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Le pregunto a mi padre por su última cita, de la que nos habló la última vez que cenamos juntos y con la que la situación rayaba la friendzone.

—Hemos echado de menos una cama—dice.

Mi padre, para poneros en contexto, tiene 70 años. Pero no son exactamente los setenta que te imaginas (gordo, calvo y con un pie en la tumba) porque todavía conserva el vigor y la vitalidad de una persona de cincuenta.

El movimiento, el sol, la vida social y no saber cocinar lo han conservado en un estado de envejecimiento lento ayudándolo a alcanzar la setentena sin achaques: ni azúcar, ni colesterol, ni tensión alta. ¿La jubilación? Su prime.

Lo que más me perturba de mi padre es que folla más que yo. Lo sé porque sé lo que follo yo y lo que folla él. No es una meta inalcanzable, pero no consigo imaginarme como él a su edad. Mi mente me devuelve una imagen mucha más envejecida, arrugada y flácida de lo deseable.

Desde que enviudó, ha tenido más parejas que yo en toda mi vida. Algunas, hasta 25 años más joven: asiáticas, manchegas y hasta una pepera —definiéndose él como ácrata— figuran en su álbum de parejas.

—Tu cadera ya no es lo que era —le digo entre risas, porque sé que ha tenido que apañarse como ha podido en el coche.

Él también se ríe. Hoy cenamos juntos.


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