Hacía casi dos años que estábamos separados. No solamente es que viviéramos en casas diferentes sino que ante el notario llevamos nuestra discrepancia matrimonial con la esperanza de divorciarnos pasado el tiempo que la ley imponía en aquél momento.
Yo vivía sólo entonces. Durante ese periodo otra mujer compartió mi vida pero finalmente se fue después de hacerme daño y aquél verano me encontraba especialmente deprimido y confuso. Decidí ir a los Pirineos donde recordaba haber sido muy feliz y tras un breve y alocado paso por Zaragoza y Francia, me planté en el refugio de Viadós dispuesto a retarme a mi mismo, a demostrarme que podía vencer el miedo y a hacerlo subiendo a la cumbre del Posets en solitario. Años antes lo había intentado en compañía de Pedro y Maribel pero a pesar de ser un 3.000 modesto no nos fue posible y la espinita de aquella cumbre se me quedó clavada como ninguna otra.
Salí temprano del refugio para que el amanecer me asombrara pasado el bosque del Clot donde los árboles terminan y empiezan las dificultades y ya entrada la mañana había pasado los neveros, dejado atrás los últimos regatos y me enfrentaba a la desagradable pedrera que te lleva hasta la arista más aérea e impresionante que he conocido.
Durante unos minutos eternos, sin atreverme a ponerme en pie, sólo, tan cerca de la cumbre, me encontré de cara con mi miedo, mi vértigo y mis ganas de huir una vez más. Respiré me levanté, controlé los temblores y crucé la arista lentamente hasta hacer cima en solitario sobre mi mismo. La vista desde Posets no se puede describir fácilmente y aunque lloré durante minutos también fui consciente de que por fin había dado el paso, que era fuerte mentalmente y que estaba preparado para lo que debía haber hecho hace tiempo.
El descenso fue penoso debido a una lesión en mi rodilla que decidió reproducirse en medio de la bajada y que me llevó a alcanzar las granjas de Viadós a última hora de la tarde, con la pierna vendada, cojo, agotado y abroncado por el resto de los montañeros que estaban en el refugio y que me recordaron que nunca se debe ir solo a la montaña.
Al día siguiente dejé el refugio, baje hasta Hospital y me subí a Bielsa para hospedarme en el hotel desde donde cogí el teléfono y llamé a Raquel para decirle que la quería y que necesitaba que viniera a estar conmigo. Durante unos segundos esperé su respuesta, de pie, aguantando el miedo, esperando un reproche merecido, pero no hubo tal y desde entonces vivimos juntos.
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