El sacerdote de los gatos
La plantó justo allí debajo, a la sombra de la higuera. Creo que con idea de sentarse a descansar mientras trajinaba en su pequeña huerta. ¿Qué mediría? ¿Una tarde entera de trabajo a tranquilos intervalos? ¿Quizá dos si se encendía algún cigarro entre medias, con manos temblorosas y, tal vez, alguna brisa en contra?
Quería plantar berzas y, en efecto, esas semillas introdujo en la tierra. Pero creo que uno nunca sabe lo que planta, cuando cava una huerta. Sus trabajos no pasaron desapercibidos para algunas criaturas sutiles, de caminar tan sigiloso como altanero que pronto comenzaron a vigilarle —¿a guardarle, tal vez?— desde los tejados de casas viejas y desde lo alto de una tapia que guardó en otro tiempo los secretos de las monjas de clausura.
Tampoco su presencia pasó desapercibida para el hombre que, ya mayor, un poco sordo y con unos ojos algo cansados, añorantes de los lejanos horizontes de otro tiempo, aún era capaz de sentir las miradas que vigilan desde las alturas, desde las sombras. Y un buen día comenzó a traer algo de pienso para gatos con él y a dejarlo en un platillo en la silla en la que descansaba, al concluir cada pausa.
Aquello sin duda satisfizo a sus guardianes que, complacidos, comenzaron a visitarle, ya sin recelos, en mitad de sus labores. Se acercaban, silenciosos, hasta la silla, tomaban de las ofrendas y luego se paseaban, agradecidos, entre las piernas del hombre que, a pesar de caminar en un precario equilibrio entre las plantas y los bártulos, jamás le pisó la cola a ninguno.
Creo que le tomaron como su sacerdote, que aquella silla es ahora un altar y que lo que realmente plantó fueron un puñado de peludas deidades semisalvajes. Él sigue viniendo de vez en cuando, en bici, pero ya no trabaja la huerta —ya no podría, pues ya no es suya la sillaltar—, ya solo trae las ofrendas. Y sus guardianes están siempre, puntuales, esperándole. No tienen reloj y él se pasa cuando puede, a cualquier hora, pero está claro que saben cuál es la hora correcta.
Incluso a los más jóvenes, que van renovando el panteón local, les enseñan sus madres sobre el sacerdote y sobre ese lugar sagrado. Aunque tal vez ellos lo vean de otra forma. Tal vez para ellos sea el hombre una deidad protectora, una especie de fuerza de la naturaleza, que siempre estuvo ahí, velando por ellos, desde tiempos inmemoriales.