No sé si hubiera deseado otra playa para naufragar. Quién sabe qué elecciones tomamos que nos llevan a surcar unos u otros mares, o lo que posiblemente sea más cierto, qué renuncias nos han escorado a fondear en aguas tan frías, tan inhóspitas. Creo sinceramente que no somos dueños de nuestro destino, al menos de un destino entendido a largo plazo, como la vida o la muerte, que siempre parecen enormes, inasibles. Solo somos dueños de destinos pequeñitos, las decisiones cotidianas y no todas, los hábitos, algunas lecturas (la mayoría de las veces las palabras nos encuentran), el amor que deseamos o en casos de gente muy brava, muy decidida, dónde quiere vivir o con quién.
Tengo la sensación de que muy pocas cosas son el producto de mi deseo y eso es parte del desánimo, de esta tristeza con la que vengo luchando años, lustros, tardes enteras viendo pasar el paisaje por la ventanilla del tren. Luego están los artefactos, las luces de colores, los engañabobos con los que nos consolamos y toda la gama de alcoholes o de drogas que tomamos para sufrir menos. Me resisto a no sufrir, como me he resistido siempre, porque no hay lucha más cansada que la que nos enfrenta a la mentira sobre nosotros mismos; claro que alrededor están los allegados, amados todos ellos y heridos si están lo suficientemente cerca, porque la metralla de las horas alcanza el pecho y lo mancha todo, no hay forma de descender hacia el abismo si no es arrastrando la luz a tus espaldas.
No sé si hubiera deseado otra playa que no sean las palabras para naufragar, lo que sé es que no las elijo, simplemente las palabras me encuentran y yo solo debo estar atento, preparado, para que no se me olviden. Se me olvidan las palabras, me vienen como un fogonazo y se se van rápidamente. A veces pienso que han sido un aviso, ¡ten cuidado! y aunque me inquieto, y me enfado conmigo mismo por no haberlas cazado al vuelo, luego pienso que no querían ser presas de mi instinto, de mi tristeza. Las palabras me eligen para que las coloque y yo solo tengo que abrirme de piernas y dejar que me penetren, ¡tan sencillo y a veces tan difícil! porque muchas veces quiero ser yo el que elija y sencillamente el juego no es así. Quien sabe qué elecciones tomamos que nos llevan a un verso largo o uno mucho más corto, o lo que posiblemente sea más cierto, qué renuncias nos han escorado a decir las cosas tan brevemente como sea posible, frías, inhóspitas o muchas veces cálidas y entrañables. Creo sinceramente que no somos dueños de las palabras, al menos de las palabras grandes, como la vida o la muerte, tan potentes, tan profundas. Solo somos dueños de las palabras pequeñitas, las palabras cotidianas y no todas, los saludos, (la mayoría de las veces las palabras nos atracan), el amor que deseamos es esquivo y solo él sabe dar el sí.
Creo que ningún poema que haya merecido la pena de los que he escrito es fruto de mi deseo. Nace de la tristeza que me acompaña desde hace años, tardes enteras soñando con otras palabras. Luego están los trucos, los flashes, las rimas fáciles que leo, que escucho constantemente y que rechazo. Siempre escribo desnudo y me resisto a no sufrir, porque ahí abajo, en la herida es donde me supuran todas las palabras, de ahí las recojo y os las muestro y siempre espero que la metralla os alcance el pecho o vivir desnudo y triste no tendría sentido.
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