comporta cuando le damos otro de los formatos que acepta, pero no tenemos claro cómo gestiona.

Es por eso que a esta reflexión la he llamado hackear Instagram.

Lo he empezado a utilizar tal y como utilizaba Twitter en 2007.

Veremos.

Me bajo de Instagram y me subo a Pixelfed (y Flickr se queda como trastero).

Llevo un tiempo dándole vueltas y ya está decidido: voy a dejar de subir fotos a Instagram. Se acabó. No porque me haya pasado algo raro, ni porque quiera hacer un drama de esto, sino porque cada vez me pesa más la sensación de estar alimentando una máquina que no es mía, que no controlo y que en cualquier momento puede decidir que mi contenido ya no le interesa.

No me engaño: Instagram es cómodo. Subes una foto y tienes una garantía mínima de atención. Algún like, algún comentario, algún fuego 🔥 en las stories. Es el efecto casino: un chute de dopamina en pequeñas dosis que hace que quieras seguir publicando. Pero a cambio, le entregas tu contenido, tu esfuerzo y tu tiempo a una plataforma que ni te pertenece ni te va a pertenecer nunca. Y un día, si Instagram decide que ya no vales, o si cambia el algoritmo y tus fotos desaparecen en el abismo digital, te jodes.

Así que he decidido hacer las cosas de otra manera.

Flickr sigue, pero como trastero digital

Flickr ha sido mi repositorio digital de imágenes durante años. Es el sitio donde guardo mi archivo, donde todo queda bien ordenado y donde sigo pagando religiosamente la cuota anual. No me importa. Me da la tranquilidad de que mis fotos siguen ahí, sin la presión de que alguien las tenga que ver, sin el rollo de “esto está funcionando” o “esto no le interesa a nadie”. No es el lugar para compartir imágenes de forma regular, pero sigue siendo mi espacio seguro para almacenarlas.

La alternativa que he elegido es Pixelfed. Y sí, sé lo que estás pensando: ¿de verdad me voy a meter en una red social donde no me va a ver ni el tato? Pues sí. Porque aquí no hay algoritmo que decida por mí, ni métricas de vanidad que me obliguen a publicar para seguir siendo relevante. Aquí, si subo una foto, lo hago porque quiero, no porque necesite mantener un ritmo de publicación para que la plataforma me premie con un puñado de likes.

Vale, también tiene sus cosas:

  • A veces la aplicación falla y te deja vendido.
  • La comunidad es más pequeña y menos activa.
  • No hay la inmediatez de Instagram ni el chute de validación social.

Pero a cambio, gano en control, en sostenibilidad y en tranquilidad mental. Y, sobre todo, dejo de sentir que estoy entregando mi contenido a una plataforma que puede hacer con él lo que le venga en gana.

¿Pierdo algo con este cambio?

Sí, claro. Visibilidad, interacciones y la facilidad de compartir con un clic y saber que alguien lo va a ver. Pero también gano algo que vale mucho más:

  • Independencia. Mis fotos, mis reglas.
  • Sostenibilidad. No juego en un sistema que se alimenta de mi tiempo y atención.
  • Control. No estoy a merced de un algoritmo caprichoso.

Al final, esto va de no seguir construyendo en un terreno que no es mío. No quiero que mi contenido dependa de decisiones empresariales que no controlo. No quiero vivir con la sensación de que, en cualquier momento, pueden cerrar el grifo y todo lo que he publicado se va al carajo.

Así que, aquí estamos: Instagram se queda atrás, Flickr sigue como archivo y Pixelfed se convierte en mi nuevo hogar digital. No es la opción más popular, no es la más fácil, pero es la que me permite seguir compartiendo fotos sin la sensación de estar regalando mi trabajo a alguien que no lo merece.

Empecé en estos mundos digitales con espíritu indie, con la convicción de que lo abierto, lo distribuido y lo colaborativo eran el camino. Escribía, publicaba, compartía sin intermediarios. Internet nos prometía (y nos daba) autonomía, conocimiento libre, comunidad global. Y durante mucho tiempo, así fue. Los buenos tiempos.

