Usted debe planificar para su perro una experiencia de ensueño
Voy subida en un tren, camino a Valencia ciudad, para salir con unas amigas. He pasado el fin de semana en el pueblo de mi novio huyendo de las fallas. Estaba contenta cuando me subí, agotada pero feliz; sin embargo, desde la segunda parada he dejado de ser una mujer feliz para volverme una mujer desquiciada que consulta desquiciadamente quince artículos en internet por minuto. Todos sabemos que no ha de hacerse. Pero sabemos también que a veces, en situaciones que escapan al control de una, esa es la única estrategia que una tiene a mano para sentirse con algo de agencia y poder sobre su pequeña parcela de un universo arbitrario. Abro y consumo vorazmente artículos, a cada cual con más pinta de haber sido escrito por una IA, y todos dicen lo mismo: «La etapa de socialización de un cachorro es la más importante de su vida. Una sola mala experiencia podrá traumatizarle para siempre. Usted ha de planificar para su perro una experiencia de ensueño la primera vez que conozca a otro perro.» Sollozo. Hiperventilo. La primera experiencia social de mi cachorra ha sucedido conmigo a treinta kilómetros de distancia en un tren, y sólo tengo la siguiente información vía teléfono: «Ha ido fatal. El otro se le ha tirado encima, igual le ha mordido, está muy asustada, no para de gemir y arrastrar el culo por el suelo». Así que, según internet, a mi perra se le acaba de joder la vida. Y además, ¿Sabéis qué? Además ha sido culpa mía.
Demos un salto en el tiempo: un par de días después, mi perra sale al parque y conoce a más perros. Vive todo tipo de experiencias, positivas, negativas y mixtas. Los demás dueños son comprensivos y dan mucha conversación -nunca habría imaginado la de conversación que da la gente si llevas perro-, le acarician, esperan pacientes al otro extremo de la correa mientras sus perritos y perrazos olisquean y se dejan olisquear el culo por mi pequeño saco de huesos con cara de adorable foca, que se acerca titubeante, con el rabo entre las piernas pero moviéndolo de lado a lado. Recibe ladridos y juego, caricias, gruñidos e indiferencia. Entiende, exactamente igual que haría un niño, que los otros pueden asustar pero también ser simpáticos. No ha pasado ni una semana y ahora es mi perra la que se acerca a jugar con perros miedosos. No tiene un trauma. Tiene una visión del mundo más amplia y confía en mí, que le llevo a descubrirlo con más o menos acierto y la protejo de sus peligros en la medida que puedo.
No soy el tipo de persona que dice ser «mamá de un peludo» y me da grima ver a los perros vestir calcetines. Por eso no imaginaba que pensaría durante todo el día en las conversaciones que he tenido con mis amigas madres de bebés humanos, en sus dudas, en sus miedos y en su culpa. De repente, una vida está a mi cargo y no entiendo su idioma. Creí que sabía suficiente sobre lo que necesitaba cuando llegó, pero en realidad me pilló en bragas. Desde hace unas semanas vivo con un nudo en la garganta y la eterna preocupación de estar haciendo las cosas mal. No quiero que me tenga miedo. No quiero que no me obedezca cuando le digo quieta y acabe aplastada bajo la rueda de un coche. No quiero darle una mala vida. La primera noche, volviendo a casa con ella en brazos tras separarla de sus hermanos y de su madre y llevarla a un piso que huele a limpio -un olor repugnante si le preguntáis- mi novio y yo nos sentamos en el sofá mientras ella dormía en nuestras rodillas y lloré como una magdalena, hipando. Me había preparado para sentir la alegría de que llegase a mi vida, pero no la culpa por su miedo. «¿Qué he hecho?» me pregunté en voz alta. «¿Por qué la he traído aquí, porqué me la llevo lejos de todo lo que conoce y la dejo sola en un sitio extraño? Siento que soy la peor persona del mundo».
No ha pasado demasiado tiempo desde aquella noche, aunque me parezca que han pasado meses. Han sido unas semanas duras, en las que la vida me ha dejado arrollada y con marcas de rueda, tirada en el suelo, como en los dibujos. A veces las cosas no llegan en el momento adecuado. A veces tienen consecuencias inesperadas, como mi llanto con hipo de la primera noche. A veces -y sospecho que son la mayoría- la ilusión y la planificación y el deseo nos encuentran en escenarios grises, y el amor es sucio, y las primeras veces son complicadas, y esa complejidad que avergüenza no sale en las fotos ni se habla de ella al contar las historias, y la expectativa juega en nuestra contra convenciéndonos de que no lo estamos haciendo bien, porque nuestra experiencia no es en absoluto limpia -como lo debería ser, como esperábamos que fuera-.
Durante estos días, me he agarrado como a un bote salvavidas a los relatos de madres a las que escuché decir: «llegué a pensar que no quería a mi hijo, que le odiaba». Esas historias que son una pequeña grieta en la expectativa, y lo mejor de ellas es que suelen acabar con niños sanos, con los mismos miedos que cualquier otro ser humano; con una vida a la que se apegarán porque es la suya y un futuro a través del cual acumular nuevas experiencias que contradigan lo que pensaban que era el mundo. Según algunos estudios citados por fuentes que ahora mismo no recuerdo, se sabe que los niños que han pasado por una experiencia traumática como una catástrofe natural o una guerra se recuperan adecuadamente si cuentan con el apoyo de su comunidad y familia cercana. El mundo es una catástrofe, un desastre la mayoría del tiempo. No podemos pretender una experiencia limpia de nada prácticamente nunca, la vida sucede, shit happens. Mi vida, durante el último mes, se ha convertido en un pequeño desastre según a quien le preguntes. Y dentro de ese desastre se encuentra otra vida a la que he de cuidar. No puedo planificar una experiencia de ensueño para mi perro. La vida a la que le he traído no es una experiencia de ensueño. Ninguna lo es. Ni falta que hace.
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