FURBY FUCSIA FUMADOR

No ficción, cachondeo y moviditas de m.duritz ~

Sin lima

En 2014 dejé de escribir. Pasaba por un período depresivo (He vivido tres; éste fue el segundo) y me encerré en mí misma durante muchos meses. Siempre he odiado mi cara y también me he hecho muchas fotos, todo en pack. Me fotografiaba constantemente desde el ángulo más adulador e intentaba convencerme a mí misma de que mi cara era esa y no otra, de que no existía aquello que me incomodaba y cuyo rastro procedía sistemáticamente a borrar sin pararme a mirarlo dos veces. Durante ese período depresivo la distancia apática que me separaba del mundo no sólo me anestesiaba de la alegría, sino también del dolor. Eso me permitió atreverme a mirar algunas cosas de frente, sin evitar ningún ángulo potencialmente hiriente; un trabajo que había estado posponiendo indefinidamente durante la mayor parte de mi vida. Escribir siempre había sido para mí una forma de limar la realidad, de desbrozar el caos y estetizar la desgarradora aleatoriedad con la que las cosas sencillamente suceden. Pero entonces decidí prescindir de la lima, y, amparada en la apatía, atreverme a mirar a la realidad de frente, la realidad cruda. Recuerdo uno de los pocos días en los que me hice fotos durante aquel periodo. Me propuse esforzarme en salir mal, elegir los peores ángulos que evitaba automáticamente. Quería ver qué pasaba, explorar un territorio desconocido y averiguar si era capaz de soportar las versiones incómodas de mí misma. Aprendí que la incomodidad cruda, sin filtro y sin limar, no era únicamente tolerable una vez la miraba durante el suficiente tiempo como para acostumbrarme a ella, sino que también era fascinante. A pesar de lo desagradable de aquel encierro, extraje de él cosas buenas que todavía me acompañan hoy. Al final, conseguí encontrar un camino y salí del letargo. Pero no volví a escribir hasta mucho tiempo más tarde.

*Publicado originalmente el 26 de marzo de 2023


¡Dime qué piensas acerca de esta chatarra mental que decidí porner por escrito! Escríbeme en mastodon: @mduritz@paquita.masto.host

Hodně štěstí, zdraví (feliz cumpleaños)

M y yo entramos en silencio a casa de Vilém. Caminamos de esa forma ridícula como de peli de espías que usa la gente cuando no quiere hacer ruido, para evitar tropezarnos con alguno de todos los trastos desperdigados por el pasillo. Las niñas duermen. La casa está a oscuras, salvo por la luz de la cocina. La mujer de Vilém vuela en ese momento en un avión hacia Praga, tumbada en una camilla, y está a punto de morirse. No sabemos qué le pasa. Algo neurológico. No nos lo ha dicho él. A M se lo dijo Pedro, y a mí me lo dijo M. Hemos venido a su casa para vaciar la despensa. Vuelan a Praga de urgencia, muy temprano, al día siguiente. Sólo ida. Él y las niñas, y un par de maletas, supongo. El resto sobra.

Hace dos semanas, almorzaba con M y sus colegas del curro, entre ellos Vilém. Era su cumpleaños y alguien había traído una vela para clavarla en una de las mini-magdalenas que el camarero, Fermín, nos trae siempre con el café. Fermín nos trae todos los días las pulguitas, los cafés con las magdalenas y chistes malísimos que tenemos que traducirle a Vilém: «Escuchen, chicos, estoy más agobiao que spiderman en un descampao». Vilém no habla español, solamente checo e inglés, y M y el resto le estaban enseñando a decir «Eso tu madre». Su mujer se puso enferma de repente. Hace un mes alguien le llamó para decirle que su madre, a tres mil kilómetros de distancia de Tenerife, tenía metástasis. Entre esos dos días, apretado como dentro de un sándwich, su cumpleaños. «¿Cómo se canta cumpleaños feliz en checo?» «Hodně štěstí, zdraví» «¡Jodnesteeeeeetiiiii estraaaavííiiiiiiii, Jodnesteeeeeetiiiii estraaaavííiiii, we wish you dear Vilém, jodnesteti estraví!». Risas. «Yeah, you guys, you are doing a pretty good job».

