Francisco Molinero

1959-

Lo que nos conmueve a cada cual es diferente y así mismo en justa correspondencia lo que valoramos, lo que nos parece que es justo o lo que creemos que nos merecemos a veces es opuesto. No me estoy refiriendo a que gran parte de la población mundial anda más interesada en buscarse algo de comer hoy que en el calentamiento global o que a pesar de la globalización informativa las imágenes de los muertos de hoy en Gaza o Siria o Ukrania a nosotros nos son distantes y a sus parientes le son dolorosamente cercanas. Me refiero cerrando el círculo de la comparación y aprovechando un poco para banalizar, que personas de nuestro entorno, nuestro nivel social e incluso sin ir más lejos de nuestra familia, parecen vivir en una realidad que nos es ajena.

Todo este previo y otro que voy a colocar ahora vienen a cuento de un comentario que, al igual que cuando me emborracho, viví como si ocurriera en una exasperante cámara lenta. Me pasa a veces sin el alcohol o sin marihuana de por medio, me ha pasado sobre todo en algún caso, cuando cerca de mí estaba una mujer con un perfume que me hacía retroceder en los vericuetos de la memoria hasta otras o hasta ella en otros momentos, me pasa muchas veces cuando me están hablando de cosas que no me interesan y mi mente decide volar por si sola y en estas estaba yo aquella tarde en mi trabajo cuando un compañero decía: «a ver si hay suerte con la Jurado y no nos jode la serie del Doctor House.» Lamento que el desenlace parezca a la luz de las palabras poco interesante, pero a mi en ese estado ligeramente alterado que antes os explicaba, me ha pareció una metáfora de la distancia entre los unos y sus próximos. Luego volví a meter numeritos en la base de datos por segundo día consecutivo y a practicar el desdoblamiento que en alguna que otra ocasión he conseguido, de que las manos piquen las teclas mientras mi cerebro piensa, ensueña.


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Iba a decir que queremos ser lo que no somos, pero hace poco metí la pata generalizando los comportamientos y ya no me atrevo. Ojo, no creo que fuera yo quien me equivocaba, más bien creo que nunca o casi nunca admitimos nuestros agujeros negros delante de otros. La cuestión es que a mi me hubiera gustado ser otra persona, o mejor dicho tener otra vida, o a lo mejor simplemente hacer otras cosas. No digo que mi vida no sea buena, interesante o que no merezca la pena vivirla, pero amigos míos, a mi me hubiera gustado ser otras personas. Lo dejo ahí. Sobre todo para los cobardes que nunca admiten que las cosas van mal, y luego cuando van muy mal, se arrepienten de su falta de sinceridad consigo mismos.

En mi pueblo hicieron una variante o circunvalación que le dicen. La inauguró Esperanza Aguirre que dios la tenga en su gloria, despueé de varias semanas terminada y sin poder usarla por problemas en la agenda de la doña. Sigo abogando por una ley que prohíba las inauguraciones de los políticos y no solo que prohíba sino que condene con penas de prisión mayor a los pelotas que ponen placas diciendo “este centro de salud lo inauguró don fulanito de tal”, como si lo hubiera pagado de su bolsillo. Me gusta más la idea de “Este centro se inauguró con el dinero de los vecinos a través de sus impuestos el día...”. Al grano: la susodicha circunvalación pretendía evitar tráfico a través del casco urbano. Bien. Parece buena idea. Lo malo es que algún ingeniero ha sido encargado de diseñarla y estas cosas cuando se ponen en manos de un individuo que ha ido a una escuela de ingeniería generalmente termina mal. No hemos sido excepcionales. Ahora los vecinos de aquí no podemos salir por donde siempre porque algún técnico ha decidido que demos una bonita vuelta de varios kilómetros. Hay quien dice que son intereses urbanísticos y es que un montón de gente piensa que el interés está detrás de casi todo lo que está mal. Yo que soy firme convencido de que la única fuerza cósmica transversal es el sexo no me uno a la teoría conspiratoria en este caso y me inclino más por pensar que se trata de estulticia, incompetencia o dejadez.

Estamos de enhorabuena en Soto. Las torres del Real Madrid, o de Florentino o como se llamen tienen una altura excesiva para el pasillo aéreo que aviación civil tenía sobre ellas desde hace años. Pues se cambia el pasillo y se acabó. La nueva ruta de salida para aviones de gran tonelaje pasa por la vertical de mi casa y en este punto no quisiera volver al principio de hoy pero aunque no fuese alguien distinto si que me gustaría tener algo más de buena estrella.


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Ayer o antes de ayer, no recuerdo bien, viendo una estupenda película hispanoargentina oí una frase que me llamó la atención: «He pensado en suicidarme, pero no me animo». Sublime y no lo digo por mi, que salvo una ocasión hace años nunca he tenido tentaciones suicidas. Lo digo por lo descriptivo de la sensación anímica de quien está caído, roto, a la deriva. Nos alimenta la relación con los demás, y cuando esta se pierde, decae o se ve limitada, pues eso, que el hambre hace estragos.


