heyazorin

Mi hija y la hija de nuestra vecina de abajo llevan toda la vida juntas sin ser conscientes de que sólo las separaba una placa de hormigón. Ambas nacieron casi al unísono pocos años después de mudarnos y, sin embargo, nunca tuvimos (ni tenemos) una relación de amistad con sus padres que propiciara su interacción, los días de parque o las cenas bajo su pérgola de madera.

Pero los niños son curiosos por naturaleza y más de una vez hemos sorprendido a Irene mirando a través de las lamas de la galería de la cocina al jardín de debajo mientras la hija de la vecina hacía peripecias con el tobogán, saltaba en la cama elástica, competía contra sus amigas en el futbolín, canturreaba en las fiestas de cumpleaños o chapoteaba ruidosamente dentro de la piscina hinchable.

Es Irene la que nos avanzaba las novedades:

—Le han comprado una cama elástica.

O, por ejemplo:

—Han montado una piscina más grande, la otra se quedaba pequeña para los tres.

Y, también:

—Se ha roto la piscina. Se sale el agua.

Sus ojos hablaban por sí solos y nos gritaban: ¡Yo también quiero eso!

Así que me propuse ponerle solución.

Conseguí el teléfono de la madre gracias al grupo de WhatsApp de la comunidad y le lancé a la cara un mensaje que decía algo así como 'Mi hija quiere jugar con la tuya pero es muy vergonzosa. Si tu hija quiere jugar con la mía, dile que suba a casa'.

Sencillo, claro y directo.

Por si acaso subía, también se lo dije a Irene. Hay que ser considerado. A ella no le hizo mucha gracia. A nadie le hace gracia que lo saquen a la fuerza de su zona de confort.

Sonó el timbre. Y ahí estaba ella, también vergonzosa, con su pelo largo hasta la cintura, lacio y negro: la vecina de abajo.

Lo que pasó a continuación es historia: dos meses después, son mejores amigas.

Ahora se retan al futbolín, saltan en la cama elástica, se lanzan por el tobogán y, quién sabe, quizá el próximo verano chapoteen juntas en el agua de la piscina.

Ahora conocemos un poco mejor a la hija de nuestra vecina y podemos hacernos una idea de cómo es su vida. Sabemos que sus padres están separados y sabemos, también gracias a Irene, que en su habitación tiene una Nintendo Switch, una televisión, un móvil y una tablet.

Con 9 años.

Y sabemos, también, que lo que más le gusta a nuestra vecina de abajo es subir a casa y jugar con nosotros a juegos de mesa: la cucaracha, el UNO, la Batalla de Genios.

Irene, mi amor, el cariño, la compañía y la atención nunca se podrán sustituir con objetos.

Tablas.


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Le pregunto a mi padre por su última cita, de la que nos habló la última vez que cenamos juntos y con la que la situación rayaba la friendzone.

—Hemos echado de menos una cama—dice.

Mi padre, para poneros en contexto, tiene 70 años. Pero no son exactamente los setenta que te imaginas (gordo, calvo y con un pie en la tumba) porque todavía conserva el vigor y la vitalidad de una persona de cincuenta.

El movimiento, el sol, la vida social y no saber cocinar lo han conservado en un estado de envejecimiento lento ayudándolo a alcanzar la setentena sin achaques: ni azúcar, ni colesterol, ni tensión alta. ¿La jubilación? Su prime.

Lo que más me perturba de mi padre es que folla más que yo. Lo sé porque sé lo que follo yo y lo que folla él. No es una meta inalcanzable, pero no consigo imaginarme como él a su edad. Mi mente me devuelve una imagen mucho más envejecida, arrugada y flácida de lo deseable.

Desde que enviudó, ha tenido más parejas que yo en toda mi vida. Algunas, hasta 25 años más joven: asiáticas, manchegas y hasta una pepera —definiéndose él como ácrata— figuran en su álbum de parejas.

—Tu cadera ya no es lo que era —le digo entre risas, porque sé que ha tenido que apañarse como ha podido en el coche.

Él también se ríe. Hoy cenamos juntos.