Vilém abre todos los cajones y nos enseña envases de comida. Hablamos con susurros. «Yes, we can use that». Todo, lo queremos todo, dánoslo todo, no vamos a rechazar nada, ¿Cómo vamos a rechazar nada? «I bought this in Praga, it’s cinnamon» «OK, we like cinnamon». Otro pequeño envase más a la bolsa. Nos regala estrellitas de pasta para la sopa, cajas de helados, chocolate. Puedo visualizar a las niñas con la boca manchada de sándwich de nata después de comerse una sopa. La casa huele como huelen las casas donde viven niños pequeños. Hay dibujos colgados con imanes en la nevera. Llegaron hace tres meses. Tres meses nada más. Tienen seis y cinco años, son delgadas y muy rubias, como Vilém, y no saben decir nada en español, sólo «Hola» «Muchas gracias» y «Tortilla de patatas». ¿Qué recordarán estas niñas de la isla cuando sean mayores? ¿Qué les habrá dicho Vilém sobre su madre? ¿Cómo les dices a tus hijas algo así? ¿Cómo te mantienes en pie?

Vilém hace bromas en su perfecto inglés y nosotros respondemos con otro inglés, uno fragmentado, macarrónico. Toda la fluidez que pudiésemos haber ganado en los últimos meses nos la quita la situación. Estamos incómodos, no sabemos qué decir, cómo ayudar, más allá de no hacer ruido y decir a todo que yes, yes, of course we want two bags of potatoes. Nos habla desde la tranquilidad más absoluta. Nos habla como supongo que habla a sus hijas, controlando la situación, calmándonos. Calmándonos a nosotros, que estamos cagados de miedo porque nos hemos encontrado a la muerte mirando a un amigo y tememos decir algo inadecuado para la gravedad de la circunstancia. Visualizo a Vilém dentro de un sándwich de niñas rubias, desgarrarrado por dentro mientras les dice que no pasa nada, pero sí pasa, que todo va a ir bien, pero no va a ir bien, mientras les ata las zapatillas de sus pequeños pies, llorando cuando no mira nadie, pensando qué hacer con el alquiler, pensando qué decir en la empresa, pidiendo trabajo remoto y media jornada en la empresa, porque no puede dejar de trabajar ahora que se va a quedar solo con las dos niñas; llevando a cabo la burocracia, eligiendo que la operen en Praga, adelantándose a una posible muerte repentina sin tiempo para salir de España y toda la cantidad de papeleo en el que podría llegar a leerse la palabra repatriación.

«Qué feo, qué feo, qué feo». Lo hablamos con Guillem y Marta en el almuerzo. Qué feo y qué jodido, todo el mundo está de acuerdo, y comentamos una película de Filmin que vimos ayer, qué feo, ¿qué vais a hacer estas vacaciones? Qué feo. Venir a trabajar a canarias durante seis meses, mover de su país a tu mujer, mover de su colegio a tus dos hijas, que no saben decir en español más que hola y muchas gracias y tortilla de patatas, y que tras los primeros tres meses tu mujer se vaya a morir y tengan que mandarla en avión a Praga persiguiendo una diminuta posibilidad de salvarla, y que hayas que irte de nuevo, corriendo, y que tengas que explicarle a tus hijas que su madre se está muriendo y mantener la compostura mientras tu mujer se muere. Llega Fermín con los cafés y las magdalenas. Nos cuenta el chiste del día: «Como dice el presidente de los estreñidos de España, a veces las cosas no salen como a uno le gustaría».

