Francisco Molinero

1959-

Me he encontrado a Pilar. Desde la muerte de su marido no le había visto. Le he sonreído, le he dado dos besos y le he mirado a los ojos deseándole lo mejor; luego hemos buscado lugares comunes donde transitar sin dolor, donde bordear la muerte y sus reflejos, la familia, el trabajo. Ha sido un encuentro breve, en medio del banco y del día, apenas unos minutos sin afectación y yo he querido una vez más que fuera verdad que los sentimientos se transmiten sin las palabras y me esforzado en que mi cuerpo le dijera que tenía todo mi cariño.

Luego nos hemos despedido.


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Al fin y al cabo, volverse a ver no es gran cosa, o al principio eso es lo que nos parece. Luego, llegado el momento te das cuenta de que no, de que hay algo más que resulta verdaderamente agradable. La cita por segundo año se concitó en las praderas del valle de los pinares llanos, justo donde Guadarrama es en parte Madrid y en parte Ávila y los que no se perdieron, los afortunados que viajaron por la cuerda desde el alto del los Leones por la cabeza Lijar, pudieron ver algunas de las casamatas que sirvieron de refugio a los combatientes de la guerra civil, en este frente inmóvil, que lo fue. Un lugar fractal entre el centro y la periferia, donde hace años muchos adolescentes y los menos, jóvenes, ya disfrutamos los unos de los otros. El día empezó luminoso y fresco y la pradera seguía casi idéntica a como la vivimos. Luego las primeras incorporaciones, los abrazos, los besos emocionados y las miradas diagnósticas, pero sobre todo y en general, la sensación de cariño. Faltaron muchos, vinieron nuevos y las capas de la edad se reprodujeron aunque ya un año no sea relevante pasados tantos. Junto a los actores principales algunos hijos, la mayoría sorprendidos por ver a sus padres retroceder sin pudor en la máquina del tiempo, también compañeros y compañeras, maridos y esposas, un paso atrás casi siempre. El campamento es el reencuentro cabría decir en esta ocasión; un reencuentro exprés, casi sin tiempo salvo para sentir un golpe poderoso, conmovedor en el sentido más íntimo de la palabra, un reencuentro excitante y a veces también decepcionante. El tiempo pule, desgasta y saca lo que había debajo de la piel. Nosotros mismos frente a nosotros. Luego la comida, la charla, las risas, muchas risas y las miradas intentando volver. Es algo curioso esto del tiempo y los recuerdos; claro que más curioso es cómo reaccionamos a su paso o a su encuentro como hicimos aquél día. La historia que se ha vivido en común no se interrumpe y la línea del tiempo transcurre sin nosotros de forma que cuando nos encontramos el tic tac se pone en marcha como si nada y de pronto seguimos conectados. Es verdad, volverse a ver no es gran cosa si no fuera porque retomamos el hilo de nuestro tiempo de nuevo, el que creíamos perdido porque otros hilos habían tejido nuestro presente y retomamos un hilo más suave, mas condescendiente con los demás, inclusive con nosotros. Volverse a ver no es gran cosa si no fuera porque se eriza la piel.


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De entrada en Figueres nos sirvieron una sopa de cebolla excelente y la acompañaron de un filete delgado con patatas que a pesar de todo estuvo tierno. A Freudenstadt llegamos demasiado tarde y el cocinero se estaba marchando, así que solo la amabilidad del dueño que se ofreció, dado nuestro aspecto seguramente, a procurarnos un refrigerio antes de dormir, hizo posible que probásemos una ensalada alemana a base de col lombarda, zanahoria en finas tiras, col blanca en chucrut, unas rodajas finitas de pepino, una rodaja de limón y otra de tomate y unas hojas de lechuga roja sobre la que habían derramado una mayonesa líquida y fuerte de vinagre. De segundo nos ofrecieron un grueso filete de carne roja con finas patatas a la francesa, crujientes y amarillas, encendieron una vela en nuestra mesa y una sonriente, grande y rubia alemana nos deseó un buen provecho. Tres cervezas casi templadas y suaves hicieron su trabajo y nos llevaron hasta la cama casi en volandas. A la vuelta en Figueres de nuevo, pero en otro albergue, quién se apiadó de nosotros a las doce de la noche, después de 13 horas de viaje ininterrumpido, fue una atenta restauradora que a pesar de lo tardío y que su bebé le esperaba en el cochechito acunado por su joven marido, nos obsequió con un pan untado en tomate y regado de aceite que seguro sería de Lérida, al que le acompañó con jamón y que por aquellas tierras llaman pan amb tomaquet. A mí me vio con más ansia o más necesidad o simplemente fue cariñosa con mi anatomía y me ofreció una carne con boletos que me recordó que la felicidad es a veces algo alcanzable y además nos sonrió y nos dijo que no tuviéramos prisa que ella esperaría por nosotros. Se reconcilia uno con el mundo y para remate, en la estepa aragonesa, cuando España empieza a llamarse Soria, en un tugurio feo y destartalado, un cocinero, que cual médico ostentaba su título en la pared de su salón, nos cocinó en un pis pas un revuelto de ajetes con espárragos que continuó con unas chuletillas de cordero, pequeñas, finas y bien tostadas.