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'Sarco' (abreviatura de sarcófago) es el nombre de la primera cápsula del suicidio aprobada en 2019 para uso civil en Suiza. La cápsula —con forma de sarcófago futurista— se activa voluntariamente mediante la pulsación de un botón o, incluso, con un simple parpadeo y sustituye el oxígeno por nitrógeno produciendo una muerte rápida e indolora por hipoxia (falta de oxígeno en sangre) e hipocapnia (falta de dióxido de carbono en sangre).

A pesar de que el suicidio asistido está aprobado en Suiza, el primer uso de la cápsula por una mujer estadounidense de 65 años ha provocado detenciones y reavivado el debate ético sobre su uso y regulación.

Cuando Jorge entra por la puerta de la oficina todo parece normal. Un día normal en el que firmar una documentación normal, dar de alta un servicio normal, mantener una conversación banal sobre el clima, los hijos y la reforma de la casa hasta que se desvía saltándose un stop para deslizar la muerte por suicidio de su mejor amigo dos semanas atrás.

No sé muy bien cómo llegamos a ese punto, pero sus ojos ya no eran los mismos ojos normales que al llegar. Miraban más lejos, mucho más allá del espacio de la oficina.

—Se separó en 2022 y, aunque había rehecho su vida junto a una nueva pareja, nunca lo superó. —me cuenta.

En la converación lo describe como alto, fuerte, guapo, moreno, siempre sonriendo, siempre de buen humor. Siempre haciendo bromas. Una persona normal.

Jorge necesita mostrar las cartas para intentar comprender algo que no tiene manual.

—Lo encontró su madre en la bañera. Ella sabía lo que había pasado cuando lo llamó y no atendió el teléfono. Acudió con su novia, pero la hizo esperar en la puerta del edificio.

Fue la segunda y última tentativa.

Hace una pausa. Agacha la mirada. Intuyo que por su cabeza debe circular a sus anchas la culpa, chocando sin control contra los extremos.

Es lo que quería. Al final lo consiguió y no pudimos hacer nada.

La resignación asoma como única vía de aceptación.

El aire dentro de la oficina se ha vuelto denso y triste. Jorge esboza una sonrisa y se marcha con una mochila invisible que salta a la vista por tamaño y peso.

Pienso mucho en el suicidio como forma de escapar a una enfermedad terminal. Pienso en llevarlo a cabo en una sala supervisada, acompañado de mis familiares y amigos. Asépticamente. Sin residuo, sin sorpresas para nadie, sin charcos de sangre o traumas para el maquinista. Pienso que Sarco sería una buena alternativa.

Pienso que el mejor amigo de Jorge podría haber superado su desamor con la ayuda necesaria.

Porque nadie debería morir por amor o por la falta del mismo porque, a fin de cuentas, es lo más normal que ocurra.


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Decía @ramirenko que:

Yo pensaba que estaba en una red social anticonsumista. Menuda gentuza...

— Ramirenko (@ramirenko@masto.es)

Lo comentaba a colación de sus propias debilidades relacionadas con el consumismo: queremos lo que no tenemos aunque tengamos lo que necesitamos.

Miro mi cuenta de Amazon Prime y hace más de un mes y medio que no compro nada. Está triste. Cero repartidores bajo mi ventana.

Siento un pequeño vacío. Un hueco que rellenar. Mi cerebro busca una excusa para consumir. Abrir el paquete. Estrenar. Dopamina momentánea. Una raya. El último calo antes de caer en plancha. El orgasmo manchándolo todo.

Consumir se alinea con los placeres cotidianos. Activa áreas relacionadas con el placer y la adicción. Libera hormonas que suben tu autoestima. Comprar suple necesidades.

Mi cuenta de Amazon sigue vacía. Un banner me recuerda que en pocos días será el Prime Day y miles de ofertas inundarán redes sociales, páginas web, televisión y prensa. No podré escapar. Soy objetivo. Quieren mi dinero. Debo consumir para no caer del vagón; debo consumir para estar a la altura de los que consumen y muestran en público sus trofeos.

Reconozco mi debilidad. La siento cuando ataca; ataca cuando dudo, por la espalda, como los cobardes. Me pilla de improviso, me zafo, le hago una llave, me enseña la raya, el último calo, el orgasmo que todo lo llena.

Vuelvo a dudar.


