Edhelrain

Diario de un Elfo Errante

Tenía un poco olvidada la escritura en el Diario. Y si bien no es necesario (no quiero obligarme a nada) quiero alegrar la jornada a mis diez mil seguidores, que entre penas y labores quisieran saber de mí. Así que ya estoy aquí, contando mis pormenores.

Foto de una playa con una estatua de una especie de delfín en primer plano, y un arcoiris sobre el mar, de fondo

¿Y qué he hecho en estas semanas? ¡De todo! Espero acordarme: ir a la playa a torrarme cual si no hubiera un mañana, ir con gente tolkieniana de guateque a La Laguna (ciudad bonita, si hay una), y asistir a un festival de cortos (no estuvo mal, mas fue experiencia raruna).

Foto de una cala espectacular, apartada entre montañas bajo un sol radiante

Y seguimos de excursiones; playas fantasmas, senderos ocultos y volanderos, con misterio y emociones; y conciertos a montones, grupos de folk, habaneras... Y, cuando menos lo esperas, ¡ay! Visitas al dentista; que en esta vida juerguista no todo es como quisieras.

foto de un concierto bajo una carpa modesta, un grupo de unas cuarenta personas, vestidos con trajes tradicionales, guitarras y voces principalmente

Y más cosas que no cuento (contar todo no se debe, y quiero ser algo breve, sí se ha de leer este invento). Lo digo como lo siento, mi estimada compañía: la vida en esta isla mía no está para nada mal. Hasta aquí el relato actual; ¡seguiremos otro día!

foto de un muro de piedra, con un lagarto grande con la barba de llamativo color azul apostado sobre la piedra

Vivo en la calle Baltasar Martín. Anteriormente, al parecer, era conocida como Calle de los Molinos, pero en 1901 se decidió cambiar su nombre para honrar a esta singular persona, cuya historia merece ser contada en este Diario.

Porque La Palma era una isla castigada por el azote cruel de los corsarios. Todos los que hayan sufrido sus ataques y desmanes saben de lo brutales y desalmados que pueden llegar a ser. Así ocurrió, de hecho, en 1553, cuando una pérfida banda de estos malhechores invadió Santa Cruz y la sometió a saqueos e ignominias continuas.

Estos corsarios eran, claro, franceses, y su líder, el más violento y despiadado de todos, era el famoso François de Clerc, conocido por el pseudónimo de Jambe de Bois; traducido a la lengua actual de estas islas, efectivamente: Pata de Palo.

Pasaron días de saqueos y nadie en la capital era capaz de hacerles frente, hasta que, de Garafía, en la zona norte de la isla, un pastor aguerrido llamado Baltasar Martín decidió vengar esta afrenta y socorrer a sus paisanos, con lo que reclutó una partida de valientes paisanos y atravesó la isla, entrando en la ciudad precisamente por la calle que ahora lleva su nombre, y sometiendo a los piratas a tal castigo que hubieron de volver a sus barcos y escapar con el consabido rabo entre las piernas (de palo).

Foto de una bonita calle de aspecto antiguo, con suelo empedrado, en cuesta, rodeada de casas tradicionales

Hubiera sido un final feliz sin tacha alguna, de no ser por el triste detalle de que, cuando Baltasar se dirigió a la cercana iglesia de San Francisco para dedicar su triunfo al Altísimo, un monje, desconociendo el resultado de la postrera batalla y tomando a nuestro héroe por un impío saqueador, le atizó desde lo alto un ladrillazo que lo dejó seco en el suelo.

Y así acabó esta historia de heroísmo y tragedia, recordándonos que no siempre los bienhechores obtienen lo que se merecen. O, al menos, así se cuenta aquí.

Pero Santa Cruz es una ciudad que no alberga rencor frente a sus ofensores. Por eso, este 4 de agosto se celebrará un año más el Día del Corsario, en el que se conmemorarán los luctuosos pero épicos hechos de 1553. Allí estaremos.

(Nota: hay quien dice que los sucesos narrados no ocurrieron exactamente como los cuenta la leyenda, pero esperamos que nadie haga caso alguno a esas vergonzantes patrañas)

Ya era consciente de esta paradoja cuando vine aquí: en lo referente a la oferta cultural, a veces menos es más. El ejemplo era claro: en Madrid estás rodeado de ofertas, podrías ir a diez conciertos y quince obras de teatro por semana, si quisieras. Pero la realidad es que, para la gran mayoría de la gente, nunca se va a nada. Las distancias, los precios, la antelación con la que hay que programarlo, o simplemente la pereza a la que la ciudad nos acostumbra nos lo impide.

