Llega el momento

Para los elfos siempre llega un momento en que la carga del mundo se hace pesada. Las innumerables vueltas del Sol van haciendo mella en su espíritu, y lo que antes era fuente de ilusión y de curiosidad se torna vacío y rutinario. Es ese el momento en que sus espíritus piensan en dirigirse al Oeste, donde, como dice cierta conocida canción, “sus corazones hallarán descanso”.

Eleder piensa en todo esto, y sin embargo... no le parece adecuado. No, reflexiona: no es el peso del mundo el que gravita sobre él. Los árboles siguen siendo para él un milagro diario; la hierba sigue siendo una alfombra que invita al reposo; y el nacimiento del Sol, una llamada diaria a la esperanza. No, no es el mundo el que se ha vuelto vacío. Pero algo hay.

Su espíritu no está en calma. Y cree saber por qué. Si echa la vista atrás, recuerda largos años pasados bajo una Sombra, de la que sólo pudo librarse hace poco. Esto sí, entiende, hizo mella en su alma; y aunque ha emprendido un camino de sanación, la huella de la oscuridad no se borra fácilmente.

Pero además..., suspira, la causa de su desazón no está solo detrás; también está arriba, y a los lados, todo a su derredor. Se asoma a la puerta de la cabaña que habita y no ve más que torres; no esplenderosas obras de belleza y orgullo, sino toscas y enfermizas construcciones que no dejan resquicio a la belleza. Aguza su oído, y retumban en él los sempiternos aullidos de las bestias de carga que atraviesan la ciudad transportando a seres tan cansados y agobiados como él. Pero pese a ello, las distancias entre él y los seres a los que ama se han ido alargando cada vez más. Si se decía que en el bosque de Lindórinan el tiempo pasaba de manera diferente que en el mundo exterior, en esta ciudad parece ser el espacio el que se modifica, y no para bien.

Y, por encima de todo, rodeándolo todo, impregnándolo todo, el humo: un vapor ominoso que penetra hasta el más oscuro rincón, envenenando cada respiración. Un recordatorio perenne (aunque habitualmente se olvide) de la oscuridad que gobierna el lugar.

Desde luego, piensa Eleder, mientras sacude la cabeza: ¿cómo no va a sentir enfermo su espíritu, si pretende sanar pasadas heridas en un entorno como este? Siente una llamada, sí, pero no a abandonar los Círculos del Mundo, sino todo lo contrario: a reencontrarse con la Tierra, a poder respirar de nuevo, a escuchar los árboles, a mirar hacia el Mar y sonreir.

Sí, claramente: ha llegado el momento.

Es la hora de partir.