Francisco Molinero

1959-

A Luis la vida le ha dado la espalda antes de tiempo y ha tenido que pelear varios meses contra el dolor y la resignación. No creo que las cosas materiales ayuden a nadie a ser feliz y solamente reconforta aquello que nos llega dentro, allí donde se esconde el alma, sea esto lo que sea en nuestro cerebro. Le pasé a Olga, su hija y mi amiga, un libro mio de poesías, deseando que no abandonara la lucha. Mis poesías son lo más preciado que poseo, la obra minuciosa que gota a gota ha ido saliendo de mi cuerpo y desde la soledad de quien escribe y no escucha el rumor de las palabras en quien lo lee, pensé que quizá le pudiera servir de bálsamo en esos trances.

Esta semana dejó de luchar y estuve brevemente velándole junto a su familia. En un momento Olga me dijo que Luis tenía en su mesilla del hospital mi libro de poesías. Lloré. Ahora sé que escribir tiene sentido y que cuando se cierra el círculo y sabes que tus palabras han alimentado el alma de otro, el silencio no es tan importante. Al menos una palabra, al menos un verso, al menos una persona y todo termina cobrando forma y sentido.

#EscribirParaQué


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Es verdad que me has escrito, ¡tan sencillo hoy en día!, cómodamente con el laptop en tu regazo, simplemente unas frases que huelen a disculpa, a moho espiritual. Todo esto es verdad y que la huella de lo que supuso nuestra sociedad de solitarios, tejió más redes que las que el tiempo y una muy mal disimulada frialdad pueden desanudar. Tan verdad como que me he decidido a coger mi vieja estilográfica, la he limpiado despacio, con tanta minuciosidad como he podido y después de rebuscar entre las cajitas de madera que guardo en el armario de mi despacho, la tinta del color que me gustaba, la he recargado como si se tratara de una Magnum, para escribirte esta carta.

Y he querido que sea así, a la antigua, por correo postal, con su sobre y sus señas y su sello con los bordes en forma de medios círculos, para que tarde unos días en llegarte y así mi espera y tu desconocimiento jueguen al ratón y al gato del tiempo. No quiero que me escribas más, no quiero que busques y rebusques las palabras más frías del orbe, las más insustanciales y aparentes para parecer interesada; al recibo de la presente espero te encuentres bien, como se decían mis padres cuando escribían, yo bien, gracias a Dios, lamiéndome las heridas tantos años después, porque hay cosas, hay momentos que se olvidan mal y lo sé por experiencia de cuando estuve en el ejército, hay momentos que se reservan una esquina de la memoria para mirarte cada día desde la penumbra y recordarte que estás herido, que las cosas que antes eran sencillas, las que estaban al alcance de la mano o del deseo, ahora parecen haberse mudado al último anaquel de la alacena, inalcanzables como si se tratara del chocolate con almendras de casa de mis tíos.

No quiero saber más de ti, ni de tu vida, ni siquiera por si ocurre finalmente que alguien, algo, alguna situación te llevan, como me llevaste tú al dolor, no quiero saber si te mudas de ciudad o si te casas al fin, o si el cáncer de mama con el que soñabas, al que temías, anda creciendo poco a poco en tu pecho; no quiero saber nada y así podré imaginar, imaginarte a mi conveniencia o incluso mejor, podré olvidarte y recordarte según el día; azul olvido marino, gris recuerdo marengo, imaginar que vuelves o que te vas definitivamente, crearte alta o blanca o cóncava, imaginarte amante o distante como casi siempre. No quiero que la realidad me castigue más, prefiero que las cosas se me adapten, me respeten y sé que necesito para ello cortar el hilo que nos une desde el primer beso, ese beso que no querías darme y que yo no debí robar nunca de tus labios, ese y todos los demás, los que fueron carne y pasión y los tibios, los huidizos de los últimos seis meses y medio. No quiero oírte, ni verte, ni tan siquiera que el olor de tus manos de una u otra manera me despierte de nuevo y por eso te escribo esta carta, para suplicar tu ausencia, para siempre, desde ahora.

Almond – París 1975

Nota manuscrita del oficial de policía: El presente documento (carta) se encontraba en el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta de Mr. Robert cuando se le encontró junto a la estafeta de correos de la Rue Villard.

*Esta carta manuscrita y la nota posterior han sido traducidas por el traductor jurado Antonio Garman Real nº de colegiado 26.207, en Madrid el 28 de octubre de 2009 a petición de Amelia Catalia Millán y a los simples efectos de su custodia como recuerdo y sin valor legal ninguno.