En un lugar pequeño, sin embargo, las opciones son infinitamente más limitadas, pero por una parte, esto aumenta su valor (hola, ley de oferta y demanda), y por otro, son mucho más accesibles, con lo que puede ocurrir que al final la vida cultural sea incluso más rica que la de la ciudad.

Pero claro, esto era un razonamiento teórico, y no sabía si la práctica lo confirmaría.

Bien, he ido a más conciertos en estas tres semanas que en, literalmente, todo el último año en Madrid. Dato anecdótico, quizás, pero ahí está.

Y si hubiera sido mi estilo, estos conciertos podían haber sido, por ejemplo, Ricky Martin, La Oreja de Van Gogh o los Mojinos (me los encontré dando un concierto a las cinco de la tarde en la plaza de Los Llanos de Aridane... eso sí que es un encuentro random!).

Pero mi estilo, claro, es otro.

Por eso el 1 de junio me cogí la guagua y me planté en diez minutos en las antiguas Salinas de Los Cancajos (Breña Baja) para escuchar a Cali Fernández, cantante tinerfeña que se ha especializado en la música argentina... y a poco que me conozcáis, sabréis que eso para mí es Una Cosa.

Foto en primer plano de una mujer con media melena, camisa blanca y mirada serena

Así que podéis imaginar lo que disfruté entre zambas, tonadas y chacareras, con la espléndida voz de Cali, y muy bien acompañada al piano.

Y el Sur (el Sur global, aunque geográficamente a veces sea Norte) me seguía llamando. De manera que el día 12 me planté otra vez en Breña Baja, pero esta vez en el pueblo de San José, en la Sociedad de la Juventud Española (lugar que no hacía honor a su nombre), donde tuve el honor de ver a José Luis Teixé (acompañado de un gran Berto Díaz), músico palmero que lleva 50 años trayendo a las islas el folklore de Cuba, Puerto Rico y Venezuela.

Un escenario sencillo, dos músicos de avanzada edad tocando la guitarra y el timple, uno de ellos, con gorra tradicional, cantando a un micrófono

Dos músicos cercanos a los 70 años, con una virtuosidad y unas tablas apabullantes. Y un ambiente íntimo que me recordó los conciertos de la Vieja Trova (si tuvisteis la suerte de ver en vivo al maravilloso Compay Segundo me entenderéis).

Quizás todo esto haya sido coincidencia y no vuelva a oír música en vivo en tres meses... pero estaremos atentos!

Tras pasar las últimas semanas, antes y después del viaje, ajetreado por todas las cosas que necesitaba realizar para instalarme, el parón de ritmo que sobreviene llega a sorprender, y ahora toca a acomodarse a la experiencia de, efectivamente, vivir allí, no “pretender”, ni “estar preparándose para”. Y eso obliga a respirar, abrir los ojos y mirar alrededor: ¡tantas cosas interesantes para hacer!

Una de ellas es, claro, andar, ir conociendo mi nuevo hogar. Y se me ocurrió que una de las primeras visitas podría ser la del templo que gobierna la ciudad desde lo alto: Losseherilmë, que en lengua común llaman Nuestra Señora de las Nieves.

Es cierto que los silvanos nunca hemos prestado una especial atención a los Dioses; de hecho, somos la rama de entre los elfos que literalmente, a mitad del camino que nos iba a llevar a la Tierra Bendecida, les dijimos “Mira, no, es que este sitio ya nos gusta, este río y estos bosques, nos quedamos aquí, pasadlo bien”. Pero este lugar tiene, al parecer, su importancia para la población que me acoge. En él reside una imagen que, cada cinco años, desde hace siglos, baja desde lo alto (sí, su Templo está bastante alto) por las calles de la ciudad hasta su centro, y supone un acontecimiento importante. De hecho, la única vez que faltó a su cita fue la anterior, a causa de la Gran Plaga que estaba azotando toda la Tierra Media. Esto otorga especial importancia a la próxima Bajada, que tendrá lugar, precisamente, el año que viene. Si nuestros caminos no han decidido virar, aquí estaremos para contemplarlo.

De manera que me lancé a su visita. Tuve que comenzar ascendiendo un buen trecho de escaleras, en el área conocida como I-Tarma (en lengua común, El Pilar), donde observé este cartel que me calentó el corazón: no podía albergar mala gente un lugar donde trataban así a los gatos.

