Entre el verde y el mar

A veces se toman decisiones de forma razonada, calibrando paso a paso cada motivo, analizando con cuidado cada detalle. Hay quien es incapaz de decidir de otro modo; incluso hay personas a las que esto les lleva a lo que se llama “parálisis por análisis”. Y bien, en parte esto es obviamente necesario: saltar a ciegas conlleva un riesgo importante, sobre todo cuando se habla de cuestiones vitales.

Pero a veces, parece que la marea lleva a uno: las piezas se van encajando, como movidas por las manos del Destino, y cada traza que pintan los días va dejando entrever una silueta.

La silueta de una punta de flecha, en este caso.

Un viaje en amigos hace unas semanas; un enamoramiento súbito (selvas, volcanes y balcones); conversaciones y averiguaciones posteriores... Tol Vain la llamaban, la Isla Bella, y reunía todos los encantos que una tierra en Arda podía poseer: bosques unidos por ignotos senderos, playas humildes pero que te acercaban al Azul, una ciudad que aún respetaba su entorno, y, a veces, ramalazos de fuego que devolvían el espíritu a los Tiempos Antiguos, en pavor y adoración. Y una gente que, entre tantos prodigios, había mantenido el arte de hablar cantando, muchas de sus músicas ancestrales, y restos de una antigua lengua que afloraban por doquier. Y un cielo tan oscuro que resaltaba cada noche la belleza de las obras de Varda. Este era, claramente, un sitio que parecía creado aposta para uno de los Lindor.

Y cuando todo quedó claro, un viaje súbito, una conversación, un nombre en varios escritos, y oficialmente, desde ayer, Eleder comenzaba oficialmente el siguiente paso de su ruta: mientras el corazón lo pidiera, viviría en La Palma.

Vista desde lo alto de una ciudad modesta de paredes blancas y techos brillantes, el mar al fondo, y un cielo azul jaspeado de nubes enmarcándolo todo