De Moscú a Voronezh
Había pasado toda la tarde en la estación de tren de Pavelestky intentando entenderme con los que esperaban como yo, buscando información sobre el andén en el que se estacionaría el tren nocturno que me llevaría a Voronezh y cuando se acercó a la hora y los carteles anunciaron la vía y andén de mi tren, en cierta forma me sentí aliviado. Me había pertrechado con un pequeño diccionario de ruso que no había conseguido ayudarme demasiado a la hora de intentar comprarme un bocadillo o cuando tuve que buscar un servicio.
Iba con mi maleta y mi billete que indicaba claramente mi nombre, el vagón, el compartimento y la litera que debía ocupar. Entonces no lo sabía, pero los extranjeros siempre viajábamos en uno de los vagones, normalmente el primero que aun no siendo lujoso estaba en muy buen estado comparado con los que luego descubriría que usaba el general de la población cuando compartí una cena y mucho vodka a la vuelta de mi viaje a la central nuclear de Kalinin.
Mostré el billete y mi pasaporte y una mujer me llevó hasta mi compartimento con cierta cara de sorpresa que dado mi escasísimo ruso no acerté a comprender. El compartimento tenía dos camas que aun eran un asiento y que a cierta hora fueron dadas la vuelta y vestidas para poder dormir en ellas, una pequeña mesa junto a la ventana, sitio para las maletas, en fin, lo normal para un tren nocturno tal y como yo recordaba los que cogí en España cuando los viajes largos se hacían en expresos nocturnos. Me ofreció un té que acepté y me quedé solo esperando la hora de la salida a la que le quedaban al menos treinta minutos.
Al poco tiempo en mi compartimento se presentó una mujer que al abrir la puerta se mostró sorprendida y contrariada y que empezó a preguntar si yo realmente estaba sentado donde debía. Lo entendí por sus gestos señalándome su billete y los ademanes para que yo le enseñara el mio, cosa que hice y que la contrarió aun más si cabe. Se fue y volvió con la encargada del vagón hablando en ruso en lo que parecía una bronca en toda regla. Me pedían el billete y comprobaban una vez más que yo estaba en mi sitio El problema parecía ser que quien extendió mi billete pensó que mi nombre era el de una mujer o más simplemente se equivocó al juntar en el mismo sitio personas de distinto sexo. Aquella señora no estaba dispuesta a pasar la noche con un varón extranjero barbudo así porque sí.
Más tarde supe que ese vagón se destinaba a extranjeros y a rusos con posibles que podían pagarse un billete más caro. Los aires de aquella mujer abroncando a la revisora dejaban patente esa superioridad que sientes quienes se saben en otra escala social y la detentan. La revisora me hizo gestos de que saliera y yo la verdad, me atrincheré negándome en redondo. No hubo mucho forcejeo verbal detrás de mi defensa cerrada a base de decir que no entendía ni una palabra porque no hablaba ruso. Contrariedad en las dos mujeres y finalmente un arreglo sencillo que consistió en que le encontraron una acomodación más acorde con lo que se debía entender en aquella Rusia postcomunista. Mi primer viaje en tren por Rusia empezaba accidentado.
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