Cartel atado a una farola, con membrete oficial, al lado de un muro, que dice que es una colonia de gatos protegidos por el Ayuntamiento, que están esterilizados, alimentados y cuidados, que no se les dé comida, y que cualquier daño que sufran será castigado y perseguido por la ley

Unos caminos escondidos, siempre en ascenso, me acercaron a unas extrañas construcciones, que solo después descubrí que eran unos extraños molinos, que desde antiguo tomaban el agua del barranco, la recogían por la parte alta de su estructura, y la usaban para moler la harina con la que crear su pan de lembas particular, llamado “gofio”.

Foto de unos edificios blancos, en la ladera de un monte, rodeads de vegetación, con una extraña estructura

También en ese camino descubrí algo realmente inusual: la sorprendente vista de un recinto deportivo (el estadio del Mensajero FC) situado sobre un edificio!!! Obviamente, será necesario acudir a él cuando pase el verano.

Foto de un estadio de fútbol encajonado en un barranco, y situado encima de un edificio

La vegetación me rodeaba, y realmente me hacía perder la noción del punto donde estaba (al menos si no fuera por la ayuda que me prestaba un mágico artilugio de los Noldor, llamado Wikiloquë, que me permitió estar ubicado en todo momento). Flores, cáctus, y el animal ancestral de esta isla, el Lagarto, me iban animando en la subida.

Foto de un largo cercado de montañas verdes bajo un cielo azul espectacular

Finalmente, un estrecho tramo de carretera, desde el que pude contemplar las verdes extensiones del valle a mis pies, me condujo hasta el Templo, poco espectacular por fuera, pero suntuosamente engalanado de joyas y obras de arte.

Foto del interior de una iglesia, donde se ve la abundancia de policromados, imágenes y adornos en general, que le dan un aspecto imponente

Saludé a la imagen de Varda (que fue nombrada, hace tiempo, Alcaldesa Perpetua de todos los municipios de la isla) y emprendí el camino de regreso, esta vez recorriendo el intrigante cauce de un barranco, hasta llegar a los barrios altos desde los que, rápidamente, volví a mi hogar. Cansado, aunque había sido una corta excursión: claramente necesitaré tiempo para recuperar mi vigor élfico.

Pero ¿qué mejor sitio para hacerlo que aquí?

Cada vez que este elfo ha ido a vivir a otra ciudad (que así, si no me salen mal las cuentas, creo que han sido... tres veces) siempre pienso en lo conveniente que sería para mucha gente tener una lista de los trámites y operaciones necesarias para este cambio de domicilio. Las hay por internet, claro, pero no sé si pensadas más en teoría que en la práctica.

Así que hagamos un experimento meramente descriptivo: ¿qué he hecho en esta primera semana? ¿Y qué otras cosas me quedarían por hacer?

Lo primero, claro, fue conseguir piso, y acto seguido (esto fue ya antes de venirme) pasar por el Ayuntamiento con el contrato de alquiler (de hecho, me pidieron una copia, así como copia del carnet) para empadronarme. En las Islas, por el pequeño detalle de que los viajes en avión se abaratan muchísimo, es triplemente necesario.

(Consejo transversal: si os mudáis de ciudad, haced MUCHAS copias de vuestro carnet; me lo agradeceréis)

Ya aquí, localización de los recursos necesarios para la vida. Farmacias, supermercados, ferreterías, bazares, tiendas de menaje... Esas cosas que necesitarás conocer urgentemente cuando menos te lo esperes, y que será bueno tener ubicadas ya de inicio.

Y darte de alta en Sitios. En mi caso, yo establecí una prioridad. Primero, la salud física: buscar el ambulatorio (a tres pasos de mi casa, afortunadamente) y gestionar el traslado sanitario a Canarias. Después, la salud democrática: dado que aún no estaba en el censo (esto será automático), solicitar el voto por correo. Y por último, la salud espiritual: en mi caso, ir a la Biblioteca más cercana y pedir un carnet (y darme de alta en el sistema bibliotecario canario, también). Resultó que la Biblioteca más cercana era la especializada en antropología, tradiciones y lingüística, así que ya veis!

Mientras tanto, la salud económica (si se le puede llamar así) obligaba a que fuera instalando fibra en mi piso. En realidad no era enteramente necesario, pues ya había comprobado que con el internet del móvil era suficiente, pero bueno, las pelis de Filmin no se van a descargar solas. (Todo hasta aquí había ido perfectamente rápido; en este punto, Digi se me está atascando. A ver si el lunes...)

