Fernando Villanueva

Resulta que, aunque tengo un Watch de Apple (el SE) desde hace dos años y medio o poco más, se me ha antojado darme un capricho tontorrón: me he comprado un Casio W59. Estaba entre comprar este o el F91-W, pues son muy parecidos. Finalmente me decidí por el W59 porque la resistencia al agua es mayor. Me hacía ilusión tener un reloj que me sirva para ver la hora, el día del mes y de la semana y poco más, con el aire retro que tienen estos modelos de Casio. También me vienen muy bien el cronómetro y la alarma, claro. Tengo que decir, además, que es una preciosidad, aunque también he de señalar que gente muy cercana con un gusto bastante mejor que el mío para estas cosas no opina lo mismo.

Lo cierto es que me he preguntado si realmente era necesario tener el Watch de Apple, incluso en su versión “barata”. Y, por un lado, tengo que decir que la mayoría de cosas que tiene no las uso excesivamente. Lo que más utilizo es todo aquello vinculado a la actividad, monitorización de la app Salud, poner temporizadores (para el té de mi señora), alguna que otra vez el correo, el temporizador de lavado de manos, notificaciones para no mirar el móvil, la temperatura y la previsión de lluvia y, a veces, el control de la música que está sonando. Y miro la hora, claro. Vamos, que casi todo menos lo de la actividad podría hacerlo en el móvil. Pero, por otro lado, y aunque sea una cosa un poco tonta, el incentivo de completar los anillos ha conseguido que lleve una vida menos sedentaria que antes de tenerlo, y creo que eso ya hace que haya merecido la pena.

Ahora bien, tras todo este tiempo, ¿me es realmente necesario seguir cuantificando el movimiento? Después de haber incorporado ciertos buenos hábitos relacionados con la actividad a mi vida, ¿por qué no abandonar lo que en un momento fue la muleta que me ayudó a ponerme en marcha? Aunque me parece que podría hacerlo, la verdad es que me gusta poder llevar algún control de lo que me muevo. Y me gusta mirar la serie histórica de algunas de mis actividades (entrenamientos, distancia caminada, etc.) porque refuerza esos buenos hábitos.

Tengo, claro está, ciertas reservas, porque cada vez me gusta menos Apple. Estoy dentro del ecosistema porque, para algunas cosas relacionadas con mi actividad profesional y personal, necesito –o en algunos casos me gustan mucho– algunas aplicaciones que no puedo encontrar en otros sistemas operativos. Y la experiencia que me da el iPad, por ejemplo, no la he encontrado ni de lejos en otras opciones. Entiendo que es vender el alma al diablo, pero me temo que no podré independizarme de Apple de momento. Eso sí, lo del reloj me lo pensaré. Porque eso de llevar un pequeño reloj de resina que no pesa nada y que no hay que cargar cada día (la pila le dura ¡7 años o más!) me parece algo a tener en cuenta. Ya os contaré.

Esta semana he podido saber algo muy relevante acerca de la situación personal de uno/a de mis estudiantes que me ha llevado a pensar en lo poco que conocemos de la vida de gente con la que pasamos tanto tiempo durante tantos años. Reconozco que, en mi caso, es algo buscado, porque no me gusta demasiado tener mucha cercanía con nadie, y mucho menos si esa cercanía implica aspectos emocionales (quizás esa es la razón por la que no tengo amigos íntimos y por la que tengo la impresión de que nadie me conoce realmente).

Me pregunto cuántos de los conflictos que surgen en el entorno laboral no desaparecerían si supiéramos algo más acerca de las circunstancias personales de nuestros colegas o, en el caso de los docentes, de nuestro alumnado. Estoy convencido de que eso nos llevaría a tratarnos mejor y a ser más comprensivos con el otro cuando se dieran ciertas situaciones complicadas o incluso conflictivas. No soy tan optimista como para pensar que los problemas desaparecerían, pero sí creo que el mero hecho de reducir su número sería ya una mejora importante.

En fin, a pesar de lo que acabo de escribir, sigo preguntándome hasta qué punto es conveniente dar información sobre nuestra situación personal a quienes nos rodean en el ámbito laboral. Para quienes no nos sentimos muy cómodos en las distancias cortas, dar o recibir información personal o emocionalmente relevante es, cuando menos, extraño, y a veces incluso algo violento. Y me sigo preguntando por qué.