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En unos días se cumplirán seis meses desde el cierre definitivo de mi cuenta de Instagram. Nunca antes había conseguido superar la adicción y acababa volviendo; ya fuera con el mismo nombre de usuario porque el plazo de arrepentimiento de treinta días no había expirado o ya fuera con una nueva identidad, obligándome entonces a buscar, rebuscar y rascar alguna que estuviera libre.

En octubre también se cumplirá el primer aniversario del cierre definitivo de mi cuenta de Twitter. Otro hito. Una nueva medalla que colgarme al pecho. Un galón que muestra al mundo lo cruento de la batalla ganada.

Twitter fue sustituido rápidamente por Mastodon —la cara amable de las redes sociales— sin embargo, Instagram no tiene fácil reemplazo. En la actualidad sigo apostando de forma intermitente por Pixelfed para compartir imágenes, pero soy consciente de que no va a llegar nunca a la población general. No importa. Ahí hasta que me canse.

La única parte negativa de abandonar dos de las redes sociales más utilizadas del planeta es dejar atrás a ciertas personas/personajes con las que te gustaría mantener el contacto. He intentado algunas triquiñuelas que tienen los días contados para seguir cuentas de Instagram desde fuera pero, tras la ilusión inicial, el servicio que lo permite es de pago.

Si algo aprendes a la fuerza tras tanto tiempo alejado de Instagram es que el FOMO se diluye como el medicamento en la homeopatía. Te olvidas hasta que recibes algunos inputs puntuales en forma de compartidos por amigos o conocidos. Ahí se reactiva ese FOMO que dejaste atrás, pero con menos lustre y más polvo encima. El tiempo todo lo cura y todo lo hace olvidar.

Lo que quiero destacar es algo que todos sabemos: no necesitamos esa dependencia. Es posible escapar de ahí. Seremos más felices si lo hacemos.

Al principio no sabrás qué hacer con tu dedo scrolleador, dónde guardarlo cuando no está en uso. Pero luego volverá naturalmente a tu mano, donde siempre había estado.

Al principio no sabrás en qué ocupar los momentos previos al sueño. Mirarás al techo. Te revolverás incómoda. Pero esa ansiedad se calmará. De verdad. Todo pasa. Y dormirás mejor y más profundamente sin soñar con la familia perfecta de María Pombo.

Cada vez estoy más cerca de la desdigitalización, un fenómeno que empieza a tomar forma en las aulas pero que me gusta utilizar para hablar de mi propia identidad digital.

Cada vez estoy más cerca de dejar de compartir contenido en internet.

No tiene sentido el altruismo digital en una época en la que todo sirve para entrenar IAs, mostrarlo a terceros con anuncios y alimentar a grandes corporaciones.


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Llevo diecisiete días ininterrumpidos doblando turnos, desde las 9h hasta las 22h, con una pausa de un par de horas para comer. ¿Es así como se siente la explotación laboral? ¿Es así como desaparece tu vida familiar, social, personal?

Pasan los días y caen las fuerzas, las ganas, las sonrisas no se sostienen en los márgenes de la boca, los dientes apenas asoman, los ojos sobre dos nubes negras.

En momentos oscuros recito mi mantra: todo pasa. Nada más cierto que la incontestabilidad de esa afirmación. Como sea, pero siempre pasa.

Circulen. La vida sigue.


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Dos luces que titilan como luciérnagas tras el vinilo translúcido que instalaron en su día en la ventana para ganar algo de intimidad.

Las veo cuando levanto hasta el tope la persiana de la habitación para que las noches de verano no acaben deshidratándonos y provocándonos la muerte mientras dormimos. Entra el viento algo más fresco y lo respiramos violentamente, como si viviéramos en constante apnea.

Las luces se mueven despacio, cambian los destellos por otros más brillantes, desaparecen un segundo mientras varía la postura.

Son los teléfonos móviles de mis vecinos. Él, el que tose; ella, la que se revuelve inquieta.

Mis noches de insomnio son las suyas. Las luces no se apagan. Son las doce y siguen revoloteando; son las dos y queda una, ahora en un extremo.

Consigo dormir y, en la fase previa, sólo pienso en que no quiero ser como ellos.


