heyazorin

Mi padre solía llegar a casa del trabajo con uno o dos panecillos Sodexo en bolsas microperforadas guardados en su capazo de mimbre. Algunos días, incluso eran tres o cuatro los que acababan llenando los cajones de nuestro congelador.

Mi padre inventó el TooGoodToGo treinta años antes de que fuera mainstream. Él salvaba a diario comida que, de otro modo, acababa en los macrocontenedores de prensado de basura de la empresa. Lo hacía por principios, porque la comida no se tira, porque en un comedor con más de 10.000 empleados sentados en sus mesas se contaban por miles los panecillos que se apilaban dentro de enormes bolsas negras.

Micromundos disfuncionales.

La comida no se tira; la electricidad no se malgasta; el agua no se deja correr sin motivo. Mantras que flotaban en el aire de la casa familiar y que me han acompañado hasta hoy.

A escala universal, mi cerebro no es capaz de abarcar la comida que se tira, la electricidad que se malgasta, el agua que se deja correr sin un motivo.

Macromundos disfuncionales.

A veces llego a casa del trabajo y recuerdo cómo en casa siempre había panecillos embolsados.

No importaba que fuera domingo.


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No me gusta ver sufrir a la gente que quiero, por eso le dije a Paula que ese día no quería subir a la habitación del hospital para visitar a Juan, su padre.

Quizá decir 'no me gusta' es la peor forma de autoprotección que existe y deja en evidencia nuestras propias debilidades pero, buceando entre lóbulos y circunvoluciones, alcanzo a divisar otra de las causas protagonistas: mi propio miedo a la enfermedad. Presente durante décadas y manifiestamente activo con cada brote vírico, dolor no focalizado o síntoma en el margen del libro de medicina más grande del mundo: Google.

Tras la niebla, la imagen me lleva al ascensor de un hospital viejo, con los números de los pisos desgastados por el uso y el quejido rítmico del motor que pide clemencia y engrase desde hace años.

Toco a la puerta y accedo a la habitación donde me espera un Juan delgado como el apellido de Perico.
Lo abrazo y lo siento sano, alejado del oscuro monstruo que replica células.

Desaparece el miedo y se instala la calma.

Al despertar, me giro en la cama para anunciar a Paula que he soñado con su padre. Me mira, entre extrañada y alarmada, y me responde:

—Yo también.


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Volvíamos en moto hasta su casa, ubicada en una población dormitorio a las afueras de la ciudad y lejos del centro, donde había tenido lugar la primera cena de clase universitaria. Era tarde, sobre las 3 am; también era noviembre y las noches empezaban a refrescar y a empaparlo todo en humedad.

Notaba sus manos agarradas a mi cintura firmes pero sin presión, tranquilas. Zigzagueamos entre los pocos coches que quedaban circulando por las grandes avenidas y salimos a la circunvalación prácticamente solos.

El viento que se colaba por las rendijas del casco desplazaba hacia afuera el aliento a sangría barata, bocadillo de calamares y ajoaceite de garrafa, un menú que se repetiría más veces durante mi época de estudiante.

Aparqué la moto justo en la puerta de su edificio y ella me invitó a subir.

—¿Dónde?—pregunté, a sabiendas de que su familia estaba en casa. —Al cielo—sonrió.

Nunca una descripción fue tan literal.

Subimos a hurtadillas desde el último piso donde nos abrió sus puertas el ascensor hasta los últimos escalones que daban paso a la puerta de la terraza. Antes de quitarme la chaqueta y dejar el casco en el suelo ya me estaba lamiendo el cuello, llegando hasta la boca y besándome con ganas.

Noté sus labios carnosos, el sabor a tabaco y su lengua buscando la mía. Me sentó en un escalón, se encajó sobre mis piernas y comenzó un movimiento de vaivén que parecía querer borrar las costuras de nuestros pantalones.

Años más tarde lo llamaron petting.

Nos rozamos hasta el dolor y el enrojecimiento. Era noviembre y todo estaba húmedo.

Después siempre volvía a casa solo.

El viento que se colaba por las rendijas del casco desplazaba hacia afuera el aliento a tabaco y a saliva ajena.


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Hola desde #AsahiLinux en mi Macbook Air M1.
Yo también me pregunto POR QUÉ.

Captura de pantalla del escritorio de Asahi Linux.

La primera vez que instalé linux en un ordenador fue en 2005. Fue OpenSuse Linux, iba a la universidad y todavía tenía pelo en la cabeza.

Más tarde supe que lo perdí por eso. (Es broma).