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Lorena no había terminado de acuchillar a su amante, estaba en ese mismo instante limpiando el cuchillo de sangre con su falda plisada de color beige, mientras él se retorcía en cuclillas junto al aparador de madera, con una mano tapando una enorme herida del costado y la otra en el suelo, en el centro de un enorme charco rojo bermejo, pensaba si realmente el tajo se lo merecía ella y no él y mientras observaba como la respiración se le iba dificultando deseó con toda su alma no haberle invitado nunca a pasar, no haberle sonreído. Daba igual, Lorena no aprendía nunca y en este caso como en los ocho anteriores el final se escribió al comienzo de la primera palabra de la primera línea. Lo demás fue relleno, relleno innecesario, gris, como en todas y cada una de las veces anteriores. Ahora quedaba lo peor: envolver el cadáver, cavar un hoyo profundo, enterrarle y limpiar las baldosas junto al aparador, arrodillada y utilizando productos que la disgustaban. En las semanas siguientes la tortura era el olor a sangre, en la ropa, en las manos, la sensación de que algo se había quedado entre las uñas, el ambiente sutilmente metálico al entrar en el saloncito y por eso la necesidad de encender palitos de incienso con aroma de sándalo. No se acostumbraba a pesar de todo y aunque se conjuraba a sí misma para no volver a caer en la tentación, apenas transcurrían seis, ocho meses a lo sumo, ya estaba en la bolera, acodada en la barra, con su refresco de lima y mirando los que jugaban de manera que no se dieran cuenta.

La víctima era ella, su incapacidad para decir que no.

#UnaHistoriaCircular


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Juliana, la persona que ha terminado dando forma al libro y que nos ha regalado dos preciosas ilustraciones, me dijo un día, cuando hablábamos sobre la imagen de la portada, que un accidente aéreo, la imagen de un avión destrozado tenía «mal feng-shui», que no le vendría bien al libro. Espero que no tenga razón. Ella es más mística que yo, y posiblemente conecta con fuerzas que a mí la naturaleza me ha vedado. Yo simplemente soy un pesimista, un pesimista empedernido que hace años se quebró. Bastaron unas semanas de desgarro personal, de descenso a los infiernos, para desmoronarme como un castillo de naipes. Más tarde tuve que aprender a atravesar un desierto en el que la arena era la misma nada. Después aprendí a sobreponerme al desastre diario que supone vivir para mi, a reorganizar ese interior que se desmorona desde el mismo momento que empieza el día, a aumentar la entropía antes de que llegue a cero y el deseo le dé paso al desánimo, aprendí a vivir aguantando unas ganas enormes de llorar en cualquier momento del día, a sentir la piel de gallina si alguien me dice que me quiere.

De esto habla el libro; quizá para decirlo con algo más de precisión, este libro es el resultado del rescate que la poesía me brinda para no desaparecer, confundido entre los minutos como un proceso temporal que no conduce a ningún sitio. Y así os digo en alguno de los textos, que no hablo de mí, hablo de utilizar un espacio interior de otra manera, de volverlo a pensar, de encontrar la forma de hacerlo habitable después de que quede arrasado cada día. No hablo de mí, hablo desde mí, desde dentro de una habitación vacía donde las palabras tienen eco. No hablo de mí, hablo del espacio que contiene un vacío, aire, luz, distancia, hablo de la luz que emite cada cosa, de la distancia que hay entre una piel y otra piel.

No hablo de mí, quería hablar de ti y ver si mis palabras te acertaban, conseguían moverte, conmoverte, emocionarte, conmocionarte, comprobar si tú también estabas remodelando ese vacío que deja vivir, cada tarde.

No hablo de mí, no solo de mí, no solo; hablo de todo lo que me parece que es importante, lo que es sustancial, lo absolutamente estructural, aquello en lo que podría basarme para construir una vida menos efímera, por eso hablo de sexo, por eso del miedo, por eso de ti. No hablo de mí, me hablo a mí para poder escucharme vivo.

La vida son palabras, y yo solo puedo vivir cuando las pienso y las escribo; el silencio es simplemente la construcción del próximo verso.

#ArquitecturaInterior


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¿Cuántas palabras llevamos dentro? Aunque la pregunta está mal planteada, hace tiempo que me obsesiona. Nunca he sentido durante el proceso creativo que estuviera creando algo nuevo; siempre he tenido la sensación de estar recomponiendo una única idea que no termina de tomar forma tal y como la deseo. ¿Cuántas combinaciones de esas palabras que llevamos dentro, podemos componer? y desde luego, lo fundamental: ¿cuántas de ellas realmente son hermosas, brillantes, conmovedoras? No tengo la respuesta.

Después de la edición del libro Arquitectura Interior tuve la sensación de que había agotado todas las palabras que pudieran existir en algún pliegue de mi cuerpo, la sensación del vacío, y acompañando de forma íntima, un sentimiento enorme de inutilidad. Embarcarme en la aventura completa de escribir, editar, publicar, vender, ha sido interesante y muy, muy extenuante sentimentalmente. ¿Qué voy a hacer si ya no tengo palabras? Así que ahora, un par de poemas después de un silencio prolongado, estoy reubicando mi alma en un paisaje más amable. La perspectiva de que no he terminado, no he encontrado el único poema que merece la pena escribir, empieza a rondarme las manos y aunque se muestra borrosa, esquiva e incluso dude ante la posibilidad de que sea prosa y no verso el vehículo, parece algo menos inquietante.

