Me aproximo a la escritura de nuevo. Aproximarse no es un término que use a la ligera. Aproximarse, no acercarse, restándole naturalidad al acto a través del uso del registro formal. Me aproximo, titubeante, como si no hubiese pasado tres años buceando en esta actividad (actividad: formalidad, de nuevo) y convirtiendo ese agua en mi nuevo aire, transformando mis pulmones de dibujante en branquias de persona que escribe. Doy un paso y luego otro, consciente hasta el extremo de lo frágil del terreno que pisan mis pies, un puente de madera vieja al que le he apañado los rotos con el primer par de tablones que he encontrado. Ya no tengo la seguridad de hace un año, cuando corría en el aire sin mirar hacia abajo, inconsciente de que el suelo se había acabado, presuponiéndolo, como el personaje de un gag de dibujos animados que continúa su persecución sin darse cuenta de que no hay nada que le sostenga desde hace rato. Hasta que se da cuenta. Y entonces plof. Fíiiiiiiiu. Cataplam.

Las leyes internacionales de clasificación por edades de series de animación constituyen que, en productos para niñes de hasta doce años, los personajes pueden recibir violencia física, lo que incluye golpes, caídas, ataques de arma blanca, pero esta violencia no puede tener consecuencias. Esto quiere decir que el personaje se cae desde gran altura en el aire y se estampa, pero no sangra, se levanta y sigue caminando. Mi vida debe de tener esta clasificación. No ha sido un año fácil, pero tengo suerte.

Me aproximo a la escritura y lo único acerca de lo que soy capaz de escribir es acerca de la aproximación misma. El recurso más vago, la idea más trillada, escribir sobre escribir, sobre el propio proceso de lo que se está haciendo. Ya es mucho. Ayer me empecé un libro, un libro sin dibujos, y no sé si podré acabarlo, porque mi tiempo ya no me pertenece (no del todo), y eso, aunque no lo parezca, es una buena noticia. El mundo está roto. No quiero ser una cínica, simplemente es que la escritura es para mí un espacio repleto de melancolía.


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