Por aquella época no conseguí hacer funcionar nada porque mis conocimientos sobre Linux son exactamente los mismos que ahora: nulos. Tenía un amigo que me ayudó a instalarlo, a configurarlo, a ejecutarlo, a responder mis llamadas con dudas infinitas mientras me dictaba código.

Al poco tiempo dejó de ser mi amigo. (Es broma).

No tardé en volver a Windows porque en Windows todo funcionaba. Era así de simple. No tenía que pelearme con la descarga de repositorios, códecs y controladores. No tenía que montar unidades externas. Windows era la paz en medio de la tormenta: lo instalo y sudo de todo.

La segunda vez en mi vida que he instalado Linux ha sido esta semana. Concretamente, me he aventurado a instalar una versión todavía en fase beta para procesadores Apple Silicon (M1, M2, M3): se trata de Asahi Linux. Ya no tengo pelo, tampoco voy a la universidad y, al contrario que aquella primera vez, no cuento con la asistencia de mi amigo experto en la materia al que calentar la oreja al teléfono o por mensajes de voz en WhatsApp.

Es un yo me lo guiso, yo me lo como, yo me equivoco, yo me desespero. Todo funciona algunas cosas regular no estoy acostumbrado a esto entonces para qué te metes ./install.sh gilipollas.

Me gusta usar Linux porque desprende ese olor fresco del calcetín limpio. Me gusta que sea de código abierto, libre, con aplicaciones que funcionan como esperas que lo hagan. En Asahi Linux se usa GNOME como entorno de escritorio y me parece bonito. Igual de bonito que un MacOS (hay una clara inspiración), pero sin que parezca una copia. También se diferencia de Windows. Tiene entidad y personalidad propia.

En el día a día me fallan algunas cosas, sobre todo las que tengo más asociadas a mi uso en MacOS: acciones como los gestos con tres y cuatro dedos, el zoom usando CTRL+deslizamiento, seleccionar texto y arrastrar ventanas los tengo tan integrados en mi memoria muscular que me cuesta mucho desconectarlos de mi cabeza y empezar a usar unos nuevos. Amén de los gestos (espero poder configurarlos a mi gusto en poco tiempo), estoy encontrando algunos problemas menores que hacen la experiencia un poco más amarga:

  1. El WiFi reconecta cuando quiere al salir de reposo (casi nunca).
  2. El escalado de los objetos de la interfaz es demasiado elevado (es decir, todo es extra-grande) y cuando lo configuro a un nivel inferior, al reiniciar o al iniciar sesión vuelve al tamaño por defecto. Este, sin duda, es el peor de todos los problemas porque afecta a cómo se comportan las ventanas en el escritorio principal y en los secundarios. EDIT– solucionado usando este comando:
    $ gsettings set org.gnome.mutter experimental-features “['scale-monitor-framebuffer']”
  3. Hay aplicaciones que no consigo instalar y que me gustaría usar. Me he leído los README y los FAQ y, aún así, soy incapaz. Seguiré intentándolo.
  4. El scroll no tiene peso. Es muy molesto si vienes de un scroll 'con física y peso'. Le falta precisión.

Cuando la cosa se pone fea o me canso de probar lo dejo un tiempo, busco en foros, veo vídeos. Sobre todo, tengo la intención de intentar entender cómo funciona el sistema y los comandos por el simple hecho de aprender a desenvolverme mejor. Es un proyecto personal a medio plazo que me motiva aunque vea muy lejos decantarme al 100% por este sistema cosa que, por otra parte, veo totalmente innecesaria. ¿Por qué iba a cerrarme puertas o a dejar de usar otros sistemas con los que disfruto?

Seguiremos informando.


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bbb tres veces al día tres roces con ojos abiertos muelle en tus labios imanes de polos idénticos repelente inapetente concertinas con saliva tú la llevas y te vas haces check en la tarea la salida de emergencia la huida sin respuesta triple b al despertar al reencontrar al acostar. los besos sin queso.


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me despierto a (las) cuatro porque hay fiesta de la espuma en mi barriga, gateo hasta el váter, me encaramo a la taza todavía con los ojos cerrados y ametrallo la loza, blanca como la luz que se cuela entre las rendijas de mis párpados que no entienden por qué es tan pronto y hay ya tanta actividad, que no entienden del retortijón —que parece un postre pero es un dolor.

cuando la fiesta termina vuelvo a la cama tiritando, me tapo hasta la frente y me encojo hasta tocar el pecho con las rodillas —que pase pronto, pido.

la noche se llena de sueños fríos y pesadillas absurdas en las que una mujer muere del susto que le propina el camarero de mi bar de confianza.

suena a las 7: 17 am la alarma del reloj que olvidé quitar por despistado, el colofón final a una noche de mierda.