Es absurdo, le digo a M. Hoy le ha escrito a Vilém de parte de los dos. Su mujer murió el viernes. Cuando lo supe lloré. «Es tan absurdo que hace unas semanas le cantáramos cumpleaños feliz y luego su mujer se muera». Y después lloro con el tercer capítulo de The last of us. M me dice que la vida es eso. Sí que lo es, pero es tan absurda... Es absurda la vida y es absurda la muerte, absurda descontextualizada, rodeada de frivolidad, de cosas que hacen gracia, apretada entre cosas que hacen gracia como dentro de un sándwich. Vilém le escribe a M:

«If I only could help the kids to don’t miss her so much...»

M le contesta: «For anything you nerd, we are with you»

«Need*»

*Publicado originalmente el 24 de septiembre de 2023


¡Dime qué piensas acerca de esta chatarra mental que decidí porner por escrito! Escríbeme en mastodon: @mduritz@paquita.masto.host

El redoble

“He tornat a vagar desficiós / Pels carrers del meu poble / Paissatge de grues i pols / Em van ofegant les hores”. Suena una canción de La gossa sorda en mis auriculares, y sus versos narran exactamente lo que estoy haciendo en ese momento. Vagar por mi pueblo. Sentirme ahogada por las horas que parecen no pasar, sino arrastrase lentamente como pequeñas orugas por la corteza de un árbol. No esperaba seguir escuchando La gossa sorda con treinta y pico años. Tampoco los primeros discos de Extremoduro. Ambos grupos se disolvieron hace mucho, sus melodías suenan a un tiempo que ya no me pertenece. Y sin embargo sigo volviendo a ellos cuando los relojes pesan demasiado y el penoso discurrir del minutero no parece estar conduciendo a transformación alguna: este día no va a convertirse en una mariposa que abre sus coloridas alas y me transporta volando lejos de aquí.

Extremoduro, La gossa sorda y todos esos grupos que escuchaba con diecimuchos y veintipocos me despliegan los recuerdos de primera juventud como escenarios de cartón piedra, listos para la representación de una obra que me sé de memoria. Hay una sensación omnipresente en todos ellos, soy capaz de olerla, noto en las encías su sabor a cloro: la expectativa. No recuerdo un solo momento vital de aquella época que no estuviese empapado de este deseo: «por favor, que pase algo». Que no se pareciese mínimamente a un redoble. Y el que no estaba empapado, al menos sí un poco húmedo, de expectación y de ganas. ¿Ganas de qué? De cualquier cosa.

Hay una canción de Rigoberta Bandini, Julio Iglesias, que habla sobre su juventud y contiene la siguiente estrofa, que me pone los pelos de punta:

Tanto trampolín

Tanta percusión

Y nunca saltamos

Impelida por esta manía mía de imaginar videoclips, cierro los ojos y veo, durante los cuatro minutos que dura el tema, un loop de pocos segundos en el que una niña se impulsa para saltar desde un trampolín hacia una piscina, que se corta justo antes de que la niña despegue los pies y vuelve a empezar. Ese pequeño clip ficticio, esta imagen, encapsula perfectamente la sensación de la que hablo.

No esperaba seguir escuchando La gossa sorda ni Extremoduro a los treinta años porque, cuando era más joven, estaba convencida de que en algún momento pasaría algo y de que aquello que estaba viviendo entonces no era más que la antesala de la vida verdadera, un sucedáneo, una tontería en comparación con lo que vendría, que sería olvidada y sustituida por años mejores. La vida antes de ese algo era sólo el impulso, y después vendría el salto.

Hace poco le contaba a una amiga, mientras esperábamos nuestras cervezas en la barra de un bar, que me había dado cuenta de lo mucho que me aburrían antes las fiestas. Que ha sido un descubrimiento tardío, reflexionado, una vez que he aprendido lo que significa pasármelo bien y cómo separar ese brillo del resto de la experiencia. Le conté que he bebido mucho, fumado mucho, besado a gente sólo para que pasase algo, porque me aburría soberanamente y la opción de irme a casa o no salir no la concebía en una etapa tan ligada a la opinión del grupo. De todas formas, no me arrepiento, le dije. De todo aquello que hice por puro aburrirme han quedado anécdotas. Como aquella noche en la que me enrollé con un tío que resultó ser millonario y le mordí tan fuerte el labio inferior que le hice una brecha. Ni si quiera me gustaba especialmente. ¿Por qué hice eso entonces? Para que pasase algo. Para saltar.