Entre medias la carretera y el viaje interior


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Ahora sabemos que la vida no tiene sentido, antes eran ignorantes de esta máxima. Ahora sabemos que lo que hagamos no tiene un por qué ni una razón detrás y ni mucho menos tiene la previsión de un premio o un castigo, así que ya no tenemos justificación. Antes eran ignorantes y creían que los animales estaban puestos ahí con una finalidad, lo mismo con las estrellas o el curso del rio. Ahora sabemos que nuestras obras responden solamente ante nuestro juicio íntimo y que este es tan subjetivo y voluble que nos puede juzgar inocentes o culpables con apenas 1 ppm de adrenalina en sangre, más o menos. Antes eran ignorantes sobre por qué las cosas ocurrían para mayor desgracia de la mayoría. Ahora sabemos quienes son los culpables, los beneficiados. Ahora sabemos que que no hay un hilo conductor de la historia y que esta zigzaguea y se retuerce y se repite por mucho que la conozcamos y que las escriben los vencedores y que estos siempre son los mismos lo sus hijos o los hijos de putero de sus hijos, por lo que nos llega sospechosamente clara. Antes no sabían casi nada de todo esto y por eso vivían con una cierta paz interior, ahora nos vamos acostumbrando a guardar el equilibrio con respecto al vacío, agarrados a nuestro propio delantal y solo nos redime la música y no siempre.


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Cuando un puñado de personas se dedican a intentar hacerte la vida feliz lo normal es que lo consigan.

Vuelven tiempos más bien oscuros y yo por desgracia ya los he vivido. Recuerdo ir a recoger a María, mi hija, al instituto al medio día y me cuenta con cierta congoja que habían ido los skins a pegar a un chaval. Mal rollo. Además me dice que a su amiga Nini la punky, a ella y a alguna más de las consideradas «raras» los compañeros entre bromitas les preguntaban ¿como vais a escapar sin que os peguen? Peor rollo aun. El grupo de adolescentes-jóvenes adscritos a ideología de derecha y extrema derecha era numerosísimo por aquí, cada vez más notorios, más matones y más mafiosos y como siempre bajo la desatenta mirada del mundo más preocupado por la no alineación de Raúl en la selección o de la inmensidad de negros que nos invaden en las pateras. Estos blancos descerebrados son nacionalistas, racistas, ignorantes y decididos a hacer lo único que saben, que es usar sus puños, así que me veía volviendo a las andadas, no sé si por la vía ciudadana de las denuncias, la prensa, la política y bla bla bla o con un par de cócteles molotov en la casa de estos hijos de puta. La cosa terminó en agresión a Nini y a mi hija, en un juicio en la que el muy cerdo fue un cobarde y lo negó todo y una condena que sobre todo ayudaba a mi hija a saber que no nos podemos dejar intimidar. A la salida del juicio me acerqué a unos centímetros de la cara del nazi y le dije lo que le iba a pasar si se acercaba a mi hija. Ni un ruido, ni un gesto, miedo en la cara del valentón fascista. Me temo que nos vamos a volver a ver las caras con estos. Al tiempo.


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Desde que Román descubriera que su bizcocho de almendra abrió de par en par no solo la voluntad de Miranda sino sus piernas y le regaló la tarde de sexo más agradable que recordaba desde que descubrió los placeres de la carne, no hacía sino pensar cual sería la siguiente receta que les llevara un paso más allá y mientras cavilaba sobre el hecho de que casi todos los tópicos son como minas antipersonas en esto del sexo. Él siempre había leído que la penetración no es lo primero, ni lo más importante, ni siquiera necesario, así que se dispuso para una panoplia de caricias, manejos y delicadezas muy pensadas tanto en la intensidad como en el orden para retrasar o incluso obviar tan supuestamente desagradable situación. Apenas unos minutos después Miranda que se había dejado hacer con cierta dosis de paciencia le dijo: «métemela, Román» y los planes se fueron al garete y la preparación se desbarató y entre idas y venidas Román juraba no volver a creerse nada de lo que dijera la tele. Algo menos preocupado con no ofender,y sobre todo reconfortado porque cuando ella se despidió y mientras le besaba le susurró que estaba deseando saber cuál era el menú del próximo día, empezaba a parecerle más fácil encontrar el punto G, que un plato que sirviera de trampolín para un segundo encuentro. Sabía que tenía que tener azafrán, eso era casi obligado y que no podía ser comida demasiado refinada. Cuando hay que explorar las posibilidades lo mejor es tocar en el fondo cuanto antes. ¿Con cuchara?

Era inaudito, llevaba casi un mes sin llamarle por no saber que cocinar y cada vez que la memoria le traía una a una las veces que culminaron aquella tarde, pensaba que resultaba ridículo no poder disfrutar de la piel más hermosa que nunca había besado por no saber qué cocinar.


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Hacía casi dos años que estábamos separados. No solamente es que viviéramos en casas diferentes sino que ante el notario llevamos nuestra discrepancia matrimonial con la esperanza de divorciarnos pasado el tiempo que la ley imponía en aquél momento.

