heyazorin

Dos luces que titilan como luciérnagas tras el vinilo translúcido que instalaron en su día en la ventana para ganar algo de intimidad.

Las veo cuando levanto hasta el tope la persiana de la habitación para que las noches de verano no acaben deshidratándonos y provocándonos la muerte mientras dormimos. Entra el viento algo más fresco y lo respiramos violentamente, como si viviéramos en constante apnea.

Las luces se mueven despacio, cambian los destellos por otros más brillantes, desaparecen un segundo mientras varía la postura.

Son los teléfonos móviles de mis vecinos. Él, el que tose; ella, la que se revuelve inquieta.

Mis noches de insomnio son las suyas. Las luces no se apagan. Son las doce y siguen revoloteando; son las dos y queda una, ahora en un extremo.

Consigo dormir y, en la fase previa, sólo pienso en que no quiero ser como ellos.


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Los que me conocéis sabéis que soy una persona bastante polarizada a la hora de tomar ciertas decisiones. Diría que me cuesta ver los grises.

Quizá todo se deba a un esquema mental anticuado, demasiado rígido o a que —sencillamente— categorizar en dos me resulta más fácil para vivir que abrir el abanico a infinitas posibilidades.

La cirugía estética es una de esas categorías que tengo en el cajón de ni con tu dinero.

Desde siempre, las personas que se hacen tratamientos estéticos o cirugías por complejo me han parecido faltas de autoestima, autoaceptación y equilibrio emocional: si tienes un complejo, trabájalo y acéptalo porque acabar con él a base de bisturí o talonario sólo conseguirá que te focalices en uno nuevo.

La conducta de evitación convertirá tu cara en un moñeco y ya no serás tú sino la imagen de un catálogo de servicios en una clínica. Labios hinchados, pómulos picudos, narices del ancho de un folio, mandíbulas somalíes, dientes de un blanco radiactivo, ojos hundidos en sus cuencas, frentes lisas como el suelo marmóreo, pelo recrecido y ordenado en urbanismo.

¿Qué tipo de personalidad da tanta importancia a un factor estético? Ególatras, acomplejados, personas infantiles instaladass de por vida en el síndrome de Peter Pan que practican la Ley del Mínimo Esfuerzo porque, ¿para qué hacer ejercicio o llevar una dieta saludable si puedo acudir a mi cirujano de confianza a realizarme una abdominoplastia que haga desaparecer todos y cada uno de mis excesos? ¿Por qué aceptar el envejecimiento su puedo auparme en la ola del rejuvenecimiento?.

—He pedido cita en la clínica para ponerme bótox en frente y ojos.

Hostia. No me lo esperaba, sinceramente. Cayó como una losa sobre mi cabeza: ¿mi propia pareja? ¿Qué broma macabra del destino es esta?

Intenté convencerla de que su frente no necesita una toxina que inactive sus músculos, de que dejara de ver putos reels de Instagram con mujeres perfectas rellenas de filtros beauty.

Ella se ancló en el conocido '—Si puedo verme mejor, ¿por qué no hacerlo?' a lo que respondí: '—Pues porque estás eligiendo el camino fácil, cariño'.

Y ahí acabó toda disquisición.

No sé cómo terminará esto.


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Ya no digo 'me voy a dormir'; digo 'voy a centrifugarme'.

Noche tras noche dando vueltas hacia ambos lados, aguantando el peso de las paredes sobre mi cuerpo; de los pensamientos sobre mi mente.

Respiro. El 4-7-8. Repito. Relajo. Quizá ahora.

Un sonido cualquiera estira con fuerza de mis pies hacia la vigilia. De nuevo en el punto de partida. Pasa por mi cabeza chuparme un Diazepam de emergencia, guardado entre paños para ocasiones especiales, para noches imposibles contra las que pelear garantiza medalla de oro en perder.

Descarto la idea. Sé fuerte, me digo. Aguanta.

Me resigno. A veces sudo. Un calor ardiente que emana desde mis entrañas e irradia por todos los capilares, venas y músculos hasta empaparme. Me destapo completamente. Sentir de nuevo el sudor, pero esta vez frío.

No quiero mirar la hora: el reloj guillotinaría mi esperanza de descanso. Sé que es tarde.

Ella duerme a pierna suelta. Finalmente caigo vencido. He vencido.

Fundido a negro.


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Respondes a tu cuñado en la comida familiar con dardos explosivos directos a la línea de flotación. Y te la suda. Se resquebraja la tranquilidad y explota en mil pedazos. Metralla que salpica a todos los comensales que ya no comen paella sino verbos y adjetivos calificativos enterrados y, ahora, resucitados como muertos vivientes en la mesa dominical.