Es complicado ponerse en la piel de otro, de otra. Hace unos días, uno de mis sobrinos y unos amigos fueron a Londres de turismo. Parece que todo fue razonablemente bien hasta que, al pasar el control de seguridad del aeropuerto a la vuelta, les retuvieron sin razón alguna. Perdieron el vuelo, claro. Y, mientras tanto, el personal se reía de ellos. Supongo que alguien puede pensar que quizá algo hicieron, que al fin y al cabo se trata de un grupo de veinteañeros llenos de tatuajes y probablemente con ganas de juerga (lo que, por otra parte, no justificaría nunca ningún tipo de abuso). Pero no creo que tenga nada que ver con esto, porque gente cercana con otros perfiles muy distintos ha tenido experiencias similares allí. Al final, es plausible pensar que tiene que ver más con el racismo que con cualquier otro tipo de sesgo.

Pensaba en esto cuando ayer terminaba de ver The Walk-In, la estupenda serie protagonizada por Stephen Graham que puede verse en Filmin. La serie, basada en hechos reales, cuenta la historia de Matthew Collins (periodista que militó en su juventud en partidos de ultraderecha y que después pasó a ser militante antifascista y a escribir en Hope not Hate) y Robbie Mullen, miembro de la organización (ilegalizada) de ultraderecha National Action. La serie cuenta todo el proceso de inmersión de Mullen en la organización, así como su decisión de delatar a sus compañeros cuando conoce que uno de sus compañeros va a asesinar a una diputada y a una inspectora de policía. Entre los acontecimientos narrados por la serie aparece, entre otras agresiones, el asesinato de la parlamentaria Jo Cox, que supuso un punto de inflexión para la consideración de algunas organizaciones de ultraderecha del país como organizaciones terroristas.

En fin, me preguntaba si el racismo y la xenofobia de baja intensidad que probablemente sufrieron mi sobrino y sus amigos no son condición necesaria para los actos de extrema violencia que vienen después. No tengo la respuesta, pero mi intuición me dice que puede haber alguna relación entre ambos. Por otro lado, una lección en toda regla, aunque muy desagradable y que no debía haberse producido, para el grupo de jóvenes, que pudieron sufrir en sus propias carnes el odio ajeno. ¿Habrán sacado las conclusiones adecuadas?

Estaba hoy pensando, y así lo puse en mi cuenta de Mastodon, que hay mucha diferencia entre impartir docencia en enseñanzas medias y hacerlo en enseñanzas superiores. Durante buena parte de mi vida laboral tuve la suerte de poder dar clase en un conservatorio profesional de provincias que, por lo demás, funcionaba bastante bien. Siempre tuve la sensación de que mi alumnado aprendía lo que aprendía de las materias que impartía en gran medida gracias a mí. Esa sensación, que es muy gratificante porque puedes ver claramente que la evolución del alumnado se debe a tu enseñanza, no es tan clara en el tramo superior de nuestros estudios. Para empezar, porque el alumnado tiene ya otra edad: cuando llegan al conservatorio superior, la inmensa mayoría ha dejado atrás la adolescencia. Y eso significa que buena parte de su formación fundamental ya la han recibido, tanto para bien como para mal. Quiero decir que, mientras que la influencia de uno en su alumnado en las enseñanzas medias es considerable, no creo que lo sea tanto en la enseñanza superior. Esto, claro está, no es malo en absoluto: es la consecuencia lógica de que el o la estudiante ejerza su autonomía en un momento en el que tiene ya cierta capacidad para hacerlo. Sin embargo, la gratificación de ver claramente tu contribución a la formación del alumnado no es tan alta, entre otras cosas porque no es tan obvia. Ahora bien, hay algo extraordinariamente positivo: uno puede aprender mucho más de su alumnado incluso en su propia materia.

En fin, no es que esté arrepentido de haber “migrado” a un conservatorio superior (¡con lo que me costó la oposición!), y de hecho supuso un cambio bastante saludable en mi carrera docente. Pero a veces echo de menos ese ver cómo crece el alumno sabiendo que lo hace gracias a lo que riegas y abonas. Aunque sé que esto sigue siendo así en parte ahora, no me resulta tan claro. Y a veces incluso tengo la sensación de que soy más un estorbo que otra cosa, y que lo que aprenden lo aprenden no gracias a mí, sino a pesar de mí. Otro día hablamos de eso.