Os escribo esta carta, lectores silenciosos, para no prometeros nada, porque aun me duelen las cicatrices de cada poema que tuve que ir a buscar. Os escribo esta carta para deciros que sigo vivo y no me refiero a la carne, sino que creo ser capaz de sembrar el mimbre de donde sacar el tallo con el que crear la flecha que os alcance el centro. Os escribo esta carta para pediros que seáis pacientes porque aun me siento débil, convaleciente y puede que no llegue puntual cuando me necesitéis. Os escribo esta carta porque os quiero y os necesito, porque un poeta no es nada sin un lector, al menos uno que le escuche cuando encuentre esa combinación hermosa que lo explique todo. Os escribo para no sentirme solo, asustado por si no tuviera nada más que escribir, temeroso de que lo hubiera dicho todo y sin embargo nada de lo dicho hubiera sido necesario. Os escribo por necesidad.

Os escribo.

#Después


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Nunca pudo imaginar que esto le pasara a él, pero lo cierto es que se encontraba en un país extraño, con una mujer que no hablaba su idioma y lo único que sabía es que ella moriría si dejaba de contarle historias.

Al principio le pareció simplemente algo absurdo, irreal y desde luego falso, pero empezó a comprobar que cada vez que dejaba de hablarle, su salud empeoraba, el color de su piel, ligeramente morena cuando oía su voz, iba palideciendo hasta mostrar claramente todas las venas violáceas. Empezó contando cuentos infantiles que recordaba, Pedro y el Lobo, Caperucita, después le narró su vida, su infancia desenvuelta y feliz, sus primeros amores, el trabajo, la frustración; ella cada vez que comenzaba una historia abría sus ojos y sonreía y si la historia era larga su respiración se volvía calmada y apenas ruidosa. Poco a poco tuvo que empezar a inventar historias y lo que había empezado casi como una condena, ejercer de curandero con las palabras, se tornó un ejercicio liberador, y cada palabra que derramaba sobre ella se le volvía salutífera a él. En la aldea le llamaron el hombre que habla y con el tiempo aceptó su situación olvidándose de todo lo que su vida había sido hasta el momento en el que se perdió entre aquellas montañas. Ainna le empezó a coger la mano una noche mientras le relataba una supuesta aventura en el polo de un puñado de aventureros y en la sonrisa que le dedicó, él quiso ver todo el agradecimiento que alguien puede dispensar a quien el mantiene vivo; aquella historia fue tan larga, tan intensa, tan bien trabada que por un momento soñó que fuera la historia que terminará de curar definitivamente a su paciente. Luego empezó a sentir la angustia de no poder seguir inventado, de que las palabras no vinieran a su cabeza con el orden adecuado, que no tuvieran sentido o que simplemente perdieran fuerza al ser lanzadas al viento y cada vez que se acercaba al lecho de Ainna sin saber con qué palabra empezaría, el estómago se le cerraba y la boca se quedaba seca; mientras hablaba y recorría los mundos irreales del amor, la intriga, la descripción de los paisajes y de las personas, la disección de los sentimientos que hubiera tenido y aquello que solo imaginaba por lo que había leído o visto en las películas; pensaba en si había un número infinito de combinaciones posibles o todo lo que se podía decir estaba previsto; pensaba si decir amor era más saludable que decir odio, o realmente esto no era importante sino como se utilizaran las palabras, dudaba si las historias debían tener un final feliz o lo único importante era la tensión con la que se desarrollaban los acontecimientos.

Fueron años de historias y de palabras y Annia sobrevivió.

#ElHombre


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No estaba brillando tanto que mi muerte tuviera efecto

la luz viaja a su propia velocidad por el espacio

y tú solo debes esperar el destello

el instante íntimo

que te recuerde el poema que tuvo sentido

en su viaje desde mi corazón hasta el tuyo.


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1

No hay opciones de salvación fuera de uno mismo. Cuando vamos a un terapeuta esperamos algún tipo de sentencia, un consejo redondo, fulminante, cerrado, que asumido como si se tratara de una pastilla, nos sanara de forma inmediata. La purga de Benito (que actuaba desde la botica) o en su versión cervantina el bálsamo de fierabrás que traído del sepulcro de Jesús nos cura de todo mal es muy posible que no exista.

El viernes mientras comenzaba mi viaje hacia el trabajo decidí cambiar la rutina. Tenía cita con mi nuevo terapeuta y nada mejor que empezar el día con un cierto apunte de trastorno obsesivo compulsivo. Reloj despertador

Teclee en mi GPS la dirección de la consulta a la que tendría que ir a las seis de la tarde y me presenté en la puerta a las siete de la mañana. Tranquilidad. El coche bien aparcado, reconocida la puerta del edificio y su ubicación en Madrid, solo me quedaba caminar treinta minutos hasta mi trabajo, satisfecho de tener controlado el futuro al menos en el límite de mis posibilidades. Después tendría que oír como pilar de mi terapia que el futuro no existe, así que mis maniobras matutinas para controlar lo que ni siquiera existe, según mi terapeuta, fueron fuego de artificio.