Y no se trata de ser maleducado o pecar de exceso de sinceridad. No se trata de dañar por placer. Es la edad en la que te la suda todo porque tienes el trabajo hecho. Los setenta.

El camino a los setenta es la subida al pico más alto del final de nuestra vida. Subir hasta la cima para poder morir en la caída. Que no haya fallo ni mecanismo de seguridad suficiente para frenarte.

Y que caiga contigo todo lo demás. Al pozo más profundo del me la suda todo.


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No hay nada como divorciarse para recuperar la líbido. Y si no, preguntadle a mi vecino.

Mi vecino folla fuerte. Bueno, en realidad es a ella a quien escuchamos gemir, jadear y hablar con deje sexual. Él es más de engolar la garganta; de toser hacia dentro. También debe tener la polla más irritada que el entremuslo de un obeso.

El verano de 1998 lo pasé recogiendo nabos en una granja de Totnes, una localidad ubicada en el suroeste de Reino Unido. Fue una especie de castigo por haber suspendido todas las asignaturas de COU. Mis padres pensaron que me vendría bien cambiar de aires, aprender algo de inglés y alejar la cabeza de los problemas adolescentes que me aquejaban (ella se fue con el subnormal del grupo).

Lo que recuerdo de aquel verano fue la preciosa guitarra acústica que me compré en el mercadillo local, lo increíblemente bonita que era la ciudad y las folladas que pegaba la pareja —amigos de mis padres— que me había acogido mientras yo trataba de dormir para levantarme al día siguiente a las 6am y dedicar otra jornada a recolectar hortalizas al sol.

Follar gimiendo o gritando debe tener algún tipo de beneficio frente a no hacerlo porque lo he notado en mis propias pieles. Mis eyaculaciones han sido más prominentes y la sensación de placer es, quizá, superior a follar en silencio. No sólo sientes más excitación si tu pareja te hace ver que disfruta utilizando el lenguaje o las muecas, sino que tú mismo liberas y explotas con más intensidad.
Creo que ahí no hay duda y que todos podemos estar más o menos de acuerdo.

La otra parte viene cuando son los demás (léase vecinos o hijos que habitan la misma casa) los que tienen que soportar que tú o tu pareja expreséis con total desvergüenza los placeres de la carne. Sé que es inevitable escuchar la palmada sorda cuando golpea la cadera contra el culo si está a cuatro, pero igualmente sé que puedes taparte la boca, ponerte una almohada o respirar fuerte en lugar de chillar para dar tregua a los demás.

Hay tiempo de follar con gritos y sin problemas, hay tiempo de follar.

La escalada sexual de mi vecino está en declive. Ya no folla a las 23h y a las 7am. Ahora sólo lo hace a las 23h. Como un reloj. Como si tuviera un recordatorio.

Yo sólo espero, paciente, a que su reciente divorcio y nuevo noviazgo se convierta en la rutina en la que todos vivimos. Y folle a las 23h, como un reloj, una vez a la semana. O al mes. O al trimestre. Y ella deje de gemir. Y él de engolar.

Y, entonces, follen en silencio como hace el resto del mundo.


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Comentaba con un compañero la necesidad de un buen baño de realidad de vez en cuando que te ponga en sintonía con el universo y te haga olvidar, aunque sea durante un breve lapso de tiempo, lo estúpido que eres.

Lo comentaba a colación del típico suceso laboral con el típico cliente abusador. Lo de siempre. Y ahí fui yo, a cerrarle la cremallera con un huevo fuera, acorralarlo con hechos probados y a disfrutar, ya que estaba, de un buen cubata lleno hasta los topes que empapaba mi barba con las gotas de su vergüenza resbalando entre los pelos.

No hay nadie exento de recibir una buena reprimenda vital; un meteorito directo a tu cabeza que no ves llegar porque no miras más allá. Te alcanza y te destroza, haciéndote explotar como una construcción infantil, enviando las piezas que conforman tu estabilidad a lugares recónditos como el hueco bajo la cocina o detrás de la nevera.

Y un día, limpiando a fondo, encuentras triste y arrinconada a tu confianza; la rescatas, le sacudes el polvo y consigues rehacerte hasta la venida de una nueva ola de destrucción.

