Buscando la Poesía
Llevo unos días convaleciente y como no tengo mucho más que hacer—ni cuerpo para buscarlo—ando dándole vueltas a cosas, entre las que he estado pensando en la poesía. ¿Qué es? ¿Dónde encontrarla? ¿O es ella la que nos encuentra cuando debe?
La verdad es que, para mí, es una llama que no hace tanto tiempo que me regaló una amiga y que todavía estoy tratando de desentrañar; todavía soy bastante lego en la materia, pero es un territorio tan lleno de incógnitas y de misterios, que me atrapó sin remedio. Además, ahora puedo entender mejor ciertos acontecimientos de mi vida e incluso alguna de mis pasiones de siempre, como la física.
Si yo soy una persona rara, estoy seguro, es en gran medida porque he tenido una vida tal: diría que todo me ha ido llegando en el orden «equivocado», pero que ha ido terminando por encajar—a su manera—.
La primera persona que me habló de la poesía fue mi profesor de matemáticas de cuarto de la E.S.O. (Juanjo) que un día me dijo algo así como: «Jandro, la gente no se da cuenta de toda la poesía que hay en las matemáticas. Dicen dos más dos y parece algo absoluto, frío, preciso, pero en realidad ¿a qué se refiere: a dos peras, a dos árboles, a dos gotas de agua…? ¿Se podrían contar, siquiera, todas las gotas de agua?». Aunque me impresionó y se me quedó resonando por dentro, reconozco que no lo comprendí realmente hasta años más tarde.
En ese proceso, me ayudó también otro profesor de matemáticas (Luis), pero este ya de bachillerato, que tuvo la amabilidad de prestarme un libro muy especial (es una edición rarísima que guardaba como oro en paño porque se debieron publicar muy pocos ejemplares) en el que un catedrático valenciano, creo recordar, explicaba cosas como la gravedad con ejemplos tan bonitos e ilustrativos como que nosotros seríamos una especie de hormiguitas que solo pueden ver en dos dimensiones (es decir, que no percibirían la profundidad), caminando sobre una lámina plana de gomaespuma blanca sobre la que de pronto alguien dejara caer una canica.
Lógicamente, la masa de la canica sería suficiente como para abombar ligeramente la lámina, aunque nosotros no seríamos capaces de percibirlo, pero sí que empezaríamos a notar algo extraño: cuanto más cerca de la canica pasásemos andando, más «torceríamos» nuestro camino sin quererlo, tendiendo a «caer» hacia la canica. Al final, incapaces de ver qué pasa con nuestros propios sentidos, acabaríamos por denominar a ese fenómeno que indudablemente ocurre y que lo hace de una forma constante y medible como una fuerza: como la fuerza de la gravedad.
De hecho, gran parte de la física se sustenta sobre este tipo de especulaciones, hasta el punto de lo que ocurrió en la conocida V Conferencia de Solay. En este congreso anual, que se celebraba desde 1911, se volvieron a juntar todas las mentes más brillantes, independientemente de su bando en la Primera Guerra Mundial, para debatir sobre las grandes cuestiones del pensamiento científico de su tiempo.
La historia menos conocida de esta conferencia es que se produjo un encendidísimo debate entre las dos facciones principales de su tiempo: los románticos (con Einstein a la cabeza), que eran aquellos físicos que pensaban que el ser humano llegaría a poder retratar con sus teorías la realidad al completo, tal como era; y los pragmáticos (con Niels Bohr a la cabeza), que eran los que consideraban que la cabeza no nos da para tanto y que no tenía sentido pensar en esas cosas, que si conseguíamos enunciar un puñado de especulaciones suficientemente correctas que nos sirvieran para salir del paso, ya debíamos darnos por contentos, pero que no había forma de que llegásemos a «ver» la realidad tal como es.
El debate fue tan encendido, de hecho, que acabó en duras descalificaciones personales y ataques a la carrera de varios de los allí presentes y, con los años, el suicidio de un joven físico norteamericano que había trabado bastante amistad con Einstein y al que aquello dejo profundamente afectado. La cuestión en sí, sumada a lo que ocurrió en aquella conferencia le provocaron tal crisis existencial que fue cayendo poco a poco en un abismo, hasta acabar quitándose la vida a pesar de los intentos de Einstein por animarle, a través de la entrecortada correspondencia que mantenían entre ellos.
Tiempo después, descubrí a Simone Weil y su concepto de la «fuerza», tomado sin duda de la física como tomara el de límite de las matemáticas y me sirvió para poner palabras a algo que en realidad ya comprendía de forma intuitiva: no solo hay fuerzas externas que ocurren sin que podamos comprender, sino que también hay fuerzas escondidas dentro de nosotros que no podemos evitar ni seguramente comprender, pero que tienen efectos innegables, que nos arrastran como un torrente hacia milagros o fatalidades sin que seamos poco más que pasajeros de nosotros mismos, durante ciertos episodios que vivimos como si fueran trances.
Y al final, después de tanta palabrería, todo lo que me queda es la sensación de que tal vez la consciencia que llamamos humana solo sea una película infinitamente delgada que subsiste a duras penas (creo que eso se refería Esquirol con lo que de que somos una vertical precaria) tratando de reflejar una realidad sobre otra (la realidad exterior sobre la interior y viceversa) en un esfuerzo absurdo, por tratarse de un espejo demasiado pequeño para la tarea que se autoimpone; para una realidad tan grande. Y puede que esa imagen equivocada y confusa, contradictoria y a veces hasta paradójica, que se nos va dibujando sea justamente la poesía, porque si «simplemente» pudiésemos ver y comprender todo, no seríamos más que otra pieza del engranaje que seguiría con precisión las leyes de la realidad y esta ni siquiera necesitaría un significado; ni siquiera lo tendría, sin nada que la arañase, que hiciese cosas fuera de lugar, que destrozase, que rompiese la luz en colores. Sin esa insignificante película absurda, todo sería una lámina lisa de gomaespuma blanca.