Francisco Molinero

1959-

La escena se desarrollaba en el decorado de un salón de principios del siglo XX. Se trata del Jardín de los Cerezos de Anton Chejov. Estamos grabando para la televisión y yo soy uno de los músicos judíos.

En un rincón la orquesta hebrea y en un amplio círculo que solamente se rompe por la presencia de la cámara, figurantes y actores se preparan para representar sus correspondientes papeles. Lopajin, principal actor en ese momento tiene un discurso amplio que empieza junto a mi y que debe terminar cuando se dirige a la orquesta exigiendo con vehemencia que se toque. «Estamos rodando…. cinco y acción» «La he comprado yo…» declama el actor mientras se empieza a mover hacia el centro del salón. Mi vista le sigue atento a su interpretación e intentando colaborar en la verosimilitud de la escena. «La he comprado yo…» y en su movimiento tal y como si fuera una carta astral los planetas se van alineando; el actor llega al centro y en ese instante mi mirada se encuentra de frente, sin más con la suya; ella tampoco está mirando a Lopajin y nuestros ojos nos conectan. La escena continúa pero nosotros hemos quedado atados y ya no podremos soltar los lazos hasta que no sepamos como es un beso del otro.


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Estos días he mantenido un debate con mis amigos sobre si existen los pueblos como sujetos de derecho y cosas de ese jaez. La cuestión es que me he acordado y utilizado en el debate de la odisea de las primeras naciones americanas tantas veces mal retratada en las películas estadounidenses y como quizá muchos nunca hayáis tenido a mano la verdadera historia os traigo este pequeño relato de José Carlos García Fajardo: Enterrad mi corazón en Rodilla Herida es el título de un hermoso libro de Dee Brown, escrito en 1970 y en el que se cuenta la muerte de un sueño. Lo que murió en Rodilla Herida, en 1890, fue la esperanza de una nación que padeció un infierno sin poder contemplar el triunfo de la justicia. Como ahora padecen los pueblos objeto de la rapiña de la potencia hegemónica de EE,UU. El Nuevo Mundo americano, alabado como el país de la libertad, la prosperidad y la felicidad, se construyó sobre una montaña de miseria, sangre, lágrimas y promesas rotas que claman al cielo. No es difícil en nuestros días reconocer un destino similar para pequeños países que tienen la desdicha de no estar al nivel de la potencia hegemónica. Es bueno no olvidarnos de la aniquilación de los pueblos nativos de norteamérica ante el conquistador que les prometiera tratados de «paz y de seguridad». La soberanía nacional de los nativos americanos fue violada en nombre de la civilización, la evangelización y la seguridad para poder desarrollar el comercio. Tengamos presente que a los nativos de norteamérica no les fue reconocida la ciudadanía de EE.UU. hasta 1924. Esos pueblos han permanecido como comunidades rotas a consecuencia del holocausto genocida al que fueron sometidos y espera la reparación debida, como otros pueblos la tuvieron por su Holocausto. Esa es la realidad sangrante que permanece en el imaginario del pueblo estadounidense, que sólo consideraba bueno al indio muerto. Esa fantasía puebla su inconsciente colectivo realzado por sus escritores y sobre todo por el cine y la televisión que presentaban a los pobladores originales como presas a eliminar en sus propias tierras que el hombre blanco necesitaba para establecer la nueva sociedad en la patria prometida. Y se reproduce en los misiles Tomahawk, helicópteros Apache o Black Hawk pero sobre todo en el infame Séptimo de Caballería. Catorce años después de la derrota del general Custer, en Little Big Horn, la situación de los pueblos originarios había empeorado de forma dramática. El alcoholismo, la viruela –que llegó a las reservas en las mantas infectadas suministradas por el Ejército– y la falta de alimentos causaron bajas incalculables entre la población.

Toro Sentado fue asesinado por la policía que controlaba las reservas el 15 de diciembre de 1890. Caballo Loco había sido asesinado en 1877 y Jerónimo el legendario Apache, moría destruido por el alcohol.

Los indios Sioux habían sido desalojados de sus tierras ancestrales en Powder River y en las Montañas Negras por los blancos buscadores de oro. Trasladados a una reserva de 35.000 millas cuadradas, estas tierras también fueron ambicionadas por los blancos utilizando toda clase de extorsiones y de crímenes. Como el jefe Toro Sentado no quisiera firmar el acta de cesión de las tierras, el general Crook recibió la orden en 1888, que si los pobladores no querían venderlas, éstas podían serles arrebatadas y los indios dispersados. Toro Sentado fue asesinado por la policía.