El dentista nos ha dicho que Irene padece agenesia dental, es decir, no tiene recambios para una gran parte de sus dientes de leche. Exactamente 17. Ahí es donde entra la vida a recordarte que no debes distraerte ni perder el norte porque si bajas la guardia, llega la hostia. Instintivamente cambian tus prioridades —otra vez—, se te reordenan los chakras y te centras en lo importante. La agenesia dental no es una afección grave pero sí afecta a la confianza y a la autoestima en adolescentes que ven cómo sus dientes caen y queda la oscuridad. La dentista, con la ayuda del tiempo, inventará mil formas de ocultar el vacío hasta poder atornillar a su maxilar todas y cada una de las piezas necesarias que recompongan la sonrisa y restauren la autoestima. Que vuelva lo importante.

Entramos al dentista sin saber lo que era agenesia. Salimos con una deuda futura de veinte mil euros. Nos empujan pero no nos tumban. Puta bida.

#shithappens


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Mi padre solía llegar a casa del trabajo con uno o dos panecillos Sodexo en bolsas microperforadas guardados en su capazo de mimbre. Algunos días, incluso eran tres o cuatro los que acababan llenando los cajones de nuestro congelador.

Mi padre inventó el TooGoodToGo treinta años antes de que fuera mainstream. Él salvaba a diario comida que, de otro modo, acababa en los macrocontenedores de prensado de basura de la empresa. Lo hacía por principios, porque la comida no se tira, porque en un comedor con más de 10.000 empleados sentados en sus mesas se contaban por miles los panecillos que se apilaban dentro de enormes bolsas negras.

Micromundos disfuncionales.

La comida no se tira; la electricidad no se malgasta; el agua no se deja correr sin motivo. Mantras que flotaban en el aire de la casa familiar y que me han acompañado hasta hoy.

A escala universal, mi cerebro no es capaz de abarcar la comida que se tira, la electricidad que se malgasta, el agua que se deja correr sin un motivo.

Macromundos disfuncionales.

A veces llego a casa del trabajo y recuerdo cómo en casa siempre había panecillos embolsados.

No importaba que fuera domingo.


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No me gusta ver sufrir a la gente que quiero, por eso le dije a Paula que ese día no quería subir a la habitación del hospital para visitar a Juan, su padre.

Quizá decir 'no me gusta' es la peor forma de autoprotección que existe y deja en evidencia nuestras propias debilidades pero, buceando entre lóbulos y circunvoluciones, alcanzo a divisar otra de las causas protagonistas: mi propio miedo a la enfermedad. Presente durante décadas y manifiestamente activo con cada brote vírico, dolor no focalizado o síntoma en el margen del libro de medicina más grande del mundo: Google.

Tras la niebla, la imagen me lleva al ascensor de un hospital viejo, con los números de los pisos desgastados por el uso y el quejido rítmico del motor que pide clemencia y engrase desde hace años.

Toco a la puerta y accedo a la habitación donde me espera un Juan delgado como el apellido de Perico.
Lo abrazo y lo siento sano, alejado del oscuro monstruo que replica células.

Desaparece el miedo y se instala la calma.

Al despertar, me giro en la cama para anunciar a Paula que he soñado con su padre. Me mira, entre extrañada y alarmada, y me responde:

—Yo también.


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Volvíamos en moto hasta su casa, ubicada en una población dormitorio a las afueras de la ciudad y lejos del centro, donde había tenido lugar la primera cena de clase universitaria. Era tarde, sobre las 3 am; también era noviembre y las noches empezaban a refrescar y a empaparlo todo en humedad.

Notaba sus manos agarradas a mi cintura firmes pero sin presión, tranquilas. Zigzagueamos entre los pocos coches que quedaban circulando por las grandes avenidas y salimos a la circunvalación prácticamente solos.

El viento que se colaba por las rendijas del casco desplazaba hacia afuera el aliento a sangría barata, bocadillo de calamares y ajoaceite de garrafa, un menú que se repetiría más veces durante mi época de estudiante.

Aparqué la moto justo en la puerta de su edificio y ella me invitó a subir.

—¿Dónde?—pregunté, a sabiendas de que su familia estaba en casa. —Al cielo—sonrió.

Nunca una descripción fue tan literal.

Subimos a hurtadillas desde el último piso donde nos abrió sus puertas el ascensor hasta los últimos escalones que daban paso a la puerta de la terraza. Antes de quitarme la chaqueta y dejar el casco en el suelo ya me estaba lamiendo el cuello, llegando hasta la boca y besándome con ganas.