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Esta última semana hemos comenzado a ver la serie argentina 'El Encargado' (Disney+) cuya premisa es sencilla: Eliseo —encargado o portero del edificio— se entera de que quieren construir un espacio deportivo con piscina y gimnasio en el ático donde vive, obligándolo a aceptar el despido de un trabajo al que ha dedicado los últimos treinta años de su vida.

Más allá de la trama y de una magistral actuación de Guillermo Francella, la serie ha desbloqueado en mi memoria escenas del pasado. Un pasado en el que estuve hasta los cinco años viviendo en casa de mis abuelos en el ático de un edificio de una de las avenidas más conocidas de Valencia. En ese piso de 50 metros con un único aseo compartían su espacio conmigo mis dos abuelos y uno de mis tíos (el pequeño). Así comencé a escuchar bandas como The Waterboys o Simple Minds sin saber todavía leer las portadas de sus casetes.

Mi abuelo salía de casa a las 6:55 am, se montaba en un ascensor que no contaba con cancela interior (podías tocar con tu mano los muros del edificio mientras subías o bajabas) y llegaba hasta la planta baja donde un mostrador ovalado de madera oscura lo esperaba.

Cuando mis abuelos se mudaron a Valencia desde La Mancha profunda, cambiaron la vida y el trabajo de campo por la vida y el trabajo de ciudad. Mi abuela dejó de tejer y de coser balones y se centró en la crianza y el mantenimiento de la vida familiar; por su parte, mi abuelo consiguió trabajo como portero y le fue asignada la casa de la portería, que sirvió de primer refugio para toda la familia.

Como Eliseo en 'El Encargado', trabajar en la portería de un edificio importante requería de mi abuelo disposición y, por encima de todo, discreción. Me imagino lo que vio, lo que calló y lo que ocultó.

La rutina de Eliseo y la de mi abuelo eran muy similares: solucionar problemas de mantenimiento de los vecinos, recibir y repartir su correspondencia, recoger la basura, limpiar las zonas comunes... y, durante esa jornada, observar. Detectar patrones. Analizar movimientos fuera de lo común. Conectar.

Debió ser inevitable. Dentro de ti, de forma automática, se crean asociaciones de días, horas, salidas y entradas, visitas, amigos de, parejas de, amantes de. Estás ahí todo el día, seis días a la semana con el único descanso del domingo. Tu mundo es tu edificio, de que no sales siquiera para dormir. Sigues dentro, en la crisálida. Sales a la calle a fumar Ducados; te acercas al bar que hay justo al lado a por el carajillo de Terry y comentas con el dueño la última jugada de.

Escupes el humo, la garganta quema por el último trago, vuelves a la silla y esperas, hojeando el periódico.


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Mi suegra tiene 72.

En la comida dominical junto a parte de la familia —por rencillas, en toda familia falta parte de la familia— ha deslizado su intención de ir al médico para que le recete esas pastillas que te ayudan a dejar de fumar.

Debe haberlo notado porque se ha girado hacia mí, pero mi mirada ha sido fulminante.

Esa pastilla mágica de la que habla es el Todacitan y su principio activo actúa sobre la nicotina, reduciendo el síndrome de abstinencia.

La revelación, pronunciada justo antes de llegar a los postres, ha provocado un intenso debate sobre un par de temas:

  1. La necesidad de medicarse para abandonar una adicción como el tabaquismo.
  2. La voluntad real de querer dejar de fumar.

El debate, acalorado y divertido, ha sacado trapos sucios familiares, historias incontables y escenas desconocidas volviendo a unirnos en las sobremesas eternas de los domingos alrededor de una mesa. La familia.

Mi suegra tiene 72. Justo la edad a la que murió mi suegro hace dos años.

Ella nos ha recordado, ufana, que dejó de fumar inmediatamente después de que le diagnosticaran cáncer de páncreas a mi suegro. Fue una promesa que le hice, cuenta. Si todo salía bien, dejaba de fumar y así lo hice.

Al final no salió bien. Ni una cosa ni la otra.

No obstante, he aprovechado para comentar mi teoría como buen exfumador que soy y que es tan sencilla como establecer tus prioridades. Para mí, la salud es la prioridad. Está por encima del alcohol, del tabaco, de las drogas o del azúcar y los procesados. Si mi salud está por encima, lo que haya por debajo no puede alterarla. Es mi mantra.