El día fue normal, en palabras de diccionario: de forma ordinaria, habitual y con esto quiero referirme a que transcurrió no como diría un ruso, нормальный, es decir bien, sino como transcurre casi siempre mi día a día los últimos años: de manera catastrófica, así que cuando dieron las tres de la tarde cerré lo que hubiera que cerrar, me despedí de mis compañeros de desdichas(1) y me propuse descubrir un sitio donde comer en mi trayecto desde la Gran Vía de Madrid hasta el despacho de mi terapeuta que en mi mente tendría una bonita sala de espera y un cómodo y bien amueblado despacho donde hablar. Nada de esto fue así como veremos más adelante y quizá refuerza la idea de que el futuro no existe, aunque bien mirado esto no era el futuro porque la sala donde luego sería recibido ya existía en ese momento. Dejo a Nolan por ahora y me centro en mi búsqueda de un lugar donde comer algo mientras hacía tiempo para mi cita de las seis de la tarde.

Madrid tiene una oferta variada de restaurantes de todo tipo y origen geográfico. La gran mayoría de ellos ofrecen muy mala comida a precios excesivos y a este problema tuve que sumar que no quería estar en el interior de un local que no dudo ni por un instante no tiene la más mínima higiene anti COVID y que el día anterior, cenando en casa, se me rompió una muela en varios trozos, lo que sumado al diente que la semana pasada me extrajo el dentista hacen que mi boca tenga más huecos de los deseados para comer según que cosas.

Buscaba un bar normal y corriente, de comida que pudiera reconocer como de aquí y que tuviera mesas en el exterior. Lo encontré justo al final de mi periplo y casi in-extremis. El paisaje del sitio era castizo en el más estricto sentido, genuino, español: tres mesas de acero inoxidable, dos de ellas ocupadas por dos hombres de mediana edad, es decir rondando los 50 años y una libre que parecía esperarme. Las mesas y según pude ver luego todo el local, estaba regentado por una camarera negra que parecía atender a las órdenes de uno de los caballeros que estaban sentados y que como buen propietario se tocada los huevos mientras daba instrucciones o simplemente hacía comentarios sin que se le pudiera entrever la más mínima mueca que supusiera ayudar en ninguna circunstancia. En la puerta un taburete alto con una mesa de esas que proliferaron con la ley anti tabaco para que los drogadictos puedan seguir fumando a la puerta de los bares, estaba ocupada por otro caballero que al paso de una mujer comentó en voz alta para que le oyéramos y supongo para que lo hiciera ella: ¡Qué buenas vistas tiene este barrio! Ahhh, nada como este país para hacerle a uno sentir vergüenza.

El menú era sencillo, costaba 10 euros y omitía que no incluía ninguna bebida así que te añadía una nota de picaresca típica por si aun no te encontrabas como en casa. Elegí los judiones de primero y huevos con lomo que se convirtieron en huevo con lomo de segundo. Para beber y fuera de programa una cerveza que la camarera sirvió con arte o mejor dicho con oficio pues no creo que en su país de origen tengan a gala servir mucha Mahou. Comí tranquilo y tuve tiempo de fotografiar un gorrión común que envié con mi app del Laboratorio Cornell como mi observación del día.

Tres horas son muchas horas para llenar con un paseo y una comida, así que tuve que dejar pasar el tiempo hasta que llegara la hora de mi cita. Tengo la sensación de que una gran parte de mi vida la he pasado esperando que ocurriera algo. Normalmente algo banal como una cita para la terapia o que me terminaran de cambiar la rueda del coche, peor muchas, muchas de esas horas han sido muy sufridas, esperando aviones en aeropuertos mal pensados para esperar, haciendo tiempo mientras el empleado del alquiler de coches rellena datos y datos y datos y más datos de una reserva que ya hiciste hace meses y en la que diste todos esos datos o en un ambulatorio donde te han citado «orientativamente» a una hora concreta con minutos y todo y hace más de otra que ya ha pasado con todos sus minutos incluidos. Tengo la sensación de que la vida es una larga y tediosa espera que para más inri la pasamos en perfecta soledad.

(1) Quizá para ellos el día no sea tan desdichado, generalizo demasiado

2

A las seis menos veinte estaba delante de la puerta que la dirección que me habían enviado por whatsapp indicaba. Dado que la elección de terapeuta había sido una prospección somera por Internet y que entre mis muchas desdichas está la de olvidar de forma inmediata nombres, fechas y direcciones, estaba buscando entre los numerosos carteles de la puerta del edificio alguno que dijera Psicólogo o Terapeuta o qué se yo que me asegurara que realmente estaba donde quería estar, pero no había rastro alguno.

