Obamb era un hombre curtido, posiblemente mayor de 30 años y había visto otras veces este calor, por eso en cuclillas, con sus brazos abrazando sus piernas y una varita de cedro entre sus manos dejaba que sus ojos se perdieran más allá de las montañas y sonreía como si no pasase nada.
Para los jóvenes y los niños la situación era agobiante, reunidos todos bajo el árbol de las historias apenas podían moverse sin perder el aliento y le miraban esperando cualquier signo que les permitiera saber algo del futuro
Las mujeres pergeñaban en sus cabañas lo mínimo para comer y procuraban que los recién nacidos no tuvieran que sufrir el aliento del infierno en su cuerpo. Hacía un calor verdaderamente insoportable.
Obamb pensaba en Alia, en su cuerpo oscuro, delgado y hermoso y en que quizá esta noche no quisiera demostrarle su amor. Sin decir nada movió su cabeza de un lado al otro sumido en sus pensamientos, contrariado y todos interpretaron que la situación era verdaderamente difícil, pero Obamb solo pensaba en que debería esperar para amar a su gacela.
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Orten Lewis camina despacio, con cuidado de no resbalar y caerse en medio del parque ante la mirada del resto de paseantes. Se le nota que no está habituado a andar sobre un camino helado en el que unas mujeres encorvadas, muy de mañana, han vertido una mezcla rojiza de arena y sal. Aparentando seguridad, aplomo, bajo un cielo que se acerca tanto a la tierra que apenas deja sitio a las personas, Orten no sabe que su condición de extranjero va a ser fundamental para salvar la vida del pequeño Yuri, pero es que la vida se dispara o se detiene sin que nada nos avise de sus razones.
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Primer día de rodaje y estoy muerto. Cansado, quiero decir. Me duelen las rodillas y si no fuera porque llevo toda la tarde en pelotas bañándome en la piscina y tomando café con hielo, creo que mañana no volvería.
Lo peor es que no he hecho nada. Mejor dicho no he hecho nada productivo, salvo esperar y esperar y esperar. Ocho horas esperando. Y eso que la mañana se presentaba la mar de sugerente cuando una vez embutido en mi traje de judío ruso me llevaron a maquillaje y me sentaron junto a la actriz Silvia Abascal. ¡Qué emoción! Soy un adolescente, gordo y viejo, pero un adolescente.
Entré en la sala, me saludó, le saludé y me senté en mi butaca mientras una excelente profesional intensamente perfumada me empolvaba todo aquello que en mi cara pudiera brillar en algún momento. Apenas duró un par de minutos, pero allí estaba yo en carne mortal, a solas salvo las maquilladoras que no cuentan, junto a una hermosa actriz de rostro adolescente y pálido. Silvia Abascal. Luego fuese y no hubo nada. Pero nada de nada y a partir de ese momento álgido todo se desarrolló por una pendiente de tedio que nos llevo hasta las puertas mismas del aburrimiento más supino. He descubierto que nuestro papel en la obra es muy marginal; tan marginal que apenas entramos en algunos encuadres y que hoy solamente tocaba rodar uno de ellos, así que hemos estado ocho horas sin hacer nada y a fe mía que eso cansa más que faenar.
Lo más curioso ocurrió cuando a las doce paramos para el refrigerio. De un ambiente como el de la farándula, tan vinculado a la izquierda, cabría esperar un ambiente de camaradería como no hay en otras industrias. Pues no. Los actores principales a desayunar a sus lujosos camerinos, los trabajadores, técnicos, modistas, peluqueras y demás profesionales de la casa a un lado del pasillo y por último los figurantes y músicos a tomar vientos al otro lado. Me ha resultado extraño. Grotesco. Carca. Yo en vista de que voy de músico y los músicos ya se sabe que tienen fama de pasar mucho hambre me he metido entre culo y cojón dos bocadillos de salchichón que no desmerecían el deseo con el que les busqué, un refresco y a seguir esperando. Luego mucho «Motor», «estamos rodando», «cinco y acción», «corten», «vale» y demás jerga de la profesión que como todas tienen argot y ritual, modos y costumbres y discriminan bien a quien no las conoce y se le nota. Yo estuve camaleónico y es que eso se me da de perlas.
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Ayer mientras recogía la ropa del tendedero me he descubierto hablando sin interlocutor. Por un instante me he callado, solamente dos segundos he tardado en ser consciente, callarme y resituarme sobre lo que me pasaba. Al cabo he continuado con la labor y he terminado de descolgar toda la ropa, ya seca y con ese olor especial que queda en los tejidos que han estado al sol.
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El mundo, la vida tiene un ruido de fondo. Los radioaficionados lo llaman la portadora, los buscadores de otros mundos rastrean el cosmos con potentes antenas buscando el ruido de las estrellas y los estadounidenses no conciben una buena película sin que detrás oigamos de forma imperceptible una banda sonora.
Es verdad que ese sonido, ese ruido en muchos casos no es igual para todos y no es igual en cualquier circunstancia, pero lo que he aprendido es que siempre suena algo.
El ser humano ha alcanzado un cierto grado de complejidad a partir de discriminar lo que le resulta relevante de lo que no tiene interés y de otras muchas cosas, pero para esta disgresión me interesa este aspecto de la evolución. Así, sin querer, o quizá queriéndolo de forma inconsciente, el ser humano tiene sentidos que se modulan para sentir de forma que el todo no moleste a lo que interesa. El oído humano funciona así, se acostumbra al ruido de fondo, descuenta la portadora, nos vuelve parcialmente sordos de manera que a veces solo somos conscientes del sonido cuando desaparece. Apagamos el ordenador y nos damos cuenta del estruendo incesante de la máquina. O por ejemplo hoy. Nieva y la banda sonora de la vida se detiene hasta que el sol sale y empieza el deshielo.
Andante.
La vida sigue.
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El esfuerzo diario es la ampliación de la circunferencia
que se cierra de forma natural
empujar con las manos hacia fuera
esperar el retorno
volver a empujar
como un Sísifo moderno
empeñado una y otra vez en que entre el aire
un suspiro al menos
que permita la vida
mínimamente
que haga el arco habitable
y la muerte incomprensible.
Hay un límite en algún sitio
a partir del cual se rompe todo
por debajo del que nada es posible
un diámetro perfecto
un espacio estrecho
¡ínfimo!
que lo permite todo
como un callejón entre los rascacielos.
Sueño con elipses ciclópeas alcanzadas sin esfuerzo
que incluyen la piedad de los dioses
todo el aire necesario
todo el tiempo que deseo
para sentarme un instante
y contemplar la luz
desmayarse en tu hombro
como un atardecer atlántico
lento
sensual
perfecto.
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