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Solo me emocionan los libros. Quizá las películas también, pero menos. La vida lo único que consigue es irritarme o en el mejor de los casos apasionarme, pero solamente siento cuando leo y me descubro en cada personaje, en cada aventura, en cada pareja de enamorados.

Estoy pensando en los firmes propósitos para el año que viene. El primero, el más acuciante, el único realmente que debo plantearme es acabar con la infame costumbre de elaborar firmes propósitos. No han lugar. No se pueden cumplir y terminan disminuyendo aunque solo sea mínimamente nuestro exhausto caudal de autoestima. No nos merecemos esfuerzos titánicos para nada, es más útil discurrir la vida como un simple piragüista de aguas bravas, intentando pasar por la puerta si es posible y en lo demás procurando simplemente no volcar, o si lo hacemos estar atentos para llenar una bocanada que nos permita aguantar esos instantes interminables que pasaremos debajo del torrente, tener oxígeno suficiente para pensar, allí boca abajo, aguantando el aire, si debemos palear vigorosamente hacia la izquierda o la derecha, nuestra izquierda o nuestra derecha que será la contraria para el resto de los mortales. Hacía arriba no hay futuro, solamente hacia abajo es posible que nos encontremos un remanso paradisíaco en medio de verdes laderas. Ese será mi propósito para el año que viene y para vosotros mis lectores escondides, agradecides, críticos, preocupades, desearos que la vida sea un torrente breve y un remanso eterno, no como la realidad, porque aguantar estos relatos lechosos y tristes tiene mucho mérito y como sé que de vez en cuando echáis un ojo aunque nunca o casi nunca unas letras, deciros que me acuerdo de vosotros y como dicen los cantantes cursis: a vosotros mi público, el que las e-candilejas no me dejan ver y al que tanto debo, os quiero.


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Realmente debió ser la lectura de aquel anuncio de Andie MacDowel pidiendo, ¡que digo! exigiendo «¡Sé firme contra tus arrugas»! lo que acabó por desencajar a Ángela definitivamente. Aun fue más desolador comprobar que la MacDowell tenía 47 años, según rezaba en el propio anuncio, los mismos, exactamente los mismos que tenía Ángela y que sin embargo lucía una sonrisa perfecta en medio de un rostro que podía ser la envidia de mujeres mucho más jóvenes. Ángela pensó que se había equivocado absolutamente, no en parte o en algunos temas como el matrimonio o en no terminar sus estudios. La sensación era de fracaso total sin paliativos y por un instante creyó que todo aquel derrumbamiento podía haberse evitado si hubiese sido firme a tiempo contra sus arrugas. Esta es la tesis principal entre quienes estaban más cerca de ella, aunque otros menos allegados creían que haber sufrido un atraco en el cajero de la Bilbao Bizkaia Kutxa de Modesto Lafuente, justo una semana después de que al subir cargada de bolsas de Mercadona los cuatro pisos de su casa comprobara con lógica desolación que algún desalmado, muy posiblemente extranjero, le había desvalijado su modesto piso, daban una explicación más plausible a todo el torbellino que se desató días más tarde. Yo me inclino por pensar que un cóctel letal de genética errónea y desequilibrio hormonal fueron las raíces que se hundieron como un Titánic del alma en el centro del comportamiento de Ángela. Finalmente tanto da, Andie, la inseguridad o un predeterminado destino mortal provocaron el cambio más profundo y radical que todos cuantos la conocimos hubiéramos sido capaces de pronosticar y aquél 6 de octubre de 2002, en alguna parte, de manera silenciosa, ocurrió y nada, nadie volveríamos a ser iguales.


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¿Qué podría yo deciros si nunca estuve aquí? Si no hablo el mismo idioma tan extranjero como soy como me siento.

Y ¿para qué os servirían mis palabras? ancladas en una bahía para vosotros desconocida extraña.

En cada frontera la nana es un estallar de metralla polvo que se pega en los pliegues otras palabras otros gestos otras miradas mucho barro si llueve mezclado entre las lágrimas.

Así mudo, aislado, fronterizo ¿cuál sería el bálsamo que os ayudara qué verso acariciaría el pecho limpiaría la piel descansaría la espalda penetraría tajante las sienes alcanzaría el alma, la boca, la mirada?