El mensaje con la dirección ponía «primero dcha» así que a las seis menos cuarto pulsé el timbre cuyo sonido resultó ser estruendoso o al menos demasiado fuerte para alguien que no está por la labor de que se conozca públicamente el objeto de la visita. Sí, al terapeuta se va con cierta vergüenza o si lo quieres con la sensación de que te has dado por vencido en conducir tu vida, cosa que según parece los demás hacen de maravilla. Sonó y no hubo nada. No hay cartel así que releo el mensaje y compruebo, sin tocar, que he marcado en el telefonillo el primero derecha. Espero unos segundos y me voy calle arriba como si no hubiera pasado nada pero pensando en las combinaciones posibles: soy más tonto de lo que esperaba y como ya me ocurrió en otras ocasiones estaba en el sitio adecuado pero otro día cualquiera, seguramente antes porque de haber sido después me hubieran afeado no presentarme o bien la consulta empieza a las seis, soy el primero y el colega que me va a sacar del hoyo llega justito. Compruebo el día y no hay error, así que me agarro como clavo ardiendo a la tesis de la entrada in-extremis al trabajo y decido que volveré a llamar cuando falten cinco minutos.

Mientras hago tiempo paseando calle arriba, calle abajo con aire de espía o de sicario reconociendo lo que en poco tiempo se convertirá en la escena de un crimen pagado, veo que sale del portal una pareja con una bolsa de basura, me cruzo con un varón de gran tamaño que lleva de la correa un perro que compensa su exceso con un cuerpo que apenas da para vivir y el trajín de alumnos que entran en un instituto de secundaria. Como me crié en un barrio de Madrid que le separaba del centro un montón de campos de cereales que cruzaba un tranvía achacoso y lo que denominábamos «la camioneta» que no era sino un viejo autobús con descoloridas fotografías de playas y montañas de algún lugar de España pegadas justo en la parte de atrás del cabecero del asiento y que en otros tiempos seguro que anticipaban lo que sería el final del viaje, pero que había acabado siendo el único transporte viable para llegar a la plaza de la puerta cerrada, en labios de mi madre «el centro», siempre pensé que la entrada al instituto era ese rato largo que pasábamos en el campo dudando si entrar o no. Aquí los chavales vienen de entre las calles del barrio como quien va de compras, que era lo que yo hacía cuando iba al centro.

Perdón por el rodeo pero había que esperar los minutos suficientes para volver a pulsar el botón que anuncia sonoramente mi presencia y que esta vez, sí, permite que alguien remotamente me franquee la puerta exterior. El zaguán si así se puede denominar a una triste sala de no más de seis metros cuadrados con dos sillas y unos tiestos mustios da paso a la escalera y al ascensor que no cojo pues un solo piso, incluso en estas casas antiguas, no tiene más de 14 o 15 escalones y mis ahora apenas 100 Kg aun me permiten el dispendio energético. La puerta de la derecha del primer piso tiene un cartel pero no es de un psicólogo. Estoy llamando a un coworking que como seguro que ya sabéis es la forma moderna de alquilar un espacio de oficinas en pequeños trozos de forma que quien no tiene posibles suficientes pueda aparentar que sí. Llamo y al tiempo la puerta queda franca y entro. Aquí tengo que volver al pasado cuando os hablé de mi idea de lo que encontraría y de la realidad, dura, austera y desconcertante que me encontré. En un pasillo estrecho hay dos sillas y una mesa repleta de tarjetas de psicólogos, velas aromáticas, algún pequeño buda y carteles sobre la Covid y el uso de las salas. Me encuentro en la Sala de Espera. Al minuto llaman a la puerta, alguien sale de un despacho, me saluda pulsa un botón y me comunica que deja la puerta abierta, asiento pensando que me la trae al pairo y al minuto entra otra persona que se sienta a mi lado, suena el timbre de nuevo, alguien de otro despacho abre la puerta de nuevo y ya somos tres personas esperando, de uno de los despachos se abre una puerta y se puede oír el final de la conversación: «Lamento que estés tan triste, ya verás cómo lo vamos solucionando» Sale una mujer con los ojos llorosos y en ese momento me doy cuenta de que soy el único hombre en la sala contando pacientes y terapeutas y que el concepto de intimidad en este ambiente está muy sobrevalorado.

¿Son las mujeres más proclives a la enfermedad mental o simplemente los hombres somos más cobardes para admitir que estamos enfermos?

Son las seis, las consultas se abren, vomitan un enfermo y se tragan otro hasta la próxima hora. Me quedo solo en la sala, como Gloria Fuertes y veo como pasan los minutos en un enorme reloj que hay delante de mi. Pasar los minutos de la hora a la que he concertado mi cita en un consultorio privado que me va a cobrar 60 euros es una de las cosas que más me irritan así que voy cocinando una especie de mal humor que aumenta a cada minuto, a cada segundo que quien quiera que me tenga que atender tarda en hacerlo y rodeado de un cierto ambiente hippie que no me gusta ni un pelo y que por decirlo en su propio argot, me descoloca los chacras.