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Los que me conocéis sabéis que soy una persona bastante polarizada a la hora de tomar ciertas decisiones. Diría que me cuesta ver los grises.

Quizá todo se deba a un esquema mental anticuado, demasiado rígido o a que —sencillamente— categorizar en dos me resulta más fácil para vivir que abrir el abanico a infinitas posibilidades.

La cirugía estética es una de esas categorías que tengo en el cajón de ni con tu dinero.

Desde siempre, las personas que se hacen tratamientos estéticos o cirugías por complejo me han parecido faltas de autoestima, autoaceptación y equilibrio emocional: si tienes un complejo, trabájalo y acéptalo porque acabar con él a base de bisturí o talonario sólo conseguirá que te focalices en uno nuevo.

La conducta de evitación convertirá tu cara en un moñeco y ya no serás tú sino la imagen de un catálogo de servicios en una clínica. Labios hinchados, pómulos picudos, narices del ancho de un folio, mandíbulas somalíes, dientes de un blanco radiactivo, ojos hundidos en sus cuencas, frentes lisas como el suelo marmóreo, pelo recrecido y ordenado en urbanismo.

¿Qué tipo de personalidad da tanta importancia a un factor estético? Ególatras, acomplejados, personas infantiles instaladass de por vida en el síndrome de Peter Pan que practican la Ley del Mínimo Esfuerzo porque, ¿para qué hacer ejercicio o llevar una dieta saludable si puedo acudir a mi cirujano de confianza a realizarme una abdominoplastia que haga desaparecer todos y cada uno de mis excesos? ¿Por qué aceptar el envejecimiento su puedo auparme en la ola del rejuvenecimiento?.

—He pedido cita en la clínica para ponerme bótox en frente y ojos.

Hostia. No me lo esperaba, sinceramente. Cayó como una losa sobre mi cabeza: ¿mi propia pareja? ¿Qué broma macabra del destino es esta?

Intenté convencerla de que su frente no necesita una toxina que inactive sus músculos, de que dejara de ver putos reels de Instagram con mujeres perfectas rellenas de filtros beauty.

Ella se ancló en el conocido '—Si puedo verme mejor, ¿por qué no hacerlo?' a lo que respondí: '—Pues porque estás eligiendo el camino fácil, cariño'.

Y ahí acabó toda disquisición.

No sé cómo terminará esto.


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Ya no digo 'me voy a dormir'; digo 'voy a centrifugarme'.

Noche tras noche dando vueltas hacia ambos lados, aguantando el peso de las paredes sobre mi cuerpo; de los pensamientos sobre mi mente.

Respiro. El 4-7-8. Repito. Relajo. Quizá ahora.

Un sonido cualquiera estira con fuerza de mis pies hacia la vigilia. De nuevo en el punto de partida. Pasa por mi cabeza chuparme un Diazepam de emergencia, guardado entre paños para ocasiones especiales, para noches imposibles contra las que pelear garantiza medalla de oro en perder.

Descarto la idea. Sé fuerte, me digo. Aguanta.

Me resigno. A veces sudo. Un calor ardiente que emana desde mis entrañas e irradia por todos los capilares, venas y músculos hasta empaparme. Me destapo completamente. Sentir de nuevo el sudor, pero esta vez frío.

No quiero mirar la hora: el reloj guillotinaría mi esperanza de descanso. Sé que es tarde.

Ella duerme a pierna suelta. Finalmente caigo vencido. He vencido.

Fundido a negro.


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Respondes a tu cuñado en la comida familiar con dardos explosivos directos a la línea de flotación. Y te la suda. Se resquebraja la tranquilidad y explota en mil pedazos. Metralla que salpica a todos los comensales que ya no comen paella sino verbos y adjetivos calificativos enterrados y, ahora, resucitados como muertos vivientes en la mesa dominical.

Y no se trata de ser maleducado o pecar de exceso de sinceridad. No se trata de dañar por placer. Es la edad en la que te la suda todo porque tienes el trabajo hecho. Los setenta.

El camino a los setenta es la subida al pico más alto del final de nuestra vida. Subir hasta la cima para poder morir en la caída. Que no haya fallo ni mecanismo de seguridad suficiente para frenarte.

Y que caiga contigo todo lo demás. Al pozo más profundo del me la suda todo.


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