Francisco Molinero

1959-

Tengo un mensaje de Irina en mi contestador. He intentado llamar a su casa en Novovoronezh pero no lo consigo, me manda recado de su amiga Natasha que parece que está en España en algún asunto oficial y al oír su voz me vienen todas las imágenes de Rusia y de mi estancia por allí. Recuerdo la amabilidad de su marido que murió recientemente y las coletas de Irishka cuando estuvo pasando unos días en casa.

Pienso en lo negativo que supone saberse uno mismo, darse importancia y perder la naturalidad con la que se hacen las grandes obras y los grandes fiascos. Me tiran para atrás los personajes que están encantados de haberse conocido.

Buscar el prefijo internacional de Rusia en Internet es una odisea. Internet se ha convertido en un montón de ruido, por fin, el 7, ahora saber el de Voronezh, por fin, 4736, ahora el de casa… Me gustaría volver a Rusia, ver lo que pasa allí, volver a charlar con mis amigos rusos sobre el país y quedarme pasmado con la belleza de la inmensa planicie helada. Me gustaría marchar a Rusia a pasar unos meses y escribir allí con tranquilidad lo que quiero, pero primero a leer cuentos rusos. Me gustaría tener unos meses de libertad.

El teléfono suena pero no me lo cogen. Es tarde en Rusia o quizá no estén en casa. Mañana será otro día.


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La cuestión no es estar triste, sino alargar la sensación durante días, meses. Un dolor pequeño que está ahí detrás en recuerdo de si mismo.

La cuestión no es que las cosas no vayan bien, van bien, pero no sabemos por qué, para qué.

La cuestión es que la tristeza es pegajosa y no se va tan fácilmente.


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Vivimos constantemente a este lado de una línea muy delgada. Una línea que separa lo que conocemos, lo que intuimos, de lo otro. Nunca traspasamos la línea. Se mueve con nosotros.


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A los diez años ya tocaba en la banda municipal de su pueblo y a los 14 años dominaba hasta tal punto este instrumento que era ya solista de clarinete. Al ser persona de salud endeble y enfermiza, sus padres no le permitieron salir fuera de Cocentaina para cursar estudios musicales. El pequeño clarinetista siguió estudiando música a la vez que entraba como obrero en la fábrica de calzado del pueblo como cortador de piel. Gustavo compuso varias piezas en esta etapa de la posguerra, pasodobles y marchas moras. En las fiestas de Moros y Cristianos se utilizan para desfilar en la entrada o en las dianas. El pasodoble festero queda enraizado dentro de la propia fiesta. Compuso los siguientes pasodobles:

“Paquito El Chocolatero”(1937) “Rafael Ronda” “El Berebere” “Tots menos uno” “El Kabileño” “El Bequetero” “Bequeteros a ratllar” “Emilio El Chato” “Consuelito Pérez”

Y marchas moras:

“Navarro El Bort” “Un moret plorant” “Al peu del castell” “No m ho puc llevar del cap” “Buscant un bort”


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Nací en 1959, así que conocí la dictadura, juré la bandera de un ejército al que detestaba, participé en la transición, milité en sindicatos, partidos y organizaciones sociales y hoy como muchos de mis amigos y conocidos tengo hijos que han absorbido gran parte de mi esfuerzo de los últimos años. Los hemos educado en medio de una tormenta de malos augurios sobre la falta de valores, lo muy necesario de que el estudio entre con esfuerzo, de que la libertad es peligrosa para los jóvenes. Lo hemos hecho en colegios públicos mientras otros se jactaban de tener centros de mucha calidad que costaban mucho dinero, hemos tenido que ver como se maldecían nuestros intentos de acabar con la enseñanza religiosa, hemos aguantado los debates sobre lo mal que lo pasaban nuestros hijos al tener que convivir con emigrantes que retrasaban su natural desarrollo, hemos capeado las ideas de que sería bueno separar a los más inteligentes de los otros, hacerles aulas para ellos, colegios para los excelentes. Hemos sufrido el embate idiota de los informes PISA, los exámenes para demostrar que los colegios religiosos son mejores. Hemos aguantado un enorme chaparrón ideológico sobre lo inútil de la progresía, la caducidad de nuestras ideas, la obsolescencia de lo hippie, del comunismo, de la división entre izquierda y derecha. Hemos tenido que sufrir el envite de una «derecha sin complejos».

Ahora por fin vemos a nuestros hijos, a los jóvenes que hemos educado en los valores de la solidaridad, de la crítica, de la honestidad, de que lo importante no es ser ingeniero o abogado o estudiar para ser rico, dar una lección al mundo de cómo se planta cara a un sistema obsoleto y organizado para mantener la desigualdad como un parámetro indiscutible. Reivindico nuestra fe y nuestro trabajo como padres y el orgullo que hoy sentimos los que les vemos alzar la voz para decir que esto ya no va a continuar así.