Y pasar revista a las cosas que me habían dejado en el piso, para decidir qué necesitaba comprar. En esto estoy aún. Pero ay, cuando sale el tema de comprar... ¿cómo podía comprar con criterios éticos? Bueno, a falta de otras cosas, intentando que la mayor parte de los productos que comprara fueran canarios. Y, a falta de visitar la mayor cadena de hipermercados canarios (HiperDino), no me está yendo mal. Yogures Sandra,zumos Libby's, galletas Tirma, vino Vega Norte, frutos secos Norteño, cerveza Tropical... y los productos frescos, obviamente (un mejor pan del que me esperaba... aunque me estoy conteniendo!) Ha habido cosas donde he tenido que claudicar y adquirírselas a los godos (como los muesli, sigh), pero quiero creer que he ahorrado en la medida de lo posible gasoil para unos cuantos kilómetros de barcos mercantes. Think global, do local, que se decía ya desde los 70 de la Segunda Edad.

¿Y con todo esto, a qué más ha dado tiempo? Pues... ir varias veces a la playa, desayunar en mi terraza favorita en la Alameda, pasear mil veces por la Calle Mayor (a veces, lo reconozco, pensando que en otro universo alternativo estaría todavía en el Paseo de Extremadura, calle que no hace honor a ninguna de las dos partes de su nombre), ir a un concierto de música tradicional argentina (ya, sí), quedar con gente, ver las estrellas desde mi terraza, leer, y empezar lo que espero que sea una ronda larga de excursiones semanales (ya os hablaré de la de hoy). No me quejo, la verdad.

Y pensando en muchas cositas que contaros. ¿Voy a ir convirtiendo esto en parte en un repositorio de curiosidades palmeras y santacruceras? No podíais esperar otra cosa, ¿verdad?

Y mientras, respirar, y disfrutar.

Vista nocturna desde lo alto de Santa Cruz, con el cielo muy negro y solo unas poquitas luces mortecinas restándole oscuridad

Foto nocturna de Madrid, con una calle desierta, un árbol frondoso a un lado, y por encima todo, una brillante luna llena

Oh, deslumbrante doncella, blanca luna de Madrid, a vos me dirijo: abrid vuestros ojos de centella y alegraos por la bella tierra a la que me dirijo. De vos nunca fui un buen hijo: perdonadme; mas sabéis que el elfo que aquí entrevéis tiene el corazón más lejos. Gracias por vuestros consejos. Y ahora, si queréis... venid.

Pero los cambios no son súbitos.

Probablemente, leyendo las historias de las Edades Antiguas, nos quedan ideas equivocadas; como que, por ejemplo, si quieres trasladarte a vivir a una isla, no tienes más que empezar a andar, llegar a la costa más cercana, esperar a que los Dioses te acerquen la isla a la orilla, subirte, y que la vuelvan a dejar en su sitio. Pero ay, para los elfos de nuestra época, eso no funciona así.

Por ejemplo, tienes que conseguir un lugar en el que vivir. Es verdad que la temperatura permitiría sin problemas dormir sobre una plataforma en un árbol, sin más techo que las ramas y las estrellas, pero en nuestros días, eso generaría ciertas dificultades de índole logístico. Así que es mejor encontrar un lugar con tejado y paredes. Además, muchos de esos lugares han sido acaparados por usureros peores que el Gobernador de Ciudad del Lago, lo que hace que sus precios suban, incluso en las islas. (El despertar reciente de cierta Montaña de Fuego tampoco ayudó)

Pero con paciencia, y ciertas habilidades diplomáticas, todo se puede conseguir. Y una vez solventado este pequeño requisito, llegan otras preguntas, como ¿de qué manera voy a trasladar todas mis pertenencias hasta allá? Y esto genera una pregunta previa: ¿...de veras quiero hacerlo? ¿No se supone que este viaje supone, en gran medida, un cambio de vida, una nueva forma de afrontar mis días sin estar atado a las rémoras del pasado? Así, ¿no es mejor comenzar este periodo descargado, sólo con lo necesario para el día a día? Esto facilitaba, claro, la logística. Pero generaba el debate de cuáles de dichas pertenencias realmente merecían ser trasladadas y cuáles no. Como sugirió una antigua pensadora élfica, mirar a cada una de las cosas y preguntarme si me genera alegría. O bueno, quizás más prosaicamente, si la voy a necesitar y el coste de trasladarla va a ser mayor que el de adquirirla nuevamente allí. Bien: decisiones fueron tomadas. Continuamos.