Hace un tiempo ya que me siento adulta. Y, aunque han tenido que ver la independencia económica y la convivencia en pareja, la sustancia principal de este cambio ha consistido en comprender que aquello que estaba pasando mientras esperaba o intentaba provocar que pasase algo era lo único que iba a pasar, que la vida era eso; que pasarían más cosas, pero nada extraordinario -pues hasta lo extraordinario se vuelve normal con el tiempo-; y que lo verdaderamente extraordinario era precisamente esa intensidad con la que deseaba entonces, esa furiosa expectativa y las cosas que hacía en su nombre. Que esa parte de mi vida no era ni mucho menos un sucedáneo, sino un ancla, el centro mismo de lo que soy, que se ha construido a partir de ese punto, con los mismos materiales que ya en aquel tiempo me componían, solo que en bruto. Y eso, aunque no podía concebirlo entonces, no era malo. Ya no me aburro, me siento en calma. A veces estoy triste y las horas se arrastran como gusanos, y entonces me refugio en el eco de esas ganas con sabor a cloro y en su banda sonora, sintiendo un pico de nostalgia y preguntándome si, quizás, ese algo aún está por pasar y pasará y se romperá el reloj; y ese pensamiento me alivia, me arropa, me mece un rato. Como lo hacía antes.


¡Dime qué piensas acerca de esta chatarra mental que decidí porner por escrito! Escríbeme en mastodon: @mduritz@paquita.masto.host

Usted debe planificar para su perro una experiencia de ensueño

Voy subida en un tren, camino a Valencia ciudad, para salir con unas amigas. He pasado el fin de semana en el pueblo de mi novio huyendo de las fallas. Estaba contenta cuando me subí, agotada pero feliz; sin embargo, desde la segunda parada he dejado de ser una mujer feliz para volverme una mujer desquiciada que consulta desquiciadamente quince artículos en internet por minuto. Todos sabemos que no ha de hacerse. Pero sabemos también que a veces, en situaciones que escapan al control de una, esa es la única estrategia que una tiene a mano para sentirse con algo de agencia y poder sobre su pequeña parcela de un universo arbitrario. Abro y consumo vorazmente artículos, a cada cual con más pinta de haber sido escrito por una IA, y todos dicen lo mismo: «La etapa de socialización de un cachorro es la más importante de su vida. Una sola mala experiencia podrá traumatizarle para siempre. Usted ha de planificar para su perro una experiencia de ensueño la primera vez que conozca a otro perro.» Sollozo. Hiperventilo. La primera experiencia social de mi cachorra ha sucedido conmigo a treinta kilómetros de distancia en un tren, y sólo tengo la siguiente información vía teléfono: «Ha ido fatal. El otro se le ha tirado encima, igual le ha mordido, está muy asustada, no para de gemir y arrastrar el culo por el suelo». Así que, según internet, a mi perra se le acaba de joder la vida. Y además, ¿Sabéis qué? Además ha sido culpa mía.

Demos un salto en el tiempo: un par de días después, mi perra sale al parque y conoce a más perros. Vive todo tipo de experiencias, positivas, negativas y mixtas. Los demás dueños son comprensivos y dan mucha conversación -nunca habría imaginado la de conversación que da la gente si llevas perro-, le acarician, esperan pacientes al otro extremo de la correa mientras sus perritos y perrazos olisquean y se dejan olisquear el culo por mi pequeño saco de huesos con cara de adorable foca, que se acerca titubeante, con el rabo entre las piernas pero moviéndolo de lado a lado. Recibe ladridos y juego, caricias, gruñidos e indiferencia. Entiende, exactamente igual que haría un niño, que los otros pueden asustar pero también ser simpáticos. No ha pasado ni una semana y ahora es mi perra la que se acerca a jugar con perros miedosos. No tiene un trauma. Tiene una visión del mundo más amplia y confía en mí, que le llevo a descubrirlo con más o menos acierto y la protejo de sus peligros en la medida que puedo.