La tristeza lleva aparejada al menos en mi caso una rabia constante. Son las seis y siete y mi terapeuta abre la puerta y me saluda.

Hola Antonio, perdona la espera, a veces se alargan las consultas.

Hola, no soy Antonio, soy Francisco, buenas tardes.

Ahh sí, perdona Francisco, es verdad, quedamos en tratarnos de tú, ¿cierto?

Cierto.

3

Al menos él sabía mi nombre y sin embargo yo tenía que lidiar la siguiente hora hablando de sentimientos que no he contado a nadie con una persona de la que ni siquiera sabía como se llamaba. Pensándolo bien quizá esto no fuera un problema, sino más bien una facilidad. ¿Qué más me da lo que cuente si se lo estoy contando a un perfecto desconocido?

Y de pronto todo se precipitó por una pendiente pronunciada sin que yo pudiera hacer otra cosa que vomitar toda la basura que traía dentro. Toda no, pero si mucha.

¿Por qué estás aquí?

Porque estoy triste y enfadado, contesté sin la más mínima duda. La razón de mi presencia la tenía clara, la había pensado durante días, semanas o puede que meses y entonces mi respuesta se convirtió en un disparo directo a mi estómago.

Luego empezamos a hablar, él preguntando y yo hurgando poco a poco en la herida que traía a la consulta y hablamos de cuando dejé un trabajo estable y seguro para ayudar a una amiga y cómo terminó despidiéndome por teléfono a gritos una tarde delante de mi hija y cómo con más de cincuenta años me encontré en el paro donde tuve dos años para ir destruyendo día a día todo el andamiaje de mí mismo hasta terminar sin una gota de autoestima. Pusimos un hito en este punto y lo bautizamos como el colapso y seguimos concienzudamente levantando capas y capas de piel necrosada. Me dice que todos estamos rotos, porque así es como yo me siento y creo que me lo dice para aliviarme. Hablamos de mi relación de pareja, de mis hijos: ella historiadora con máster incluido y que se gana la vida de cajera en un supermercado, él diseñador de mobiliario preparando su visado para emigrar a Canadá porque desde la Covid ya no tiene trabajo ni paro y para trabajar con un contrato de mierda en España se va a un país donde le traten mejor y aprende otro idioma. Hablamos de mi trabajo que hace años no es sino una amargura constante, de mi objetivo de prejubilarme y dejar de sufrir y hablamos de la muerte de mi padre.

Entonces empiezo a llorar como hago tantas tardes cuando vuelvo en el coche a casa y siento una tristeza enorme que me invade, como hago cada vez que la situación es mínimamente afectiva, como hago cuando leo noticias sobre la gente que muere mientras intenta alcanzar la costa, como hago todos los días desde hace años. Hablamos de que hace unas semanas le tuve que decir a mi padre que todo se había acabado y que iba a morir y que él me dio un beso.

Entonces empecé a llorar con la rabia de tener que haber vivido estas experiencias y lo hice más veces vaciando el cuerpo de toda la tensión acumulada mientras él me iba explicando que trabajaríamos la compasión, que empezara por quererme a mí mismo, que volviera a escribir porque eso me ayudaría a ralentizar mi vida y a ser capaz de reconocer el dolor y sus causas ya que los efectos estaban evidentemente marcados en mi, que viviera más lentamente y que no fuera tan exigente conmigo mismo.

No me dio tiempo a entender todo lo que me explicó sobre el cerebro y su diseño para mantener la vida, pero su falta de propósito para que la vida se viva felizmente. Al menos en medio de toda esta disertación sobre la amígdala y el cortex frontal sentí que a lo mejor todo esto tenía una solución y me alivió que a su juicio no dependiera de nada que no estuviera en mí mismo. Quizá influyó que me dorara la píldora diciendo que era un valiente o que mientras habláramos del suicidio (creo que están obligados a preguntarte si te quieres suicidar) y de las formas de suicidarse, él se disculpara no fuera a ser que me estuviera dando ideas, como si yo no hubiera tenido suficiente imaginación para pensar en todas y cada una de ellas y no me hubiera visto en algún momento tentado de salir por la puerta de atrás. Llegados aquí, recoloca la foto y empieza a relatar los aspectos de mi vida que son positivos y en este momento que seguro que a él le parece interesante, yo tengo la congoja de pensar que si realmente la foto no es tan mala ¿por qué yo me siento tan mal?

Ha pasado una hora que no pintaba bien, y «más siento yo que vosotros que estos versos me hayan salido a su puta madre». Salgo de la consulta con los ojos rojos y me encuentro en la minúscula sala de espera donde se produce, como cada ciclo, el intercambio de pacientes que han terminado con los que han de empezar. Bajo las escaleras y en el intento de zaguán soy consciente de que peso menos y que no me ha importado el retraso ni los budas ni el ambiente hippie, ni las dos sillas inútiles que hay, ni la planta mustia y sé seguro que esta sensación es solo el alivio que produce el calmante cuando hace efecto, pero que el dolor volverá si no soy capaz de reconocerlo.

