A las cosas por su nombre

La rutina y la previsibilidad son dos de los principales pilares de mi cordura que malamente se mantiene en pie sobre unos cimientos cenagosos de pánico ante la incertidumbre y nula tolerancia a la frustración. Hace muchos años aprendí por las malas que una de las cosas que más me ayudaban a ir por la vida con un mínimo de dignidad era planificarme al dedillo, no únicamente las tareas más serias y aburridas sino también mi tiempo de ocio.

Eso me llevó entre otras cosas a organizar mis lecturas alrededor de una lista de la que tengo que pasar por todos sus ítems antes de volver a iterarla. Me obligo a leer un libro de las estanterías, otro de la pila de compras de la última Feria, otro de la biblioteca de Calibre, uno del Mundodisco (#speakHisName), un libro técnico, un manual de rol, etc. Una de las últimas adiciones a esa lista fue el integral ilustrado de las novelas y relatos de Terramar que lanzó Minotauro hace un par de años. Por cada pasada que hago a la lista de lecturas me leo una de las novelas de ese integral.

Son clásicos de la literatura fantástica que no había leído hasta ahora y que, como todo lo de Le Guin, me está encantando. Una de las cosas que más me está gustando es su concepción de la magia basada en el conocimiento del nombre verdadero de las cosas.

Y ese concepto es algo que me ha tocado profundamente.

A principios de este año (y a todas luces demasiado tarde) por fin dejé mis miedos y vergüenzas de lado y empecé a acudir a terapia.

Ahí me encontré con un paralelismo con Terramar que no me esperaba. Conocer qué nos pasa, ponerle su nombre verdadero, nos da poder. No es una bala de plata que acabe mágicamente con tus problemas, pero conocer ese nombre es uno de los primeros pasos en un camino que gracias a ello pasará a ser un poco menos tortuoso.

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