Ruido Coloreado

Pensamientos pseudoaleatorios

Últimamente mi perspectiva sobre la IA es pura bipolaridad.

Por un lado está la visión negativa: dudas (más bien certezas) sobre la falta de ética en su entrenamiento, su insaciable consumo energético, que va en contra de mi visión tecnológica de los últimos años de huir de la centralización, sus limitaciones inherentes y todo lo que se os pueda ocurrir.

Por otro lado la he estado estudiando, he montado unos cuantos laboratorios caseros y he cacharreado bastante y he encontrado unos cuantos casos de uso en los que una IA autoalojada es una herramienta bastante interesante. Sigues haciendo uso de modelos que se han entrenado vaya usted a saber cómo pero has mitigado al menos muchas de las otras negatividades.

Al final buena parte del problema es el FOMO que hay en el mercado para meter IA en todos lados (especialmente IA generativa) con calzador. No tengo el más mínimo interés en un artículo escrito por una IA, ni en un libro de Tokien con dibujos hechos con Dall·e y muchísimo menos en que me atienda un chatbot que en el mejor de los casos va a tener tantos guardarraíles que lo harán inútil.

¿Pero un asistente de código que me complete líneas que iba a escribir igualmente? ¿Un RAG que alimente con documentación y sepa contestarme preguntas concretas? Eso me parece útil siempre y cuando mantengas el control de dónde están tus datos.

Con el tiempo esta burbuja de la IA estallará de una manera u otra. Cuando las compañías intenten repercutir los costes reales a los usuarios, por ejemplo. O cuando los modelos se entrenen con la salida de otros modelos y lleguemos a una endogamia que ni la casa Habsburgo. Economías enteras se irán al garete y se quemarán toneladas de dinero. Pero seguramente después de eso una vez el hype se haya apagado queden algunos casos de uso concretos y útiles en los que esto sea simplemente una tecnología más.

#IA #AI #genAI

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Hoy, escuchando una entrevista a @molly0xfff@hachyderm.io en Better Offline, el presentador terminaba el podcast con un alegato a favor del Internet de las personas, del contenido generado más o menos desinteresadamente por personas reales en contraposición al cada vez más imperante contenido generado automáticamente con el único fin de ser monetizado sin darle ninguna importancia al contenido en sí. La era del clickbait para epatar con un titular que no es más que una fachada de cartón piedra detrás de la que no hay nada.

Es algo a lo que llevo dando vueltas un tiempo y que se me ha reactivado hoy en una conversación en Mastodon con @xesfur@social.arroutaflix.com en la que me sugería llevarme mi hilo de lecturas de 2023 a un blog en condiciones para que se preservase mejor. Pero en ese caso es algo que me da un poco igual que sea efímero o escondido en mi pequeño rincón del fediverso. Además perderse no se va a perder porque el hilo no deja de ser la versión online de unas notas que llevo años tomando offline :–)

En general en los últimos tiempos he llegado a la conclusión de que mi presencia en Internet y los contenidos que genere estarán mejor en cualquier rinconcito olvidado gestionado por personas, no por empresas. No escribo por tener trascendencia o audiencia sino por mí mismo, por dejarle unas notas a mi yo del futuro para que las pueda leer y le ayuden a recordar qué pasaba por mi cabeza cuando las escribí. Y si además en el proceso me voy encontrando con gente interesante que en redes sociales comerciales nunca me encontraría por estar enterrados bajo toneladas de recomendaciones algorítmicas, pues tanto mejor.

En el fondo creo que lo que quiero decir es que me he caído de la burra de pensar que el fedi pueda cubrir el caso de uso de las redes sociales comerciales para el usuario medio. Me atrae más la idea de que esto sea un pequeño nicho en el que unos pocos frikis hablemos tranquilamente de ventiladores de techo, nos enseñemos fotos de nuestros Casios y nos enviemos croquetas para darnos ánimos en los momentos bajos.

Mantengamos el fedi pequeño y extraño.

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Como prácticamente cualquier lector medianamente compulsivo siempre he albergado una ilusión, reconozco que utópica, de ser capaz de escribir aunque sea un pequeño relato que no dé mucha vergüenza ajena. Pero desgraciadamente tengo una falta de imaginación terrible. Siempre que intento imaginarme alguna historia sólo consigo ver que empieza con alguien mirando por una ventana mientras fuera está lloviendo. Ya está. Es la versión gallega del dinosaurio que sigue ahí cuando despiertas.