Teníamos razón.


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Los mejores chipirones en su tinta que recuerdo haber comido fueron en Burgos en un restaurante que hay o había, hace años que no paro en Burgos, frente a la entrada de la catedral. Burgos tiene para mi el recuerdo de ser la antesala de Santander y todo lo que supone como niño el verano, los primos, la playa. En general en el norte y especialmente en el País Vasco se jactan de hacer estupendos chipirones, txipirones o calamares pequeños, que así se podría decir. En una ocasión, cenando con Juan Mari Bandrés y mis colegas de Euzkadiko Ezkerra en Madrid oí como se preciaba de hacer los mejores chipirones en su tinta de Madrid en el pequeño apartamento de diputado que tenía. No creo que sea capaz de acordarme de la receta exacta que dio, pero podría ser algo así:

  • pimientos verdes
  • cebolla
  • dientes de ajo
  • tomate maduro
  • 1 vaso de vino tinto
  • tinta de calamar
  • Aceite de oliva y sal
  • chipirones pequeños

Se limpian los chipirones (labor indeseable que consiste en bajo el grifo, quitar tripas, ojos, esqueleto y piel y separar con cuidado la tinta y que actualmente no hay que hacer porque los venden ya limpios y rellenos de sus propias patas).

En una sartén ponemos aceite de oliva, añadimos un diente de ajo picado.

Cuando tengamos pochado suficientemente el sofrito añadimos los chipirones ya preparados o si somos unos artesanos de la cocina añadimos las patas de los chipirones y salteamos unos minutos, entonces rellenamos los chipirones y los cerramos con un palillo.

Pochamos todas las verduras a fuego suave durante unos 25 minutos, momento en que añadimos el vino y removemos bien con una cuchara de madera para despegar la verdura que se haya podido agarrar al fondo. Dejamos reducir y concentrar los líquidos hasta que esté casi seco. Agregamos la tinta de calamar. Dejamos cocer otros 15 minutos a fuego medio. Cuando esté listo, trituramos con una batidora, colamos y ponemos la salsa en una cazuela y añadimos, los chipirones y dejamos cocer a fuego fuerte 5 minutos. Es el momento de probar y poner la sal que nos guste.


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Puestos a contar historias tristes, lúgubres, creo que lo propio sería contar la verdad, tan desnuda como sea posible, sin cifras, sin sumas ni promedios que esconden la enjundia, solamente las historias de una en una, continuamente, las de todos los que habitan. Las llamaríamos historias de los habitantes.

Sería una verdad interminable.


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Oigo que la pobreza se describe sobre todo como un estado de alienación personal y cultural. La falta de identificación. ¿Entonces el PIB?

Le doy vueltas y creo que es verdad, aunque como todo lo es a medias, es decir dentro de un marco, una verdad envuelta en parámetros. La pobreza tiene que ver con la indignidad.

«Millones de personas viven con menos de un euro al día» pero el desastre mayor es cuantas viven con más euros y en medio de una gran sensación de indignidad, de estupor.


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Nunca se rectifica absolutamente. Cada acción a pesar de su retracto deja una huella, a veces muy poco visible que orienta el futuro.

Escribí hace tiempo que no se rectifica ni en el vidrio ni en el amor, claro que pensaba con el alma cándida de un adolescente y ahora no encuentro las palabras exactas para explicarlo.

Simplemente no se rectifica en la vida.


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Los números son importantes, los números y la distancia, así que un muerto apenas es nada y 150 son una catástrofe; pero solamente si se juntan, así que la distancia temporal juega a favor del valor. Y la distancia física, que no es igual un muerto aquí que uno en Gaza, ni siquiera 30.000 en Gaza con uno en tu pueblo y ya no digamos de la distancia personal; ¡Qué más dan todos los muertos palestinos si ninguno eres tú, tu padre, tu mujer, tus hijos!

Los números son solo relativamente importantes, necesitan del tiempo y de la distancia para crecer, para tomar dimensión de noticia que se repite, para emocionar y conmocionar. Lo saben los directivos de las grandes compañías que no quieren entrar en los números rojos y lo saben los periodistas de tres al cuarto que micrófono en manos nos repiten con cierto machaconeo que el número de víctimas es de….

No es igual 1 que 2 ni siquiera parecido y no digamos el 3. Lo explicaba en un vídeo memorable sobre las claves del humor, el humorista Mr Bean: «Un buen gag hay que repetirlo tres veces y entonces realmente alcanza el cénit».

El punto, la línea, el plano. Así nos lo enseñaron en la escuela y luego vino Hichcok y se dio cuenta de la importancia de que el número fuera enorme para que causara miedo.

Ciento cincuenta muertos no son nada si están lejos o no se mueren a la vez, ¡pero juntos!


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