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Cuando era un muchacho practiqué judo durante algunos años. Entonces era un deporte exótico y poco practicado y en mi barrio cayó un reputado profesor que consiguió convencer al colegio de que se instalara en los sótanos un enorme tatami. Dejamos entonces de jugar al fútbol con una pelota de tenis en aquellos sótanos, para practicar un «arte marcial». Hasta entonces Marcial Lalanda era el único que sabíamos con arte, así que la cosa prometía. El primer día todos con nuestros kimonos nuevos y un cinturón blanco que nos distinguía como pardillos en el susodicho arte. Con el paso de los meses, los años, aquel cinturón se iba tornando amarillo, verde, azul, marrón y definitivamente negro. Luego descubrimos que más allá del negro, los maestros tenían toda una graduación de su sabiduría y aún después, los más leídos, aprendimos que en su japón natal lo de los cinturones de colores ni existe, que tal invento era un truco para camelar a los occidentales e incitarles a la práctica del judo en pequeñas etapas y así evitar la frustración que nos suponía el tardar varios años en ser considerados judokas. Oriente se doblaba como espiga al viento y aceptaba graduar el esfuerzo para hacerlo asumible a los occidentales. Han pasado muchos años desde aquello. Ahora inclusive los cinturones son blanco-amarillos, troceando la ansiedad lo más posible y yo he aprendido un poco a ser más paciente y sobre todo a trazar cinturones de colores imaginarios cuando el tedio me ataca.


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La universidad española estaba en un momento interesante. Esto lo digo no por mis especiales conocimientos de la universidad que abandoné, como muchas otras cosas, en cuanto me apretaron los zapatos, si no porque me lo dijo mi amigo Nacho que era vicedecano en la universidad Gallega. Me contaba que anda en esos menesteres porque quería ser parte del cambio y conociéndole como le conozco, si de él dependiera, el cambio habría de ser para mejor. Con Nacho tengo buenos recuerdos, sobre todo de un viaje a París de unos días, en el que descubrí una ciudad que me encantó o mejor dicho que me atrapó como pocas lo han hecho; solo Kenia se quedó con mi alma como París. Las ciudades te roban el corazón más que las mujeres. He vuelto algunas veces a Francia y siempre que he podido a París y casi siempre he vuelto a pasar por el museo Rodin donde estuvimos algunas horas, yo empapándome y Nacho esbozando. Tengo algunas fotos. Después lo he hecho con mi hija que descubrió y me descubrió un bonito cuadro de Van Gogh en la que fue casa de Rodin y que es su museo. Es un museo pequeño, en el centro de París, con un jardín acogedor que rodea una casa de dos plantas donde destacan obras como el beso, el pensador o los burgueses. Obras excelentes que uno puede ver muy despacio y muy cerca y que según leí después o quizá en el mismo museo no está muy claro si son todas de Rodin o en algunos casos de su mujer y de algún otro alumno. Siempre me ha parecido poco interesante quien era el autor, así que lo visto y lo sentido no se desmerece por un quítame allí esas firmas, aunque el asunto de la mujer que trabaja y el marido que se aprovecha ya me parece un patrón de los grandes hombres.

Con Nacho pasé horas tejiendo un tapiz en un telar de alto lizo que nos construimos nosotros mismos y que conservo en un pasillo de mi casa y le seguí, de lejos, detrás, en sus primeros pasos como lo que seguramente hoy es: un artista. Me contaba que la universidad estaba en un momento interesante y yo desde lejos pienso que es la misma pulsión que debieron sentir tantos otros cuando cogieron el relevo de las instituciones. Me recuerdo a mi mismo tomando posesión de mi acta de concejal. No obsta. La universidad seguro que estaba cambiando y si todos los empeñados hubieran sido como Nacho, el cambio tendría que haber sido profundo, irreversible. Me temo que no ha sido así, o quizá sí, yo ya ando lejos de esos ambientes y solo veo el desdén con el que se va dejando morir a la universidad pública para hacer crecer los chiringuitos privados. Siempre nos quedará París, decía un famoso diálogo de la película Casablanca y en mi caso es verdad y cuando la angustia se apodera de las tripas cierro los ojos y me veo a mi mismo sobre un mar de hojas secas en un otoño azul y amarillo en medio de una pequeña plaza de la parte alta de París.


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¿No se ofrecen los barcos indolentes al viento cuando aparejan las gavias a barlovento?

Estoy al pairo de tu besos esperando paciente que vuelvas que mires la estela de mi viaje que me empujes suavemente todo el trapo arriado deseándote, mirando el horizonte confundiendo el cielo y el mar y tu piernas y tu sexo.

¿No esperan los barcos que amaine el temporal poniendo proa a las olas?

Temo que el tiempo sea más largo que mi propia vida que todo se aleje progresivamente que nada termine siendo realmente que tú no seas que no vuelvas y así me quede yo al pairo, como un velero inerte que ya solo espera que pase la tormenta.


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Me he encontrado a Pilar. Desde la muerte de su marido no le había visto. Le he sonreído, le he dado dos besos y le he mirado a los ojos deseándole lo mejor; luego hemos buscado lugares comunes donde transitar sin dolor, donde bordear la muerte y sus reflejos, la familia, el trabajo. Ha sido un encuentro breve, en medio del banco y del día, apenas unos minutos sin afectación y yo he querido una vez más que fuera verdad que los sentimientos se transmiten sin las palabras y me esforzado en que mi cuerpo le dijera que tenía todo mi cariño.

Luego nos hemos despedido.


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