Me hablaron de una ciudad que, en determinada fecha de cada año, era quemada por sus habitantes, para evitar así apegarse a las cosas materiales. Si bien me pareció un hábito inspirador, quizás sí lo siento como un poco excesivo. De manera que se me hacía necesario encontrar un lugar donde albergar las cosas que se quedarían en tierra, pensando quizás en un momento futuro en el que este elfo pudiera abandonar sus errancias y establecerse de nuevo. Y para ello era necesario entrar en tratos comerciales con enanos que me cediesen un espacio protegido a cambio de, por supuesto, gemas y objetos de valor (y no pequeños; ya sabemos cómo son los enanos). Esto, en cualquier caso, quedó resuelto también.

Y como último aspecto principal, al trasladarse a otro lugar hay que pensar también en el lugar original: sigue habiendo gente que, por sus circunstancias, se ven obligado a continuar morando en esta tierra oscura, y que podrían verse ligeramente iluminados si al menos pudieran ocupar una estancia habitada antiguamente por elfos. Así que fue necesario gestionar la cesión de esta humilde morada, lo que espero que se defina en breve.

Y otros muchos detalles, flecos de antiguas aventuras que era necesario cerrar antes de comenzar una nueva historia. Pero todo se va resolviendo. Y en unos pocos días podremos decir, con el Carpintero de Barcos, “Todo está pronto”; embarcaremos, y entonces sí comenzará un nuevo día, en un país lejano y verde, a la luz de un rápido amanecer.

A veces se toman decisiones de forma razonada, calibrando paso a paso cada motivo, analizando con cuidado cada detalle. Hay quien es incapaz de decidir de otro modo; incluso hay personas a las que esto les lleva a lo que se llama “parálisis por análisis”. Y bien, en parte esto es obviamente necesario: saltar a ciegas conlleva un riesgo importante, sobre todo cuando se habla de cuestiones vitales.

Pero a veces, parece que la marea lleva a uno: las piezas se van encajando, como movidas por las manos del Destino, y cada traza que pintan los días va dejando entrever una silueta.

La silueta de una punta de flecha, en este caso.

Un viaje en amigos hace unas semanas; un enamoramiento súbito (selvas, volcanes y balcones); conversaciones y averiguaciones posteriores... Tol Vain la llamaban, la Isla Bella, y reunía todos los encantos que una tierra en Arda podía poseer: bosques unidos por ignotos senderos, playas humildes pero que te acercaban al Azul, una ciudad que aún respetaba su entorno, y, a veces, ramalazos de fuego que devolvían el espíritu a los Tiempos Antiguos, en pavor y adoración. Y una gente que, entre tantos prodigios, había mantenido el arte de hablar cantando, muchas de sus músicas ancestrales, y restos de una antigua lengua que afloraban por doquier. Y un cielo tan oscuro que resaltaba cada noche la belleza de las obras de Varda. Este era, claramente, un sitio que parecía creado aposta para uno de los Lindor.

Y cuando todo quedó claro, un viaje súbito, una conversación, un nombre en varios escritos, y oficialmente, desde ayer, Eleder comenzaba oficialmente el siguiente paso de su ruta: mientras el corazón lo pidiera, viviría en La Palma.

Vista desde lo alto de una ciudad modesta de paredes blancas y techos brillantes, el mar al fondo, y un cielo azul jaspeado de nubes enmarcándolo todo

La decisión estaba tomada: partiría de esas tierras oscuras y cansadas. Tendría que dejar atrás un lugar pequeño pero acogedor, y alejarse de amigos queridos, pero su corazón lo dejaba claro: era el momento de hacerlo.

Y sin embargo... ¿a dónde ir? ¿Qué era lo que más pesaba en su interior? ¿Dónde encontraría aquello que le faltaba?

Salió de su casa, con la esperanza de que las calles le ayudaran a entenderlo, y su respuesta fue inmediata: necesitaba paz. Quería alejarse de los lugares abarrotados, del ruido y el agobio, de las muchedumbres de hombres y orcos. Así que su destino tendría que ser un lugar pequeño, con otro ritmo, donde el tiempo transcurriera de forma distinta.