El próximo viernes tengo cita de nuevo, pero esta vez he hecho los deberes y sé que él se llama José y esta vez estaremos los dos al mismo nivel.

4

La semana ha empezado poniendo a prueba mi capacidad de mejora.

El plan estaba claro: meditación, ejercicio matutino de agradecimientos, respiración profunda, recuperación de amistades perdidas y escribir, pero a mitad de semana he tenido que ir a visitar al urólogo en una cita que la sanidad madrileña ha conseguido retrasar más de un mes con relación al problema original. El problema original es sencillo a la par que sorprendente si tenemos en cuenta mi edad. 62 años después de mi nacimiento en una familia no judía me tienen que operar de fimosis.

La visión de mi propio pene descapullado y pespunteado con fina seda quirúrgica, os puedo asegurar que no me ayuda a salir de un estado anímico que entre otras cosas me muestra los problemas con un tamaño enorme, las felicidades minúsculas y el futuro como un campo minado de malas noticias. En la parte positiva mi mindfulness ha conseguido un estadio máximo pues mi mente solo es capaz de ver mi miembro remendado sin que ninguna otra imagen tenga la más mínima posibilidad de acceder a mi yo actual. Es verdad que sigo juzgando mi futuro que me parece negro y doloroso, no dejo mi apego por lo que desde muy chiquitín me han dicho que me caracteriza como hombre, macho, varón, hetero y recientemente según los alemanes CIS, y desde luego rechazo de cualquier manera la experiencia de perder una parte pequeña pero importante de mi cuerpo. Lejos de ayudar, esta obsesión se interpone entre mi yo de hace unos días que se había propuesto acabar con la tristeza y mi yo futuro.

Mi segunda visita se produce de una manera algo menos psicótica. Solo algo menos porque en la minuciosa exploración del terreno de la semana pasada ya comprobé que el aparcamiento en la zona los viernes no es malo, así que mi cálculo de la hora de salida me lleva con cinco minutos de adelanto a estar en la pequeña salita de espera, frente al gran reloj y el pequeño buda sin necesidad de rodeos por el barrio, sin esperas de sicario previsor y sobre todo sin la incertidumbre de lo que me va a pasar. Tengo el control y eso aun es muy importante para mí porque me permite estar tranquilo.

¿Cómo ha ido la semana?

Bien.

Mi respuesta es tranquilizadora para mi que no creí que pudiera haber visto mejoras en tan poco tiempo y me imagino que para mi terapeuta que parece haber acertado en su análisis y consejos, aunque quién sabe, lo mismo también pensará que soy un deprimido de poca monta y que con enfermos como yo no hay quien haga bolsa para la vejez.

La sesión se hace corta, en una hora sigo teniendo muchas y muchas cosas que decir, muchas preguntas sobre el plan que estamos trazando, sobre la compasión, la meditación, la respiración, los engaños de la mente, los marcos de interpretación de la realidad y todo un sinfín de herramientas que el terapeuta tiene en su mano para ayudarme. Me doy cuenta de que el terapeuta «tiene un sinfín de herramientas para ayudarme» y eso en sí mismo es un gran paso. Sé que me queda mucho y tengo la impresión de que esta enfermedad no te deja indemne y aun no sé si la herida será muy profunda o solamente una cicatriz de la que nadie se dará cuenta. El sistema de salud debería haberme dado la oportunidad de hacer esto antes y de no tener que hacerlo a costa de mi bolsillo pero mi médico de familia solo pudo recetarme fluoxetina cuando se lo conté en la consulta y decirme que si podía que visitase a un especialista. Él hizo mucho con lo poco que le dan, apenas unos minutos para cada enfermo y puede que me salvase la vida.

Salgo de la sesión y me parece que todo se ha dispuesto para ayudarme. Junto al portal hay una floristería donde entro y me compro un ramo de tulipanes para llevarlo a casa y disfrutarlo con Raquel en nuestro salón, donde aprovecho para contar que dentro de un mes tendré que reposar mientras mi pene consigue sobreponerse a una operación fuera de programa y ella se ríe sorprendida de que me pasen algunas cosas y yo me rio pensando que tiene razón y que debo empezar a pensar que todo va a ir mejor y que si esta semana apenas he llorado un par de veces, puede que la que viene aun esté mejor y la decisión de buscar ayuda es la que me permite respirar.

Sigo triste y enfadado pero sé que saldré de esta y podré enfrentarme a mi vida con más herramientas y que los que me rodean van a disfrutar de mi, más días, más horas, más veces, pero esto es el futuro y como ya sabemos no existe, así que será mejor concentrarnos en el presente.