Para mi suegra, la salud de su marido fue la prioridad cuando se hizo la promesa y por eso consiguió dejar de fumar de un día para otro. Cuando la salud de Juan empeoró y las noticias de los médicos escribían con tinta invisible lo que todos sabíamos, dejó de serlo y volvió a retomar el hábito.

Con este razonamiento he intentado hacerle entender que, aunque se medique con pastillas, no dejará de fumar si sus prioridades no cambian. Lo que hará es dejar las pastillas.

Y, por otra parte, ¿cuál es la necesidad real de abandonar una adicción que te gusta llegados a cierta edad? Recuerdo a mi madre sentada en la silla adaptada con medio cuerpo paralizado por un ictus. La recuerdo fumando frente a la puerta del jardín y me recuerdo a mí mismo echándole la bronca porque estaba fumando. No entendía cómo era posible que, estando tan jodida, siguiera cavando a más velocidad su propia tumba.

Era fácil de entender, pero yo tenía 22 años.

Fumar era de los pocos momentos de su día donde no tenía que preocuparse de nada más que de ver cómo el humo ascendía hacia el techo y se colaba por las rendijas de la puerta. En ese momento estaba tranquila y olvidaba que su vida se había convertido una putísima mierda. Que era completamente dependiente. Que nunca volvería a utilizar su brazo izquierdo ni a andar sin ayuda.

Las prioridades hay que elegirlas antes. Cuando ya es demasiado tarde, poco importa.

De camino hacia la puerta cuando ya todos nos íbamos de su casa, ha decidido no ir al médico porque ella no quiere dejar de fumar. Y la aplaudo, joder. Porque mi suegra tiene 72 y para lo que me queda en el convento, me cago dentro.


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En el podcast de Omar se muere, Omar se muere. El podcast en sí mismo es un spoiler de lo que iba a ocurrir. El mensaje no dejaba lugar a la duda.

Una vez sabes el final, te acercas de otra manera. No existe la incertidumbre ni la ansiedad. No esperas. No hay final alternativo. Nadie salva a la princesa.

Omar charla animadamente con Antonio Castelo sobre su vida sin dejar que el cáncer adquiera más protagonismo del que le toca. Bromea sobre él y consigue introducirte en sus venas —como la quimioterapia— para que avances sobre el delgado equilibrio entre la salud y la enfermedad. Sientes cuando está mejor y cuando está peor. Lo notas en su voz y en su respiración. Lo notas en la claridad de sus respuestas. O en la falta de ella. Pero, sobre todo, lo notas cuando pasan las semanas y no hay un nuevo episodio.

Omar acabó muriendo para él y para todos nosotros un 27 de marzo de 2021. Se fue sabiendo adónde iba. Tenía 33 años.

Pablo Ráez tenía sólo 20. Su historia, como la de Omar, acaparó cientos de portadas en diarios y revistas. El eco de su mensaje llegaba donde nunca antes habían llegado otros gracias a su carisma y a las redes sociales. Muchos nos volcamos en su historia. Fabricamos superhéroes: ¿Cómo no iba a superar Pablo su leucemia si ya lo había hecho antes? Quizá no estábamos preparados para que, esta vez, no fuera así.

Hace unos meses se publicó un documental sobre su lucha y su legado, el tercer documental sobre su figura y sus logros. Sobre su lema: #siemprefuerte.

Pablo y Omar son dos caras de la misma moneda. Dos personas que hablan abiertamente de su situación sin maquillaje ni florituras. De la crudeza. Del dolor. Pero también de la superación y de los días buenos. De valorar. De respirar hondo. De sentir la vida.

Y, ¿a qué viene todo esto? A que hoy me he topado con el último podcast de Pedro Sánchez. En este nuevo Bala Extra conversa con su amigo el Sr. Vampi acerca del cáncer de colon que este último padece.

Y la historia se repite. Se habla sin miedo. Se elimina el tabú. Nadie quiere morir y se muere menos si hay más gente que te ayuda a vivir.

Según estadísticas, el 50% de la población mundial masculina y el 33% de la femenina tendrá algún tipo de cáncer a lo largo de su vida.

No sé, quizá sea momento de hablarlo.


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No quiero cantar victoria, pero la primera gran crisis de la gripe A parece que sale por la puerta de casa sin afectarme. No es porque sea un superhombre, sino porque la pasé en abril de 2023 y confío en que algún anticuerpo queda haciendo su trabajo aún cuando lo vi por el microscopio ahuecando sus maletas y guardando en ella sus recuerdos: el retrato con su anticuerpa; las últimas vacaciones en higadillos; el primer billete de artrenria.


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