Entonces, el jefe Pié Grande, uno de los líderes Lakota, anciano y enfermo de pulmonía, encabezó una marcha de 350 personas, sobre todo mujeres y niños, hacia la reserva de Pine Ridge buscando el amparo del Jefe Nube Roja. El carromato de Pié grande enarbolaba bandera blanca.

Acampados en el arroyo de Rodilla Herida, (Wounded Knee Creek) bajo una tremenda tempestad de nieve, al amanecer del día 29 de diciembre de 1890 se presentó el Séptimo de Caballería al mando del coronel James Forsyth. Los despojaron de sus armas blancas, los desnudaron en el frío y los conminaron a entregarse para ser trasladados a la prisión de Omaha. El coronel ordenó colocar cuatro cañones Hotchkiss apuntando al campamento y los 500 soldados del infame Séptimo de Caballería comenzaron a disparar a mansalva sobre los desarmados indígenas al grito de «¡Acordaos de Little Big Horn, y del general Custer!». A los tres días, fueron enterrados en una fosa común más de 300 cadáveres, en su mayoría mujeres y niños, que yacían sobre la nieve.

Obviamente, las autoridades de Washington declararon que los soldados del Séptimo de Caballería «habían respondido al fuego de los indios en legítima defensa», a pesar de que no tenían armas. Y concedieron a sus oficiales 20 medallas del Congreso al valor por este genocidio y holocausto en nombre de unos supremos valores que acompañaban al hombre blanco. …»

El 7º de Caballería sigue activo ahora con tanques. Combatió en Vietnam asesinando a mansalva y después en la guerra del golfo en la operación Tormenta del desierto. Una enorme capa de vergüenza debería cubrir a sus mandos y sus soldados por la historia del regimiento.


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Me acostumbro a una idea de final el sentido último e intento vivir cada paso con fuerza recuperando la alegría de la rama que se opone al viento del otoño.

Me acostumbro a vivir un presente importante un destino instantáneo que es valioso controlando los deseos que imposibilitan la felicidad.

Me acostumbro a una idea nueva que antes me angustiaba y ahora mece mis sueños tranquilos deseando que no se produzca nunca el abrazo del frío.

Me acostumbro a una imagen distinta inquietante que se revela por segundos en el álcali diario y me sugiere que no queda más que acostumbrarme.

No me acostumbro a pensar en mí sin ti sin tus besos ni tus silencios amables.


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Lo que nos conmueve a cada cual es diferente y así mismo en justa correspondencia lo que valoramos, lo que nos parece que es justo o lo que creemos que nos merecemos a veces es opuesto. No me estoy refiriendo a que gran parte de la población mundial anda más interesada en buscarse algo de comer hoy que en el calentamiento global o que a pesar de la globalización informativa las imágenes de los muertos de hoy en Gaza o Siria o Ukrania a nosotros nos son distantes y a sus parientes le son dolorosamente cercanas. Me refiero cerrando el círculo de la comparación y aprovechando un poco para banalizar, que personas de nuestro entorno, nuestro nivel social e incluso sin ir más lejos de nuestra familia, parecen vivir en una realidad que nos es ajena.

Todo este previo y otro que voy a colocar ahora vienen a cuento de un comentario que, al igual que cuando me emborracho, viví como si ocurriera en una exasperante cámara lenta. Me pasa a veces sin el alcohol o sin marihuana de por medio, me ha pasado sobre todo en algún caso, cuando cerca de mí estaba una mujer con un perfume que me hacía retroceder en los vericuetos de la memoria hasta otras o hasta ella en otros momentos, me pasa muchas veces cuando me están hablando de cosas que no me interesan y mi mente decide volar por si sola y en estas estaba yo aquella tarde en mi trabajo cuando un compañero decía: «a ver si hay suerte con la Jurado y no nos jode la serie del Doctor House.» Lamento que el desenlace parezca a la luz de las palabras poco interesante, pero a mi en ese estado ligeramente alterado que antes os explicaba, me ha pareció una metáfora de la distancia entre los unos y sus próximos. Luego volví a meter numeritos en la base de datos por segundo día consecutivo y a practicar el desdoblamiento que en alguna que otra ocasión he conseguido, de que las manos piquen las teclas mientras mi cerebro piensa, ensueña.


