Francisco Molinero

1959-

Durante toda la mañana estuvo preocupado con no olvidar la lista que Lucrecia le había dado para cuando estuviera en el centro. Era una hoja de papel, arrancada de un cuaderno de notas de esos con cuadrados grandes, en la que ella con su letra de colegio de monjas había escrito muy pulcramente: recoger los zapatos- comprar algo para la comida del domingo ¿Acelgas?– algo tachado que podría ser sobre cremalleras- y un número de teléfono que seguramente era de su hermana en Bogotá, por la cantidad de ceros y números que tenía.

La había dejado en la cocina en el sitio que ocupaba cada mañana para desayunar su café solo y Tomás la puso en el bolsillo de la chaqueta junto a las lleves del coche. Ahora parecía irónico, en medio del tiroteo, que su cabeza volara hasta la nota aquella y que recordara vivamente que que en vez de acelgas había decidido comprar unas espinacas para hacerlas a la catalana con piñones. Desde que recibió el disparo en el hombro y se refugió tras la camioneta con su magnum en la izquierda, atento a los rebotes, no hizo otra cosa que pensar paso a paso la receta:

Poner las pasas en remojo.

Quitar los rabos a las espinacas y lavarlas en agua fría abundante.

Escurrir y escaldar brevemente en una olla con agua hirviendo.

En una cazuela, sofreír la cebolla y los ajos bien picaditos.

Cuando empiecen a estar blandos, añadir el pimiento un par de minutos.

A continuación, añadir el tomate troceado en daditos y el perejil picado. Salpimentar y cocinar unos minutos más.

Añadir las espinacas a la cazuela, los piñones y las pasas.

Añadir un vasito de agua para terminar la cocción de las espinacas y que quede un poco caldoso.

En la fuente en la que se vaya a servir, colocar rebanadas finitas de pan tostado en el fondo.

Ir pasando las espinacas a la fuente, con su caldo, y colocándolas sobre el pan.

Después de repasar mentalmente la receta varias veces y como notaba que la sangre brotaba abundante por el hombro, le dio por reírse acordándose de Luis, el capitán, que siempre le decía que la vida del agente secreto no podía ser normal, como la de cualquiera. Eso depende, Luis, eso depende de cada uno -le contestaba como una letanía-.

Luis tenía razón, así que cuando el «moreno» se puso a tiro, Tomás no falló y el disparo le reventó el parietal. Ya podía centrarse en las espinacas.


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Hoy sabía que no vendrías era un pálpito inevitable luego el reloj fue lentamente dejando caer los segundos indolente, inapelable y el tiempo creció como una sombra oscura cubrió el suelo primero, las paredes y así envuelto esperé otro día.

En silencio.


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Europa está desdibujada, agarrotada por unos gobernantes en su mayoría retrógrados y sin el más mínimo sex appeal político. Afanada en la guerra, asediada por partidos fascistas, filofascistas y quienes desean pactar con ellos antes que perder el momio. El recuerdo de la ilusión por entrar en el selecto club de los europeos es ahora la pesadilla de ver que querrán imponernos para acabar con las pocas conquistas sociales. Los minoicos se llevan a Creta o posiblemente más lejos una quimera.

Y poco a poco, el miedo quitado, ora sus pechos le presta para que con su virgínea mano lo palme, ora los cuernos, para que guirnaldas los impidan nuevas. Se atrevió también la regia virgen, ignorante de a quién montaba, en la espalda sentarse del toro: cuando el dios, de la tierra y del seco litoral, insensiblemente, las falsas plantas de sus pies a lo primero pone en las ondas; de allí se va más lejos, y por las superficies de mitad del ponto se lleva su botín. Se asusta ella y, arrancada a su litoral abandonado, vuelve a él sus ojos, y con la diestra un cuerno tiene, la otra al dorso impuesta está; trémulas ondulan con la brisa sus ropas.

Ovidio


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En cantidad de ocasiones las respuestas se nos ofrecen sin esfuerzo, nítidamente y sin apenas necesidad de hacer la pregunta. Son ocasiones contadas y al menos en mi caso en situaciones muy particulares de conciencia, pero son momentos especialmente lúcidos en los que el sentimiento es de una capacidad superior.

No siempre ocurre.


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Se vaticina que en poco tiempo la vida media de los seres humanos se acercará a los 100 años. Pon esto en solfa para la gran mayoría de la población. La creencia más extendida y con más sustento científico es que esto se debe a una mejor vida, a los avances científicos y a la extensión de las prestaciones sanitarias allí donde estas ventajas son posibles. Las percepciones generalizadas, incluso las que tienen base científica no siempre son las buenas y aunque no quiero ser más listo que Nobel me atrevo a aventurar que la longevidad tiene más que ver con dos parámetros profundamente humanos como son el deseo de entender y la obstinación ante el fracaso.