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La rutina y la previsibilidad son dos de los principales pilares de mi cordura que malamente se mantiene en pie sobre unos cimientos cenagosos de pánico ante la incertidumbre y nula tolerancia a la frustración. Hace muchos años aprendí por las malas que una de las cosas que más me ayudaban a ir por la vida con un mínimo de dignidad era planificarme al dedillo, no únicamente las tareas más serias y aburridas sino también mi tiempo de ocio.

Eso me llevó entre otras cosas a organizar mis lecturas alrededor de una lista de la que tengo que pasar por todos sus ítems antes de volver a iterarla. Me obligo a leer un libro de las estanterías, otro de la pila de compras de la última Feria, otro de la biblioteca de Calibre, uno del Mundodisco (#speakHisName), un libro técnico, un manual de rol, etc. Una de las últimas adiciones a esa lista fue el integral ilustrado de las novelas y relatos de Terramar que lanzó Minotauro hace un par de años. Por cada pasada que hago a la lista de lecturas me leo una de las novelas de ese integral.

Son clásicos de la literatura fantástica que no había leído hasta ahora y que, como todo lo de Le Guin, me está encantando. Una de las cosas que más me está gustando es su concepción de la magia basada en el conocimiento del nombre verdadero de las cosas.

Y ese concepto es algo que me ha tocado profundamente.

A principios de este año (y a todas luces demasiado tarde) por fin dejé mis miedos y vergüenzas de lado y empecé a acudir a terapia.

Ahí me encontré con un paralelismo con Terramar que no me esperaba. Conocer qué nos pasa, ponerle su nombre verdadero, nos da poder. No es una bala de plata que acabe mágicamente con tus problemas, pero conocer ese nombre es uno de los primeros pasos en un camino que gracias a ello pasará a ser un poco menos tortuoso.

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Comparto nombre y apellido con mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre. Gracias a este dato, a lo poco común de mi apellido (según el INE pasamos malamente del medio millar) y a la proliferación de pequeños periódicos locales a principios del XX he podido localizar en hemerotecas datos curiosos de mi historia familiar como el nombramiento de mi bisabuelo como médico del pueblo en 1918 tras la muerte de su predecesor a causa de la pandemia de gripe española o un artículo suyo del año 1927 en el que ante la pregunta de un periodista sobre si estábamos ante una nueva pandemia durante un pico de resfriados respondió con una carta en la que con un tono socarrón no sólo lo desmentía sino que le decía entre líneas al autor de la pregunta que habían estado juntos de romería ese domingo y que había una explicación bastante más racional para el malestar general que pudiese estar sintiendo. Pim, pam, trucu, trucu. Supongo que el humor tiene algún tipo de componente genético porque en esa carta escrita hace casi 100 años me sentí sorprendentemente reflejado.

En lo que he roto la tradición es en que no sólo no soy el primero de los cuatro que no estudia medicina sino que además no la ejerzo en nuestro pueblo de origen. La medicina nunca me llamó la atención y estoy muy agradecido a mis padres por no haberme presionado lo más mínimo en ese sentido. No voy a decir que me sienta culpable ni mucho menos pero según voy cumpliendo años tengo la sensación de haber roto alegremente con algo sin haberlo llegado a considerar seriamente. Las ciencias y los ordenadores fueron lo primero que llamó mi atención y me fui encaminando académicamente hacia ahí sin plantearme más posibilidades.

Seguramente, de planteármelas, la conclusión hubiese sido la misma pero es en el no habérmelo ni siquiera planteado en lo que siento algo que podría llegar a parecerse a la culpa.

Dentro del festival de la entropía que es el despacho de mi padre, absolutamente desbordante de libros, estilográficas y relojes, hay un rincón que me gusta especialmente. En un esquina hay tres fotos enmarcadas. Mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre en sus consultas. Cuando las veo no puedo evitar pensar que en parte sí que soy una pieza que no ha encajado donde debería. Durante mucho tiempo me planteé hacerme una foto con algún tópico ingenieril como soldando algo con unas lupas o vestido con una sudadera con capucha mientras tecleo comandos en una terminal verde sobre negro. Pero finalmente lo terminé descartando porque me parecía demasiado impostado.

Siempre he creído tener muy clara mi vocación académica y profesional y creo que la sigo teniendo. Pesó más la fascinación que me provocaba mi abuelo materno que terminó su carrera profesional como profesor de FP de mecánica y el ver cómo entendía el funcionamiento de las cosas. Y ha sido una decisión que se ha demostrado muy afortunada porque estoy mucho más cómodo trabajando rodeado de máquinas que de personas.