No soy el tipo de persona que dice ser «mamá de un peludo» y me da grima ver a los perros vestir calcetines. Por eso no imaginaba que pensaría durante todo el día en las conversaciones que he tenido con mis amigas madres de bebés humanos, en sus dudas, en sus miedos y en su culpa. De repente, una vida está a mi cargo y no entiendo su idioma. Creí que sabía suficiente sobre lo que necesitaba cuando llegó, pero en realidad me pilló en bragas. Desde hace unas semanas vivo con un nudo en la garganta y la eterna preocupación de estar haciendo las cosas mal. No quiero que me tenga miedo. No quiero que no me obedezca cuando le digo quieta y acabe aplastada bajo la rueda de un coche. No quiero darle una mala vida. La primera noche, volviendo a casa con ella en brazos tras separarla de sus hermanos y de su madre y llevarla a un piso que huele a limpio -un olor repugnante si le preguntáis- mi novio y yo nos sentamos en el sofá mientras ella dormía en nuestras rodillas y lloré como una magdalena, hipando. Me había preparado para sentir la alegría de que llegase a mi vida, pero no la culpa por su miedo. «¿Qué he hecho?» me pregunté en voz alta. «¿Por qué la he traído aquí, porqué me la llevo lejos de todo lo que conoce y la dejo sola en un sitio extraño? Siento que soy la peor persona del mundo».

No ha pasado demasiado tiempo desde aquella noche, aunque me parezca que han pasado meses. Han sido unas semanas duras, en las que la vida me ha dejado arrollada y con marcas de rueda, tirada en el suelo, como en los dibujos. A veces las cosas no llegan en el momento adecuado. A veces tienen consecuencias inesperadas, como mi llanto con hipo de la primera noche. A veces -y sospecho que son la mayoría- la ilusión y la planificación y el deseo nos encuentran en escenarios grises, y el amor es sucio, y las primeras veces son complicadas, y esa complejidad que avergüenza no sale en las fotos ni se habla de ella al contar las historias, y la expectativa juega en nuestra contra convenciéndonos de que no lo estamos haciendo bien, porque nuestra experiencia no es en absoluto limpia -como lo debería ser, como esperábamos que fuera-.

Durante estos días, me he agarrado como a un bote salvavidas a los relatos de madres a las que escuché decir: «llegué a pensar que no quería a mi hijo, que le odiaba». Esas historias que son una pequeña grieta en la expectativa, y lo mejor de ellas es que suelen acabar con niños sanos, con los mismos miedos que cualquier otro ser humano; con una vida a la que se apegarán porque es la suya y un futuro a través del cual acumular nuevas experiencias que contradigan lo que pensaban que era el mundo. Según algunos estudios citados por fuentes que ahora mismo no recuerdo, se sabe que los niños que han pasado por una experiencia traumática como una catástrofe natural o una guerra se recuperan adecuadamente si cuentan con el apoyo de su comunidad y familia cercana. El mundo es una catástrofe, un desastre la mayoría del tiempo. No podemos pretender una experiencia limpia de nada prácticamente nunca, la vida sucede, shit happens. Mi vida, durante el último mes, se ha convertido en un pequeño desastre según a quien le preguntes. Y dentro de ese desastre se encuentra otra vida a la que he de cuidar. No puedo planificar una experiencia de ensueño para mi perro. La vida a la que le he traído no es una experiencia de ensueño. Ninguna lo es. Ni falta que hace.


¡Dime qué piensas acerca de esta chatarra mental que decidí porner por escrito! Escríbeme en mastodon: @mduritz@paquita.masto.host

Todas las canciones de amor hablan de trabajo

Me han despedido. Mi empresa ya no me quiere y ha decidido dejarlo. Es una noticia de sabor agridulce: no soy yo, son ellos, han sido muy felices en su etapa conmigo, pero ya no sienten lo mismo. Es inviable mantener la relación, mandarán a alguien a por sus cosas -el ordenador y la webcam-, pero, en agradecimiento por mi desempeño y los tiempos vividos, han decidido darme la máxima indemnización.