Comentaba con Eles no hace mucho que a estas alturas de la vida nos resulta agradable entender, aprender cosas que de jóvenes no fuimos capaces. La falta de presión, la voluntad y la capacidad de discernir lo fundamental de lo accesorio nos ayudan. Y en este discurso se me ocurría que lo que nos queda de vida nos puede dar alguna clave sobre las preguntas fundamentales y nos puede aproximar a la felicidad. (Ya sé que este término es confuso, pero me vale como lugar común sobre el que entendernos). Cada pista nos lleva a otra y fuera ya de la conversación me pareció que el ser humano utiliza su vida fundamentalmente en intentar entender el sentido final de todo. Al principio resultaba realmente sencillo y la vida de nuestros antepasados primigenios era muy corta; con el paso del tiempo todo se ha complicado y a estas alturas la humanidad necesita un promedio de 80 años para conseguir cierta luz y poder morir con la tarea cumplida. En unos años llegaremos a los 100 para entender y mucho me temo que la carrera es infinitesimal y no puedo separar de mi cabeza la imagen de mis descendientes con una edad de 200 ó 250 años, absolutamente perplejos.

Longevidad, complejidad e incomprensión se me antojan unidos por algún vínculo.

Aun hace calor.


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Unos trozos de pescadilla que he puesto en salsa verde, con cebolla, perejil, guisantes y un poco de vino; una rodaja de salmón a la plancha con mucha paciencia, muy despacio, durante bastante tiempo y la he acompañado de una patata asada que he cortado en trozos y he pasado por la plancha para regarla al final con aceite caliente y pimentón; emperador frito con sal y un diente de ajo picado muy pequeñito; una lubina pequeña, de esas que llaman de ración y que no son sino de criadero, al horno, con un diente de ajo entero, media cebolla, una hoja de laurel, perejil y unas pimientas rojas por encima, un chorro de vino blanco y aceite de oliva, puesta en una cazuela de barro y calentada al horno a 170 grados durante 20 minutos.


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No se puede decir que las cosas sean como uno quiere o como debieran ser, las cosas son, de esa manera que tiene la vida de ser, porque si, sinsentido. Al menos nos podemos refugiar en la sensación de que nos pertenece el control, estamos a los mandos, salvo la lucidez, si viene nos arruina.

Me encaramo a la muerte con mis propias manos, de forma voluntaria. (in memoriam).

Por las noches cabalgo sobre una piel morena ojos oscuros.

Trote lento agarrado a sus crines.

Por las noches cabalgo sobre el recuerdo asido a unos pezones oscuros redondos, inolvidables.

Cabalgo hacia el ocaso para que el sol no me despierte lento trote íntimo solitario como una huida oscura y cobarde.


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Compartir y ser compartido; la sensación de plenitud al recibir tanto o más de lo que das. Tres niveles para el crecimiento: el físico, el intelectual, el sentimental. Compartir lo físico, rozar y ser rozado, acariciar, besar, oler al otro. Compartir las ideas, construir proyectos, rebatir y discutir, puntualizar, estar de acuerdo, disentir, iluminar y apagar reflejos. Compartir los sentimientos, amar y ser amado, desear, mirar con los mismos ojos, sonreír y que te sonrían, llorar y encontrar regazos.

La pasión por crecer se alía, se entreteje, se implica. La pasión crece.


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No siempre es fácil invitar a alguien. A veces se toma el brazo por la mano, abusa, se come tus mejores bocados, se sienta en el sillón que tiene tu horma, usa tus zapatillas, cambia aquellas pequeñas cosas apenas imperceptibles que en el fondo dan cuerpo a tu hogar. Con todo no es lo peor, lo peor es que se muestra ufano en tu puerta y saluda a los vecinos cuando pasan y pone flores chillonas en los balcones donde nunca antes hubo sino alfeizar mondo y lirondo y te pinta la fachada de verde pistacho. Al final los vecinos se sorprenden y al pasar cuchichean entre ellos: ¿No vivía ahí ese hombre tan serio y circunspecto que apenas saludaba? y se encogen de hombros pensando en lo que la gente cambia.

La hospitalidad es un riesgo, un riesgo que ya no sé si me gusta correr.


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Hace tiempo que no voy a Asturias y me apetece ver como está aquello. Mi primer trabajo legal, con contrato y todo, fue en la obra civil de la Central Térmica del Narcea donde conocí la patria chica de Riego, la primera huelga de mi vida, el trabajo en el campo mezclado con las peonadas en la recarga de la central, el espíritu montaraz de los asturianos, cómo se tapa con una manta a quien fallece en la carretera conduciendo un camión de carbón, el golpe del 23F lejos de casa, las partidas de cartas apostando fuerte, no dormir en toda la noche y por la mañana llegar a la obra y engancharse, la camaradería, el analfabetismo de los peones, los nenos colorados esperando el autobús en medio del bosque, los culines cantando jotas ellos, sevillanas los míos, los chigres y las bodas de los domingos, pasar lista por las mañanas, contratar personal, echarles sin miramientos. Son recuerdos de mi paso de la juventud a la madurez, supongo y donde pude comprender hasta que punto el capital es una hidra de siete cabezas. Me viene a la memoria algún verso escrito en mis idas y venidas solitarias por aquellos prados, «Asturias se desparrama al borde de la calzada» escritos en el puerto de la Espina, sobrecogido por la niebla, el verde exagerado de aquellos valles. Recuerdo estar enamorado, desear volver a casa y lo más vivo es la sensación de soledad durante horas.

Después he conocido asturianos que me hablaban de la playa de Torinvia, alguno de Tineo que tocaba la gaita los fines de semana para aplacar la añoranza; más tarde, más de lejos he leído el desastre de los altos hornos, el derrumbe de la Naval y por último como una miseria de todo aquello los mineros que roban dinamita para que un mal nacido la pusiera en los trenes de Atocha.


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