Yo vivía sólo entonces. Durante ese periodo otra mujer compartió mi vida pero finalmente se fue después de hacerme daño y aquél verano me encontraba especialmente deprimido y confuso. Decidí ir a los Pirineos donde recordaba haber sido muy feliz y tras un breve y alocado paso por Zaragoza y Francia, me planté en el refugio de Viadós dispuesto a retarme a mi mismo, a demostrarme que podía vencer el miedo y a hacerlo subiendo a la cumbre del Posets en solitario. Años antes lo había intentado en compañía de Pedro y Maribel pero a pesar de ser un 3.000 modesto no nos fue posible y la espinita de aquella cumbre se me quedó clavada como ninguna otra.

Salí temprano del refugio para que el amanecer me asombrara pasado el bosque del Clot donde los árboles terminan y empiezan las dificultades y ya entrada la mañana había pasado los neveros, dejado atrás los últimos regatos y me enfrentaba a la desagradable pedrera que te lleva hasta la arista más aérea e impresionante que he conocido.

Durante unos minutos eternos, sin atreverme a ponerme en pie, sólo, tan cerca de la cumbre, me encontré de cara con mi miedo, mi vértigo y mis ganas de huir una vez más. Respiré me levanté, controlé los temblores y crucé la arista lentamente hasta hacer cima en solitario sobre mi mismo. La vista desde Posets no se puede describir fácilmente y aunque lloré durante minutos también fui consciente de que por fin había dado el paso, que era fuerte mentalmente y que estaba preparado para lo que debía haber hecho hace tiempo.

El descenso fue penoso debido a una lesión en mi rodilla que decidió reproducirse en medio de la bajada y que me llevó a alcanzar las granjas de Viadós a última hora de la tarde, con la pierna vendada, cojo, agotado y abroncado por el resto de los montañeros que estaban en el refugio y que me recordaron que nunca se debe ir solo a la montaña.

Al día siguiente dejé el refugio, baje hasta Hospital y me subí a Bielsa para hospedarme en el hotel desde donde cogí el teléfono y llamé a Raquel para decirle que la quería y que necesitaba que viniera a estar conmigo. Durante unos segundos esperé su respuesta, de pie, aguantando el miedo, esperando un reproche merecido, pero no hubo tal y desde entonces vivimos juntos.


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Me gusta pensar que me quieres aunque sé que no tiene tanta importancia.

Me recreo, hago cábalas con la idea comienzo viajes, escapadas, huidas por países recónditos

Luego, como no me lo dices se me cae el alma a los pies y me paraliza.

Me deprimo, tengo pesadillas con la idea comienzo estancias aburridas en habitaciones blancas.

Voy y vengo.

Y tú no me dices nada de nada.


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No suelo contestar a los comentarios, salvo a los de Nacho que sé que le gusta el debate y por eso le contesto, y porque le quiero y a muy pocos comentarios más, creo que un blog no es un foro, pero hoy he leído dos, de personas a las que no conozco, sobre poesías mías. De todo lo que escribo son los poemas mis hijos más queridos, más íntimos, así que cuando alguien los lee, aunque sé que son pocos, y sobre todo cuando siente el impulso de decir algo sobre ellos, me siento agradecido, recompensado.

No diré aquello de las folclóricas del agradecimiento a este público que tanto quiero y al que tanto debo, pero si quiero que podáis leer esto:

Cobro vida en tus ojos los que me leen, en tus dedos que pulsan las teclas.

Te regalo mi palabra y me la devuelves engrandecida como una semilla que germina como si hubiéramos hecho el amor.


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INGREDIENTES:

200 GR DE PESCADO BLANCO (RAPE, MERLUZA) 200 GR DE LANGOSTINOS COCIDOS 1 CEBOLLA LECHE ENTERA 50 GR DE HARINA LEVADURA 1 YEMA 2 HUEVOS 3 CUCHARADAS DE TOMATE FRITO ACEITE Y SAL

Lo primero limpiar el pescado, cortarlo en pequeños trozos y guardarlo para después o como dicen los entendidos: reservar. Se pelan los langostinos, se cortan y se dejan junto con el pescado Pelamos la cebolla, la picamos y en una sartén con un poco de aceite de oliva y a baja temperatura la freímos hasta que esté dorada

¿Cómo hacer la masa?:

Con el fuego al mínimo añadimos el pescado y el marisco troceados, tomate, 25 gr de harina, un pellizco de sal y leche hasta conseguir una masa compacta pero suave Quitamos el fuego y añadimos una yema de huevo que habremos batido previamente y dejamos que se enfríe la masa Con una cuchara pequeña vamos haciendo bolas del tamaño de una nuez y las rebozamos en harina que habremos mezclado con la levadura.

Freír y servir

Preparamos una sartén con aceite abundante y la calentamos. Cada bola enharinada la pasamos por el huevo batido y la freímos hasta que esté dorada. A mi me gusta servirlas con verdura.

PS No lo he hecho nunca pero se pueden intentar en los hornitos de aire que llaman airfryer y quedarán menos grasientos


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