No me hago a la idea. No consigo mentalizarme de que se acaba el trabajo, esta fuente inagotable de ocupación que aspira las horas del día como una niña pelirroja bebiéndose su batido de fresa con una pajita. En realidad hace tiempo que quería irme de allí, me aburría, me descubría incómoda ante ciertas aristas que hasta hacía poco había pasado por alto sin problemas. Pero no iba a ser yo quien diera el paso. ¿Cómo hacerlo? Si la maquinaria perfecta de mi antigua (ay) empresa rechupeteaba las horas y se las tragaba, sí, pero, una vez digeridas, su aparato excretor expulsaba dinero, estabilidad económica, una respuesta perfecta que dar en cenas familiares. Estoy triste. Me siento como se siente la gente tras una ruptura, como me sentía yo en esos días de fulgor dramático adolescente. Paseo por la ciudad escuchando una balada (ésta: https://www.youtube.com/watch?v=sonLd-32ns4, The end of the world de Skeeter Davis) mientras contemplo cómo se deshacen todas las certezas, cómo arde el futuro, y la noche cada vez llega antes y los bebés lloran dentro de los carritos. Me hago las mismas preguntas que se hacen las almas en pena con el corazón recién roto: ¿Algún día volveré a encontrar trabajo? ¿Cómo pago ahora el alquiler? ¿Tengo que volver a casa de mis padres?

“Why does the Sun go on shining? Why does the sea rush to shore? Don't they know it's the end of the world? ’Cause you don't love me anymore”

Lo bueno de tener un trabajo es que no tienes que buscar trabajo. Una vez paliado el miedo a terminar debajo de un puente -mi situación es afortunada- cae sobre mí una losa cuyo peso había olvidado: tengo que actualizar el CV y mandarlo. Decidir qué narrativa voy a usar (se acabó el proyecto / me fui porque buscaba nuevos retos / querían mantenerme, pero no pudieron), ponerme guapa para la nueva foto y describirme en una frase con gancho. Pienso en toda esa gente poniendo todas las energías de las que disponen en redactar sus perfiles de tinder, de bumble, de adopta un tío, de POF, de okcupid, incluso de meetic.com igual que yo me levanto todos los días y abro linkedin, el grupo de whatsapp de ofertas de empleo, stratos, animationjobs e incluso infojobs o indeed cuando de madrugada la desesperación me hace imaginar un recorrido más complicado que una carrera profesional en línea recta. Analizo, reanalizo y modifico cuatro píxeles los márgenes de mi web para facilitar la labor del recruiter como los solteros se hacen veinte selfies prácticamente idénticos y pasan las horas decidiendo cuál se queda en la novena posición de la galería de fotos de su perfil en la app.

He estado ordenando mi carpeta de correo profesional -planeo volver a usarla de seguido- y he encontrado todos los emails que envié para inscribirme en ofertas después de aquella ruptura que me deprimió. Me mintieron y me hicieron ghosting. No les costaba nada decir que no querían nada conmigo, que no había cumplido sus expectativas durante el período de prueba, no hacía falta mentir. ¡Había dejado a otro por ellos, carajo! ¡Me aseguraron que lo nuestro tenía futuro! En ese momento estaba desesperada, le tiraba a todo. Hay un total de ciento cinco emails y todos sin respuesta. Llega un momento en las apps en que aplicas la pesca de arrastre. Y es tan descorazonador cuando aun así nadie responde. ¿Habrá algo mal en mí, es que no sirvo para nada, es que a mí no se me puede escoger? Recuerdo que entonces estaba de moda la canción Perdona (ahora sí que sí) de Carolina durante. Cuando la escuchaba, solía imaginar un videoclip animado en stopmotion en el que una turba de gente lanzaba cócteles molotov hacia las oficinas del SEPE o hacia la sede de esa empresa de nombre acabado en S.L. El proceso de duelo tiene sus altibajos y la ira es una de las fases. Qué hay más apegado al proceso de desenamoramiento que el rencor.