Pero luego la realidad te lleva por otros derroteros. Sin darte cuenta, acabas metido en ecosistemas propietarios. Porque son más eficientes, porque escalan mejor, porque la integración con lo que ya usas es cómoda. Y ahí estás, atrapado en lo que antes mirabas con recelo. Productividad a cambio de autonomía. Conveniencia a cambio de control. Primero lo abrazas con entusiasmo; más tarde sientes algo parecido a una mezcla entre el abrazo del oso y la entrega a plazos de tu alma al diablo.

Ahora toca desandar el camino. No por nostalgia, sino por estrategia. Volver a lo abierto, a recuperar el control de las herramientas que uso, a decidir con criterio dónde pongo mi contenido, mi tiempo y mi confianza. Porque lo open source no es solo tecnología, es una forma de estar y permanecer en el ecosistema digital.

Muchas veces se dice y se habla en redes sociales, especialmente en LinkedIn, que cuidar a un equipo de trabajo es una de las estrategias que quienes gestionamos empresas debemos seguir. Esa es una verdad, un poquito más compleja que escribirlo en una red social con el objetivo de ganar likes. Más allá de eso, hoy me planteo dejar por aquí algún pensamiento al respecto de esa tarea, que no es nada sencilla.

Cuidar a un equipo es casi un trabajo a tiempo completo. Y quien diga que eso no es así es que no está cuidando a su equipo o simplemente es una tarea que está lejos de su obligación profesional.

Cuidar a un equipo es una tarea que se lleva adelante con un aliado fundamental: el calendario. La constancia, el registro de actividad y los recordatorios periódicos son fundamentales para que las sesiones 1:1 funcionen.

Ligado a lo anterior, para cuidar a un equipo, necesitamos anticipar lo que vamos a ir hablando en las sesiones 1:1. Estamos volviendo a descubrir la agenda de una reunión, pero funciona.

Si es necesario anticipar lo que vamos a estar conversando, tan necesario o más dejar registro de lo que hemos hablado. Eso es parte de cuidar el equipo porque aporta certezas antes y después.

Cuidar un equipo es tener sesiones 1:1 en la que no hablemos especialmente de nada en concreto. A veces también hay que dejar espacio para la improvisación. Tomar un café virtual, comentar una película. Por supuesto, el chisme es un aliado excepcional.

Cuidar a un equipo es poner por delante su bienestar, incluso antes que la eficiencia o la excelencia técnica. Sin un equipo en perfectas condiciones, todo lo demás no puede existir.

Cuidar un equipo también un ejercicio de empatía. Es alegrarse por sus alegrías, entristecerse por sus penas. Hay que ser genuino para hacer esto.

Cuidar a un equipo también es ser honesto y muy transparente. Hoy lo llaman mostrarse vulnerable, pero es simplemente decir la verdad y confiar. Sin confianza en el equipo es muy difícil cuidar de él.

Cuidar a un equipo, es decirles la verdad, por cruda que sea. Aunque tampoco es necesario aportar sufrimiento. Como se suele decir, el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional.

Cuidar a un equipo es ser constante, dar ejemplo y aportar una visión positiva. No se trata de tragarse una taza de Mr. Wonderful; se trata de mostrar la cara positiva de las cosas.

Cuidar a un equipo, además, es dejarles ver que quien les cuida tiene momentos de desmotivación, desesperanza, bajón, frustración y cualquier otro sentimiento humano, relacionado con el cansancio o el agotamiento.

Cuidar a un equipo es dar certidumbre, ponerles por delante para que los focos les iluminen, agarrarles de la mano para que no se pierdan y darles todos los recursos necesarios para que sean más fuertes. Sin generosidad no se puede cuidar a un equipo.

Cuidar a un equipo es una de las responsabilidades más apasionantes que alguien puede tener en su quehacer profesional.