Inspiró. Y el aire le quemó los pulmones, como tantas veces: unas por frío, otras por extremadamente cálido, y, siempre, por contener esas trazas del veneno cotidiano que lo rodeaba. Su nuevo hogar, tuvo claro, debería resguardarle de esas temperaturas extremas, y lo más importante, de esa suciedad que le atenazaba los pulmones, y que, estaba seguro, era causa de muchos de los achaques que últimamente le habían cernido. Quería poder respirar profundamente una vez más.

Y sí, reconocía que si algo tenía su entorno actual, cuando las moles de viviendas amontonadas le permitían verlo, era la luz, cuando el crepúsculo otorgaba su regalo de despedida. Pero sabía que existía una luz mejor, que no se veía enturbiada por esas ciclópeas construcciones. Iría hacia ella. Su destino estaría más cerca de la Luz.

Y al oeste. Porque, entre todas las cosas, el oeste miraba al Mar. Y el Mar ejerce un llamado incesante para todas las criaturas. Había nacido, mucho tiempo atrás, cerca de sus orillas, y acercarse a él había sido un gozo agradable pero no suficientemente reconocido: su inmediatez lo hacía un don poco preciado. Los largos años que pasó en las Tierras Ásperas sintió con fuerza su falta; había que volver a él. En medio del Azul encontraría su casa.

Las piezas iban encajando. Y recordó el camino que los elfos emprendieron hacia Occidente, hacia el mar, en los Tiempos Antiguos. Pero él era uno de los Nandor, del pueblo que, se dice, no culminó el trayecto y se quedó a medias, en un lugar de la Tierra Media que llegaron a amar como a ningún otro. Así que él haría lo mismo. Viajaría hacia el oeste, llegaría al mar, pero no lo cruzaría hasta encontrar las Costas de Allende: se detendría antes. Y en ese punto se hallaba, precisamente, el lugar que colmaba todo lo que deseaba.

Sí: sus pasos le llevarían allí. Algunos las llamaban Hyenib; otros, Tolli Kuruvar, las Islas Mágicas... y serían, si nada lo impedía, su nuevo hogar.

Para los elfos siempre llega un momento en que la carga del mundo se hace pesada. Las innumerables vueltas del Sol van haciendo mella en su espíritu, y lo que antes era fuente de ilusión y de curiosidad se torna vacío y rutinario. Es ese el momento en que sus espíritus piensan en dirigirse al Oeste, donde, como dice cierta conocida canción, “sus corazones hallarán descanso”.

Eleder piensa en todo esto, y sin embargo... no le parece adecuado. No, reflexiona: no es el peso del mundo el que gravita sobre él. Los árboles siguen siendo para él un milagro diario; la hierba sigue siendo una alfombra que invita al reposo; y el nacimiento del Sol, una llamada diaria a la esperanza. No, no es el mundo el que se ha vuelto vacío. Pero algo hay.

Su espíritu no está en calma. Y cree saber por qué. Si echa la vista atrás, recuerda largos años pasados bajo una Sombra, de la que sólo pudo librarse hace poco. Esto sí, entiende, hizo mella en su alma; y aunque ha emprendido un camino de sanación, la huella de la oscuridad no se borra fácilmente.

Pero además..., suspira, la causa de su desazón no está solo detrás; también está arriba, y a los lados, todo a su derredor. Se asoma a la puerta de la cabaña que habita y no ve más que torres; no esplenderosas obras de belleza y orgullo, sino toscas y enfermizas construcciones que no dejan resquicio a la belleza. Aguza su oído, y retumban en él los sempiternos aullidos de las bestias de carga que atraviesan la ciudad transportando a seres tan cansados y agobiados como él. Pero pese a ello, las distancias entre él y los seres a los que ama se han ido alargando cada vez más. Si se decía que en el bosque de Lindórinan el tiempo pasaba de manera diferente que en el mundo exterior, en esta ciudad parece ser el espacio el que se modifica, y no para bien.

Y, por encima de todo, rodeándolo todo, impregnándolo todo, el humo: un vapor ominoso que penetra hasta el más oscuro rincón, envenenando cada respiración. Un recordatorio perenne (aunque habitualmente se olvide) de la oscuridad que gobierna el lugar.

Desde luego, piensa Eleder, mientras sacude la cabeza: ¿cómo no va a sentir enfermo su espíritu, si pretende sanar pasadas heridas en un entorno como este? Siente una llamada, sí, pero no a abandonar los Círculos del Mundo, sino todo lo contrario: a reencontrarse con la Tierra, a poder respirar de nuevo, a escuchar los árboles, a mirar hacia el Mar y sonreir.

Sí, claramente: ha llegado el momento.

Es la hora de partir.