“Se me olvida que no me quieres Sobre todo cuando es viernes No respondas mis mensajes No merezco tu atención Pido perdón por no ser mejor que nadie Pido perdón, no hace falta que me hables”

Después de aquello tuve que redefinir mis prioridades y mis expectativas acerca del lugar que ocupaba el trabajo en mi vida. Y justo cuando dejé de darle tanta importancia, llegó alguien. Me dijeron «no sabíamos que seguías en la isla. Queremos que trabajes con nosotros». Y mi corazón palpitó vibrante como un trozo de patata en una freidora.

Todas las canciones de amor hablan de trabajo, lo pienso mientras paseo por la ciudad a oscuras escuchando «The end of the world» con el corazón reblandecido, sintiéndome tan, tan, tan estúpida por haber pensado que lo nuestro iba en serio, que nos haríamos viejecitos juntos, proyecto a proyecto, nómina a nómina. Es verdad que aprovechaba cada oportunidad para poner a caldo a la empresa, pero en el fondo les quería, no sé qué voy a hacer sin ellos. Cual boomer recién divorciado que hacía chistes hirientes sobre la parienta, me hallo de nuevo ante el páramo del desempleo y lo siento lúgubre. ¿Quién soy yo sin mi trabajo? ¿Cuál es la razón para levantarme (pronto) por las mañanas?

Quienes buscan el amor y quienes buscamos trabajo buscamos en el fondo lo mismo: un sentido para nuestra vida, nuestro lugar en el mundo. Siempre hay algo, algo mucho más grande que nosotros, sea Dios o sea el amor o una carrera laboral, que según la sociedad del momento estructura los días y los objetivos. Algo en lo que pones el alma, y, cuando el espejismo frágil de la normalidad estalla, y la vida ocurre y el final llega, entonces es cuando me alegro de haberme esforzado en alimentar otras áreas de mi vida mientras el trabajo duraba; pues este vacío lúgubre que se abre ante mí no es absoluto. Ahora tendré más tiempo para mis amigos, para mis aficiones. Un descanso merecido. Pero qué vértigo volver a notar la pena en los ojos de mis familiares estas navidades. Esa palmadita en la espalda de mis amigos: no te merecían. No era para ti. Ya saldrá otra cosa. Hay muchos peces en el mar.


¡Dime qué piensas acerca de esta chatarra mental que decidí porner por escrito! Escríbeme en mastodon: @mduritz@paquita.masto.host

Probando – probando – probando (chirrido de micrófono)

Esta es mi primera entrada en el nuevo blog de escritura.social, cuya función todavía no tengo demasiado clara -voy a conservar mi blog en mataroa para los relatos-, pero no podía no subirme al carro de una instancia de writefreely asociada a lectura.social (Gracias, @editora :*).

El título del blog es la descripción literal de mi foto de perfil en mastodon, y la intención es honrar el espíritu del furby fucsia fumador y tomarme este espacio un poquito menos en serio que el otro blog. Quizás compartir pensamientos, fragmentos, algún artículo de cachondeo que tengo en mente escribir. Pensándolo bien, esta dupla de blogs es un calco de mi época de bloguera en los dosmiles, en la que tenía dos direcciones de blogger en paralelo: una para los relatos y otra para chuminadas. La cabra tira al monte 8)

Pues ya estaría, con este sinsentido de entrada doy por inaugurado (sonido de tambores)... ¡Furby fucsia fumador! Abracitos para quien me lea y felices fiestas (o al menos no-demasiado-malas fiestas).

<3 amor y bloguerismo


¡Dime qué piensas acerca de esta chatarra mental que decidí porner por escrito! Escríbeme en mastodon: @mduritz@paquita.masto.host