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Iba a decir que queremos ser lo que no somos, pero hace poco metí la pata generalizando los comportamientos y ya no me atrevo. Ojo, no creo que fuera yo quien me equivocaba, más bien creo que nunca o casi nunca admitimos nuestros agujeros negros delante de otros. La cuestión es que a mi me hubiera gustado ser otra persona, o mejor dicho tener otra vida, o a lo mejor simplemente hacer otras cosas. No digo que mi vida no sea buena, interesante o que no merezca la pena vivirla, pero amigos míos, a mi me hubiera gustado ser otras personas. Lo dejo ahí. Sobre todo para los cobardes que nunca admiten que las cosas van mal, y luego cuando van muy mal, se arrepienten de su falta de sinceridad consigo mismos.

En mi pueblo hicieron una variante o circunvalación que le dicen. La inauguró Esperanza Aguirre que dios la tenga en su gloria, despueé de varias semanas terminada y sin poder usarla por problemas en la agenda de la doña. Sigo abogando por una ley que prohíba las inauguraciones de los políticos y no solo que prohíba sino que condene con penas de prisión mayor a los pelotas que ponen placas diciendo “este centro de salud lo inauguró don fulanito de tal”, como si lo hubiera pagado de su bolsillo. Me gusta más la idea de “Este centro se inauguró con el dinero de los vecinos a través de sus impuestos el día...”. Al grano: la susodicha circunvalación pretendía evitar tráfico a través del casco urbano. Bien. Parece buena idea. Lo malo es que algún ingeniero ha sido encargado de diseñarla y estas cosas cuando se ponen en manos de un individuo que ha ido a una escuela de ingeniería generalmente termina mal. No hemos sido excepcionales. Ahora los vecinos de aquí no podemos salir por donde siempre porque algún técnico ha decidido que demos una bonita vuelta de varios kilómetros. Hay quien dice que son intereses urbanísticos y es que un montón de gente piensa que el interés está detrás de casi todo lo que está mal. Yo que soy firme convencido de que la única fuerza cósmica transversal es el sexo no me uno a la teoría conspiratoria en este caso y me inclino más por pensar que se trata de estulticia, incompetencia o dejadez.

Estamos de enhorabuena en Soto. Las torres del Real Madrid, o de Florentino o como se llamen tienen una altura excesiva para el pasillo aéreo que aviación civil tenía sobre ellas desde hace años. Pues se cambia el pasillo y se acabó. La nueva ruta de salida para aviones de gran tonelaje pasa por la vertical de mi casa y en este punto no quisiera volver al principio de hoy pero aunque no fuese alguien distinto si que me gustaría tener algo más de buena estrella.


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Ayer o antes de ayer, no recuerdo bien, viendo una estupenda película hispanoargentina oí una frase que me llamó la atención: «He pensado en suicidarme, pero no me animo». Sublime y no lo digo por mi, que salvo una ocasión hace años nunca he tenido tentaciones suicidas. Lo digo por lo descriptivo de la sensación anímica de quien está caído, roto, a la deriva. Nos alimenta la relación con los demás, y cuando esta se pierde, decae o se ve limitada, pues eso, que el hambre hace estragos.


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Solo me emocionan los libros. Quizá las películas también, pero menos. La vida lo único que consigue es irritarme o en el mejor de los casos apasionarme, pero solamente siento cuando leo y me descubro en cada personaje, en cada aventura, en cada pareja de enamorados.

Estoy pensando en los firmes propósitos para el año que viene. El primero, el más acuciante, el único realmente que debo plantearme es acabar con la infame costumbre de elaborar firmes propósitos. No han lugar. No se pueden cumplir y terminan disminuyendo aunque solo sea mínimamente nuestro exhausto caudal de autoestima. No nos merecemos esfuerzos titánicos para nada, es más útil discurrir la vida como un simple piragüista de aguas bravas, intentando pasar por la puerta si es posible y en lo demás procurando simplemente no volcar, o si lo hacemos estar atentos para llenar una bocanada que nos permita aguantar esos instantes interminables que pasaremos debajo del torrente, tener oxígeno suficiente para pensar, allí boca abajo, aguantando el aire, si debemos palear vigorosamente hacia la izquierda o la derecha, nuestra izquierda o nuestra derecha que será la contraria para el resto de los mortales. Hacía arriba no hay futuro, solamente hacia abajo es posible que nos encontremos un remanso paradisíaco en medio de verdes laderas. Ese será mi propósito para el año que viene y para vosotros mis lectores escondides, agradecides, críticos, preocupades, desearos que la vida sea un torrente breve y un remanso eterno, no como la realidad, porque aguantar estos relatos lechosos y tristes tiene mucho mérito y como sé que de vez en cuando echáis un ojo aunque nunca o casi nunca unas letras, deciros que me acuerdo de vosotros y como dicen los cantantes cursis: a vosotros mi público, el que las e-candilejas no me dejan ver y al que tanto debo, os quiero.