Pero según van pasando los años no puedo evitar pensar si de alguna manera inconsciente evité un camino marcado de antemano que me hubiera llevado a convertirme en el cuarto de mi nombre.

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Estaba pensando hoy que qué curioso que alguien con una ansiedad tan descontrolada y en general tan miedoso ante cualquier incertidumbre haya terminado disfrutando tando del buceo.

Y me he dado cuenta de dos cosas.

La primera es que no es tan sencillo. Cuando hice mi primer curso de buceo me dio un ataque de ansiedad directamente en la primera inmersión de aguas confinadas (que consiste básicamente en poco más que en meter la cabeza debajo del agua en una playa y respirar por el regulador). Huí, literalmente. Me volví a Madrid sin terminar el curso. Luego conseguí hacer otro curso con gente que supo lidiar con mis miedos, pero es otra historia.

La segunda y más importante es que me he dado cuenta de que el buceo es una actividad ansiosa por su propia naturaleza. Buena parte de los protocolos de buceo consisten en pensar qué puede salir mal con catastróficos resultados y saber qué hacer llegado el caso. ¿Y si se me rompe el regulador mientras buceo? Lo llevas duplicado. ¿Y si el duplicado también se rompe? Se bucea siempre con un compañero que también lo lleva duplicado. ¿Y si he acumulado demasiado nitrógeno y me da una embolia? Vamos a hacer paradas de seguridad para eliminarlo. ¿Y si me quedo enganchado en un alga? Para eso está el cuchillo. ¿Y si de repente tengo que emerger en medio de la nada y los barcos no me ven? LLevas una boya de emergencia. ¿Y si al emerger no me queda aire y no tengo flotabilidad en el chaleco? Lo puedes llenar a pulmón. ¿Y si hay muchas olas y me cuesta respirar? Saca el snorkel.

Al final que una actividad esté tan construida alrededor de todo lo que puede salir mal paradójicamente hace que resulte tolerable para alguien tan miedoso como yo. Ojo, cada vez que me sumerjo siento un respeto primo hermano del miedo. Pero llevadero.

No tengo pruebas pero tampoco dudas de que el buceo lo diseñaron personas profundamente ansiosas.

Afortunadamente.

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Mi compañero de pupitre de la universidad y yo tuvimos la mala idea de terminar la carrera en medio de una crisis económica galopante con lo que además de enviar currículums a todos lados como si no hubiese un mañana también nos apuntábamos a cualquier sarao de reclutamiento que se cruzase en nuestros caminos.

En uno de esos eventos terminamos yendo toda una recua de jovencitos confusos a una gran empresa tecnológica donde nos dio una charla motivacional un individuo al que supongo que el exceso de gomina que portaba en la cabeza le provocaba una falta de transpiración que no podía traer nada bueno.

El evento consistía en la típica charla de motivación cuñado-capitalista a la que pretendió dar un gran cierre alrededor del concepto “nadie recuerda a los perdedores, en esta empresa sólo queremos a los número uno”.

Y para ilustrar su filosofía de repente se dirigió a mí supongo que porque mi cara de aburrimiento extremo le hizo identificarme como la víctima ideal para su ejemplo:

— A ver, tú, ¿quién fue el primer hombre en la luna? – Me preguntó. — Neil Armstrong.

Esta era fácil así que tampoco me voy a dar mucho mérito. El señor engominado se dio la vuelta y siguió con su discurso.

— Efectivamente, todos nos sabemos de memoria el nombre del primer hombre en la luna pero pocos recuerdan al segundo porque...

— Buzz Aldrin. – Le interrumpo.

Una mezcla de sorpresa con leves toques de “cállate chaval” adorna su rostro pero nuestro protagonista es un consultor experimentado y sabe salvar la situación mientras cambia de objetivo y se dirige a mi compañero de pupitre.

— Bueno, esa era fácil, pero a ver, tú, ¿quién fue el primer hombre en escalar el Everest?

— Edmund Hillary. – Le contesta sin dudar mi amigo.

— Efectivamente, no es un dato tan conocido pero de lo que sí que no se acuerda nadie es del segundo que lo escal...

— Tenzing Norgay. – Le interrumpe impertérrito mi amigo.

— ¿Perdón? – El desconcierto empieza a ser ya más preponderante que la gomina en esa cabeza.

— Tenzing Norgay, el sherpa de Hillary es el segundo hombre en haber escalado el Everest.

— Ya bueno, pero...