Noté sus labios carnosos, el sabor a tabaco y su lengua buscando la mía. Me sentó en un escalón, se encajó sobre mis piernas y comenzó un movimiento de vaivén que parecía querer borrar las costuras de nuestros pantalones.

Años más tarde lo llamaron petting.

Nos rozamos hasta el dolor y el enrojecimiento. Era noviembre y todo estaba húmedo.

Después siempre volvía a casa solo.

El viento que se colaba por las rendijas del casco desplazaba hacia afuera el aliento a tabaco y a saliva ajena.


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Hola desde #AsahiLinux en mi Macbook Air M1.
Yo también me pregunto POR QUÉ.

Captura de pantalla del escritorio de Asahi Linux.

La primera vez que instalé linux en un ordenador fue en 2005. Fue OpenSuse Linux, iba a la universidad y todavía tenía pelo en la cabeza.

Más tarde supe que lo perdí por eso. (Es broma).

Por aquella época no conseguí hacer funcionar nada porque mis conocimientos sobre Linux son exactamente los mismos que ahora: nulos. Tenía un amigo que me ayudó a instalarlo, a configurarlo, a ejecutarlo, a responder mis llamadas con dudas infinitas mientras me dictaba código.

Al poco tiempo dejó de ser mi amigo. (Es broma).

No tardé en volver a Windows porque en Windows todo funcionaba. Era así de simple. No tenía que pelearme con la descarga de repositorios, códecs y controladores. No tenía que montar unidades externas. Windows era la paz en medio de la tormenta: lo instalo y sudo de todo.

La segunda vez en mi vida que he instalado Linux ha sido esta semana. Concretamente, me he aventurado a instalar una versión todavía en fase beta para procesadores Apple Silicon (M1, M2, M3): se trata de Asahi Linux. Ya no tengo pelo, tampoco voy a la universidad y, al contrario que aquella primera vez, no cuento con la asistencia de mi amigo experto en la materia al que calentar la oreja al teléfono o por mensajes de voz en WhatsApp.

Es un yo me lo guiso, yo me lo como, yo me equivoco, yo me desespero. Todo funciona algunas cosas regular no estoy acostumbrado a esto entonces para qué te metes ./install.sh gilipollas.

Me gusta usar Linux porque desprende ese olor fresco del calcetín limpio. Me gusta que sea de código abierto, libre, con aplicaciones que funcionan como esperas que lo hagan. En Asahi Linux se usa GNOME como entorno de escritorio y me parece bonito. Igual de bonito que un MacOS (hay una clara inspiración), pero sin que parezca una copia. También se diferencia de Windows. Tiene entidad y personalidad propia.

En el día a día me fallan algunas cosas, sobre todo las que tengo más asociadas a mi uso en MacOS: acciones como los gestos con tres y cuatro dedos, el zoom usando CTRL+deslizamiento, seleccionar texto y arrastrar ventanas los tengo tan integrados en mi memoria muscular que me cuesta mucho desconectarlos de mi cabeza y empezar a usar unos nuevos. Amén de los gestos (espero poder configurarlos a mi gusto en poco tiempo), estoy encontrando algunos problemas menores que hacen la experiencia un poco más amarga:

  1. El WiFi reconecta cuando quiere al salir de reposo (casi nunca).
  2. El escalado de los objetos de la interfaz es demasiado elevado (es decir, todo es extra-grande) y cuando lo configuro a un nivel inferior, al reiniciar o al iniciar sesión vuelve al tamaño por defecto. Este, sin duda, es el peor de todos los problemas porque afecta a cómo se comportan las ventanas en el escritorio principal y en los secundarios. EDIT– solucionado usando este comando:
    $ gsettings set org.gnome.mutter experimental-features “['scale-monitor-framebuffer']”
  3. Hay aplicaciones que no consigo instalar y que me gustaría usar. Me he leído los README y los FAQ y, aún así, soy incapaz. Seguiré intentándolo.
  4. El scroll no tiene peso. Es muy molesto si vienes de un scroll 'con física y peso'. Le falta precisión.

Cuando la cosa se pone fea o me canso de probar lo dejo un tiempo, busco en foros, veo vídeos. Sobre todo, tengo la intención de intentar entender cómo funciona el sistema y los comandos por el simple hecho de aprender a desenvolverme mejor. Es un proyecto personal a medio plazo que me motiva aunque vea muy lejos decantarme al 100% por este sistema cosa que, por otra parte, veo totalmente innecesaria. ¿Por qué iba a cerrarme puertas o a dejar de usar otros sistemas con los que disfruto?

Seguiremos informando.


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