#Terapia


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Después de mi paso por algunos instantes anteriores, manejo la idea, cada vez más fuerte, de reducir infinitesimalmente el espacio que me separa de todo, especialmente el espacio entre mi piel y todo el resto. Se trataría entonces de reducir la pluralidad a la individualidad, hacerme un fumé de lo real que condense en un instante el espacio existente, TODO el espacio existente. No se trata de morir, sino de trascender. ¿Caben las palabras si el espacio no existe? ¿Son necesarias si no hay al menos dos y un espacio entre medias? o realmente es posible un tiempo interior donde cabe todo, hasta los pensamientos. Me preocupa si las palabras pesan, si al final resultan corpóreas o realmente se trata de un no sé qué inmaterial que toma cuerpo necesariamente en un tiempo y desde luego en una distancia concreta que no puede ser tal que el espacio no se pueda recorrer. Me desdigo de lo no dicho, del pecado de la omisión y creo sinceramente que hay un trecho mínimo en el que lo que me dices tiene sentido y otro en el que se desvanece, pierde fuerza mientras se mueve. Me preocupa entonces: ¿dónde se encuentran las palabras? y si existen previamente o tienen que ser dichas, escritas, pensadas, soñadas, para que así puedan recorrer los tiempos, las distancias precisas y rozar la otra piel y producir entonces el escalofrío, la inquietante sensación del roce en la oscuridad, el susurro inadvertido que no sabemos si habita dentro o fuera de nuestra cabeza. En este instante, en este preciso instante, en el mio que vivo mientras escribo, no en el tuyo cuando lo lees, soy consciente del abismo que supone el deseo de decir, la pulsión irremediable de tocar sin las manos, la impresionante capacidad de llegar atravesando todas y cada una de las barreras que hemos ido levantando para sobrevivir y penetrar los prejuicios, las convenciones, la piel en el penúltimo momento, el adentro del alma si es que esta habita en el cuerpo. En este instante, elijo las palabras que serán dardos, la última resistencia que me permita no morir nunca.

#Tortugas


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Había pasado toda la tarde en la estación de tren de Pavelestky intentando entenderme con los que esperaban como yo, buscando información sobre el andén en el que se estacionaría el tren nocturno que me llevaría a Voronezh y cuando se acercó a la hora y los carteles anunciaron la vía y andén de mi tren, en cierta forma me sentí aliviado. Me había pertrechado con un pequeño diccionario de ruso que no había conseguido ayudarme demasiado a la hora de intentar comprarme un bocadillo o cuando tuve que buscar un servicio.

Iba con mi maleta y mi billete que indicaba claramente mi nombre, el vagón, el compartimento y la litera que debía ocupar. Entonces no lo sabía, pero los extranjeros siempre viajábamos en uno de los vagones, normalmente el primero que aun no siendo lujoso estaba en muy buen estado comparado con los que luego descubriría que usaba el general de la población cuando compartí una cena y mucho vodka a la vuelta de mi viaje a la central nuclear de Kalinin.

Mostré el billete y mi pasaporte y una mujer me llevó hasta mi compartimento con cierta cara de sorpresa que dado mi escasísimo ruso no acerté a comprender. El compartimento tenía dos camas que aun eran un asiento y que a cierta hora fueron dadas la vuelta y vestidas para poder dormir en ellas, una pequeña mesa junto a la ventana, sitio para las maletas, en fin, lo normal para un tren nocturno tal y como yo recordaba los que cogí en España cuando los viajes largos se hacían en expresos nocturnos. Me ofreció un té que acepté y me quedé solo esperando la hora de la salida a la que le quedaban al menos treinta minutos.

Al poco tiempo en mi compartimento se presentó una mujer que al abrir la puerta se mostró sorprendida y contrariada y que empezó a preguntar si yo realmente estaba sentado donde debía. Lo entendí por sus gestos señalándome su billete y los ademanes para que yo le enseñara el mio, cosa que hice y que la contrarió aun más si cabe. Se fue y volvió con la encargada del vagón hablando en ruso en lo que parecía una bronca en toda regla. Me pedían el billete y comprobaban una vez más que yo estaba en mi sitio El problema parecía ser que quien extendió mi billete pensó que mi nombre era el de una mujer o más simplemente se equivocó al juntar en el mismo sitio personas de distinto sexo. Aquella señora no estaba dispuesta a pasar la noche con un varón extranjero barbudo así porque sí.

Más tarde supe que ese vagón se destinaba a extranjeros y a rusos con posibles que podían pagarse un billete más caro. Los aires de aquella mujer abroncando a la revisora dejaban patente esa superioridad que sientes quienes se saben en otra escala social y la detentan. La revisora me hizo gestos de que saliera y yo la verdad, me atrincheré negándome en redondo. No hubo mucho forcejeo verbal detrás de mi defensa cerrada a base de decir que no entendía ni una palabra porque no hablaba ruso. Contrariedad en las dos mujeres y finalmente un arreglo sencillo que consistió en que le encontraron una acomodación más acorde con lo que se debía entender en aquella Rusia postcomunista. Mi primer viaje en tren por Rusia empezaba accidentado.

Estación Pavelestky

#DeMoscuAVoronezh


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