— Eso suponiendo que Mallory e Irvine no lo hubiesen logrado antes.

— En fin, como decíamos, nadie recuerda a los segundos salvo una poca gente. Gracias por venir. – Dijo cerrando el evento.

Dejamos nuestros CVs y, por lo que sea, nunca nos llamaron.

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Cuando estábamos en quinto de teleco decíamos medio en broma medio en serio que ese curso era un premio por haber llegado hasta ahí y que comparado con la dureza de los anteriores era poco más que un paseo.

Aunque la realidad no era tan idílica (seguía habiendo alguna asignatura fastidiada, el proyecto fin de carrera era una buena fuente de estrés, muchos empezábamos a trabajar y hacíamos malabarismos con los horarios...) lo cierto es que había las suficientes asignaturas ligeritas como para poder considerarlo razonablemente cierto.

Una de esas asignaturas era de organización de empresas o algo así. Unos pocos créditos pensados para aquellos insensatos que se quisieran montar algo por su cuenta para tener una pared a la que llamar suya de la que colgar su flamante título firmado por alguien que decía ser Magnífico.

Como en otras tantas asignaturas que me interesaban entre nada y menos no recuerdo absolutamente nada de ella.

Excepto una cosa.

Un día en un momento distendido de la clase la profesora nos dio un consejo que se me grabó a fuego. Nos dijo que estábamos a punto de ser ingenieros. Que nuestros amigos de la universidad, que algunos mantendríamos para siempre, estaban también a punto de serlo. Que buena parte de los nuevos amigos que haríamos en el trabajo también lo serían. Para algunos, incluso sus parejas serían ingenieros.

Y nos hizo una advertencia. Corríamos el riesgo de vivir en una burbuja y de perder el contacto con la realidad. No sólo porque podríamos optar a puestos de trabajo que a la larga nos diesen una posición de cierto privilegio sino porque muchas veces la visión del mundo de los ingenieros es, por decirlo amablemente, un poco particular. O, por decirlo sin medias tintas, muchas veces somos unos capullos engreídos que nos creemos más listos que nadie. No creo que haya muchas carreras que produzcan tantos y tan buenos Dunning-Kruger como las nuestras.

Fueron apenas un par de minutos de charla en una asignatura intrascendente. Pero a día de hoy no sabría ni por dónde empezar una transformada de Fourier y, en cambio, este pequeño consejo lo tengo más presente que nunca.

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Durante la universidad pasé varios años bastante malos por culpa de la ansiedad y posiblemente también una depresión que nunca se llegó a diagnosticar. Afortunadamente fue algo que logré superar y, aunque evidentemente la foto completa es más compleja, siempre le he asignado buena parte del mérito a la afición casi obsesiva por correr que desarrollé en aquella época. Recuerdo que solía decir medio en broma medio en serio que había huido corriendo de mis problemas.

Sigo creyendo que correr fue importantísimo, no le voy a restar méritos. Pero últimamente he estado revisitando aquella época y me he dado cuenta de que había más hábitos que posiblemente también ayudaron mucho y a los que no he reconocido la importancia que realmente tuvieron.

Y es que de aquella escribía. Mucho. No sólo un blog sino que también dedicaba un rato cada día a escribir a mano en una libreta. Yo lo llamaba cuaderno de entrenamiento porque supuestamente era donde iba anotando y planificando mis entrenos pero aquello a todas luces era un diario en el que iba vomitando todo lo que me pasaba por la cabeza. Mirándolo con la perspectiva que me han dado los años no tengo ninguna duda de que eso me ayudó de un modo que no supe identificar entonces.

El hábito de escribir es algo que he retomado recientemente y he notado que efectivamente me ayuda mucho. Me permite sacar cosas de mi cabeza y además desarrollarlas con más profundidad. Más de una vez me han sorprendido cosas sobre mí mismo de las que no era realmente consciente hasta que no me paré a escribir sobre ellas. Por ejemplo, hace poco descubrí gracias a esto que he desarrollado una sensación de desarraigo muy fuerte porque hace ya muchos años que me fui de Galicia y de un tiempo a esta parte mis sentimientos de pertenencia o identificación con Madrid prácticamente han desaparecido.

