Buscando su destino

La decisión estaba tomada: partiría de esas tierras oscuras y cansadas. Tendría que dejar atrás un lugar pequeño pero acogedor, y alejarse de amigos queridos, pero su corazón lo dejaba claro: era el momento de hacerlo.

Y sin embargo... ¿a dónde ir? ¿Qué era lo que más pesaba en su interior? ¿Dónde encontraría aquello que le faltaba?

Salió de su casa, con la esperanza de que las calles le ayudaran a entenderlo, y su respuesta fue inmediata: necesitaba paz. Quería alejarse de los lugares abarrotados, del ruido y el agobio, de las muchedumbres de hombres y orcos. Así que su destino tendría que ser un lugar pequeño, con otro ritmo, donde el tiempo transcurriera de forma distinta.

Inspiró. Y el aire le quemó los pulmones, como tantas veces: unas por frío, otras por extremadamente cálido, y, siempre, por contener esas trazas del veneno cotidiano que lo rodeaba. Su nuevo hogar, tuvo claro, debería resguardarle de esas temperaturas extremas, y lo más importante, de esa suciedad que le atenazaba los pulmones, y que, estaba seguro, era causa de muchos de los achaques que últimamente le habían cernido. Quería poder respirar profundamente una vez más.

Y sí, reconocía que si algo tenía su entorno actual, cuando las moles de viviendas amontonadas le permitían verlo, era la luz, cuando el crepúsculo otorgaba su regalo de despedida. Pero sabía que existía una luz mejor, que no se veía enturbiada por esas ciclópeas construcciones. Iría hacia ella. Su destino estaría más cerca de la Luz.

Y al oeste. Porque, entre todas las cosas, el oeste miraba al Mar. Y el Mar ejerce un llamado incesante para todas las criaturas. Había nacido, mucho tiempo atrás, cerca de sus orillas, y acercarse a él había sido un gozo agradable pero no suficientemente reconocido: su inmediatez lo hacía un don poco preciado. Los largos años que pasó en las Tierras Ásperas sintió con fuerza su falta; había que volver a él. En medio del Azul encontraría su casa.

Las piezas iban encajando. Y recordó el camino que los elfos emprendieron hacia Occidente, hacia el mar, en los Tiempos Antiguos. Pero él era uno de los Nandor, del pueblo que, se dice, no culminó el trayecto y se quedó a medias, en un lugar de la Tierra Media que llegaron a amar como a ningún otro. Así que él haría lo mismo. Viajaría hacia el oeste, llegaría al mar, pero no lo cruzaría hasta encontrar las Costas de Allende: se detendría antes. Y en ese punto se hallaba, precisamente, el lugar que colmaba todo lo que deseaba.

Sí: sus pasos le llevarían allí. Algunos las llamaban Hyenib; otros, Tolli Kuruvar, las Islas Mágicas... y serían, si nada lo impedía, su nuevo hogar.