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Realmente debió ser la lectura de aquel anuncio de Andie MacDowel pidiendo, ¡que digo! exigiendo «¡Sé firme contra tus arrugas»! lo que acabó por desencajar a Ángela definitivamente. Aun fue más desolador comprobar que la MacDowell tenía 47 años, según rezaba en el propio anuncio, los mismos, exactamente los mismos que tenía Ángela y que sin embargo lucía una sonrisa perfecta en medio de un rostro que podía ser la envidia de mujeres mucho más jóvenes. Ángela pensó que se había equivocado absolutamente, no en parte o en algunos temas como el matrimonio o en no terminar sus estudios. La sensación era de fracaso total sin paliativos y por un instante creyó que todo aquel derrumbamiento podía haberse evitado si hubiese sido firme a tiempo contra sus arrugas. Esta es la tesis principal entre quienes estaban más cerca de ella, aunque otros menos allegados creían que haber sufrido un atraco en el cajero de la Bilbao Bizkaia Kutxa de Modesto Lafuente, justo una semana después de que al subir cargada de bolsas de Mercadona los cuatro pisos de su casa comprobara con lógica desolación que algún desalmado, muy posiblemente extranjero, le había desvalijado su modesto piso, daban una explicación más plausible a todo el torbellino que se desató días más tarde. Yo me inclino por pensar que un cóctel letal de genética errónea y desequilibrio hormonal fueron las raíces que se hundieron como un Titánic del alma en el centro del comportamiento de Ángela. Finalmente tanto da, Andie, la inseguridad o un predeterminado destino mortal provocaron el cambio más profundo y radical que todos cuantos la conocimos hubiéramos sido capaces de pronosticar y aquél 6 de octubre de 2002, en alguna parte, de manera silenciosa, ocurrió y nada, nadie volveríamos a ser iguales.


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¿Qué podría yo deciros si nunca estuve aquí? Si no hablo el mismo idioma tan extranjero como soy como me siento.

Y ¿para qué os servirían mis palabras? ancladas en una bahía para vosotros desconocida extraña.

En cada frontera la nana es un estallar de metralla polvo que se pega en los pliegues otras palabras otros gestos otras miradas mucho barro si llueve mezclado entre las lágrimas.

Así mudo, aislado, fronterizo ¿cuál sería el bálsamo que os ayudara qué verso acariciaría el pecho limpiaría la piel descansaría la espalda penetraría tajante las sienes alcanzaría el alma, la boca, la mirada?


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Cuando era un muchacho practiqué judo durante algunos años. Entonces era un deporte exótico y poco practicado y en mi barrio cayó un reputado profesor que consiguió convencer al colegio de que se instalara en los sótanos un enorme tatami. Dejamos entonces de jugar al fútbol con una pelota de tenis en aquellos sótanos, para practicar un «arte marcial». Hasta entonces Marcial Lalanda era el único que sabíamos con arte, así que la cosa prometía. El primer día todos con nuestros kimonos nuevos y un cinturón blanco que nos distinguía como pardillos en el susodicho arte. Con el paso de los meses, los años, aquel cinturón se iba tornando amarillo, verde, azul, marrón y definitivamente negro. Luego descubrimos que más allá del negro, los maestros tenían toda una graduación de su sabiduría y aún después, los más leídos, aprendimos que en su japón natal lo de los cinturones de colores ni existe, que tal invento era un truco para camelar a los occidentales e incitarles a la práctica del judo en pequeñas etapas y así evitar la frustración que nos suponía el tardar varios años en ser considerados judokas. Oriente se doblaba como espiga al viento y aceptaba graduar el esfuerzo para hacerlo asumible a los occidentales. Han pasado muchos años desde aquello. Ahora inclusive los cinturones son blanco-amarillos, troceando la ansiedad lo más posible y yo he aprendido un poco a ser más paciente y sobre todo a trazar cinturones de colores imaginarios cuando el tedio me ataca.


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