Tampoco es que esté descubriendo la pólvora con esto. Es algo que se lleva haciendo toda la vida y que además parece estar viviendo un pequeño resurgimiento en los últimos tiempos. Si buscas un poco por Internet te encontrarás con mucha gente que, a veces poniéndose un poco intensitos de más, alaban las bondades del journaling (es importante ponerle un nombre en inglés para que sea cool). Incluso en una de las últimas actualizaciones de iOS han añadido una aplicación de diario que te anima a dedicar un tiempo al día a escribir. No es una aplicación que me guste ni mucho menos porque creo que hacerlo en digital le quita buena parte de la gracia al asunto. Para mí la casi ceremonia de coger un cuaderno y una pluma es una parte irrenunciable de esto. Pero sin duda que un gigante tecnológico acerque este hábito al gran público es un indicio del auge que está volviendo a coger esta actividad.

Si no lo habéis probado os animo a hacerlo. Es fácil y barato. Literalmente sólo necesitas papel y lápiz. Seguro que en unos pocos días ya os habréis llevado alguna sorpresa y os ayuda a conoceros un poco mejor.

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Esta marcianada era el relato de trasfondo de mi personaje para una campaña de rol por email muy efímera que jugué con unos amigos. Aunque está todo muy esquemático y releyéndolo ahora tiene unas cuantas cosas que cambiaría, en el fondo me sigue haciendo gracia y lo rescato por aquí

Miradla, siempre llevo una foto suya en mi cartera. Tan bella, tan llena de energía, más viva que cualquiera de esos frágiles seres basados en el carbono que se creen el centro del universo… Desde que era un imberbe e idealista condensador cerámico sé que estamos destinados a estar juntos y he desperdiciado buena parte de mi juventud buscándola.

Pero con el tiempo comprendí que la búsqueda me llevaría más tiempo del que me queda por vivir. No me quedan demasiados ciclos de carga-descarga por lo que hace unas semanas decidí que si no podía encontrarla, me haría una a medida. Desde ese momento dedico mis días a vagar por chatarrerías, tiendas de electrónica y demás lugares en los que puedo encontrar cantidades ingentes de material eléctrico para irme fabricando poco a poco a mi amada.

Hace unas horas uno de mis informadores me dio un gran soplo. Había localizado la residencia de un aspirante a ingeniero loco y me la presentó como un paraíso hecho a mi medida. Kilos y kilos de resistencias, bobinas y demás, tirados aquí y allá sin orden ni concierto listos para que cualquiera coja lo que necesite sin que su dueño los eche en falta hasta que haya pasado un tiempo prudencial. Tuve que vaciar mis ya de por sí empobrecidos bolsillos para conseguir la dirección exacta de esa cueva del tesoro, pero nada más llegar al lugar comprendí que valía hasta el último gramo de virutas de cobre que había pagado.

Cuando llevaba ya un rato rapiñando todo lo que me era buenamente posible escucho el sonido de la puerta de entrada abriéndose. Corro a esconderme, lo que no me resulta nada complicado debido al formidable desorden imperante y observo qué pasa desde la seguridad de mi refugio. Dos insignificantes humanos entran en la casa y se dirigen hacia un armario. Están charlando entre ellos y no reparan en mí. Me siento tranquilamente mientras espero a que se vayan para poder seguir con mi cosecha de material gratuito.

Pero algo raro sucede. De repente siento una gran descarga de energía y pierdo el conocimiento. Me despierto al poco rato sintiéndome muy raro.

Algo ha cambiado en mí, lo noto…

  • Nombre: Micro Faradio, Emefe para los amigos.

  • Físico: Mayormente un condensador electrolítico. Los bornes le sirven como patitas. La cabeza es de un lego que se fundió con él a causa de la explosión o vaya usted a saber qué. Como brazos tiene dos trozos enrollados y pegajosos de fixo que puede estirar ligeramente para alcanzar objetos que no están a su alcance. También le sirven como ayuda para escalar y para llevar ahí enganchado su equipo. Dispone de una Dremel debidamente modificada para lanzar clavos utilizando la energía eléctrica que él mismo almacena, amén de otros gadgets de muerte y destrucción que no se me ocurren ahora mismo.

  • Trasfondo: El alma de Nacho está encerrada dentro del condensador, y aunque no tiene control absoluto sobre él sí que le intenta guiar en la medida de lo posible en una búsqueda que logre devolverle a su cuerpo original.

  • Taras: Neurótico, hiperactivo, paranoico, excesivamente impulsivo, capacidad extraordinaria para tomar las decisiones más equivocadas en los momentos más inoportunos, etc, etc, etc. Platónicamente enamorado de las bobinas Tesla (sí, de todas, es pelín promiscuo) se ve obligado a actuar como un idiota (todavía más, si cabe) cuando está en presencia de una de ellas.

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