Retales, por @editora

Memoria en forma de retales y alguna puntada

*** A veces hay que ir con el viento, dejarnos llevar por las corrientes, distanciarse para regresar por otra vía. El camino más corto no es necesariamente el que nos conduce adonde queríamos ir. Ni siquiera es seguro que supiéramos adónde queríamos ir, para empezar. No siempre puede uno caer con soltura sobre un hilo tan frágil. A veces somos torpes, no damos en el blanco o lo hacemos antes de hora, que es otra forma de fallar y de fallarnos. Podemos rondar un lugar mucho tiempo antes de hacerlo nuestro. Lo rondamos, calculamos, nos acercamos. Algunos pájaros describen grandes círculos en torno al árbol donde acabarán posándose. Del msmo modo, es posible que haya que estudiar un lugar desde todos los ángulos para ver dónde está la grieta por la que colarnos. No siempre se entra en los sitios por la puerta principal. No siempre se es bienvenido. Hay que conocer bien al dueño, ponerse en su lugar, apropiarse de los sitios renunciando a la idea de poseerlos. No querer que un lugar sea mío, sino que me permita ser yo, que libere mi potencial de ser. El lugar que dirá algo de mi identidad será entonces el que conserve las huellas de su preparación, de los desplazamientos geográficos, sociales y afectivos, visibles o secretos, que me han conducido hasta él. *** El desorden de las propias mesas de trabajo, con su cohabitación de notas variopintas, hizo aflorar conexiones y ecos allí donde la racionalidad los habría desarticulado. Quizá habría que reconciliarse con el desorden de nuestras vidas, que da pie a emparejamientos felices y colisiones fecundas. *** Escribo en los márgenes. También nuestra existencia se entreteje de ese diálogo entre el texto central y las anotaciones marginales. Nadie coincide letra por letra con el relato de su vida, todos nos construimos también con garabatos al margen, en los espacios vírgenes de la página. Es el encanto de las vías secundarias. Hay que releer lo que se dice bajito y al margen del discurso, en un susurro, en esos epacios en blanco propicios a las reacciones y a los comentarios, en esas zonas donde uno recompone que acaba de asimilar, donde subraya su admiración, su acuerdo, su sorpresa o su incomprensión. ¿Cuántos diálogos se entablan en los márgenes de los libros y cuántas interpretaciones se esconden en los márgenes de nuestra vida?


Si te ha gustado esta entrada puedes enviarme tus comentarios en Mastodon: @editora@mastodon.social

Hubo algún tiempo en el que tal vez me gustó la verbena del pueblo. Las fiestas, los bailes en la plaza. Es un tiempo que pertenece a un pasado que no recuerdo, pero sé que existió porque las amigas de mi abuela, la mayoría ya fallecidas hoy, guardaban en su memoria lo «salada» que yo era de pequeña moviéndome al son de «los pajaritos» y tenían a bien recordármelo año tras año. Su memoria envolviendo a la memoria de esa niña diferente que en cuanto creció un poco dejó de ir a la plaza.

Recuerdo hoy, un viernes en el que son las fiestas del barrio en casa-padres (ya solo casa-madre) mientras suena la música en la plaza detrás del edificio y preveo una noche de no dormir, un texto que escribí en una de mis vidas pasadas, un 26 de junio de 2005 en Sitges. Sigue tan vigente a pesar de los años y del cambio de escenario que lo rescato aquí:

Recuerdos de verbena

Hoy hace una noche perfecta. El calor bochornoso del día ha desaparecido y sopla un vientecito fresco. Regreso a casa tras un paseo por el mar y me encuentro con que son las fiestas de mi barrio. La plaza está llena de mesas y gente comiendo y bebiendo, y a un lado algunos bailan al son de una orquesta. Estoy ante una típica verbena de pueblo, con sus abuelitas bailando pasodoble, los niños jugando a tirar petardos, las parejas maduras compenetradas en el baile, los jóvenes haciendo como que bailan bailes antiguos y los mayores haciendo como que bailan bailes modernos.

Yo, como siempre, estoy de observadora. Ése ha sido siempre mi papel. Nunca me apetecía bailar, nunca quería integrarme en esa escena. En los veranos de pueblo la observaba sintiendo que había todo un abismo entre aquella gente y yo. Si alguien se acercaba y me pedía bailar, me negaba rotundamente. Pero tampoco podía quedarme en casa, alguna extraña fuerza me llevaba siempre a observar aquella escena desde mi otro lado del cristal. Mis padres hacían lo posible para que me integrara. A mi madre no le gustaban demasiado los bailes, pero salía a la plaza para acompañarme, y mi padre solía sacarme a bailar un pasodoble o un vals. Ahora me enternece su gesto, pero entonces sólo quería que me dejaran sola.

No sé cuándo empecé a formar esa barrera entre el resto del mundo y yo, pero no siempre fue así. Mi madre y las hermanas de mi abuela me suelen recordar lo «salada» que yo era de niña, y lo mucho que se divertían viéndome bailar sola en el medio de la plaza «los pajaritos». Dicen que a mí me gustaba mucho bailar, pero yo no recuerdo esa época.

Al principio, la distancia abismal entre la vida de la verbena y yo me dolía como algo propio que en realidad es ajeno. Como saberse parte de algo y no poder pertenecer a ese algo. Como un árbol que de forma misteriosa hubiera podido crecer con las raíces tres palmos por encima de la tierra que debería alimentarle. Como si sólo un gesto sirviera para adentrarse en la vida que nos pertenece, pero algo tirara de nosotros y nos impidiera ese gesto.

Después, aprendí a acomodarme en mi lado del cristal, y las escenas al otro lado ya no me dolían como propias. Sucedían delante de mí, simplemente, y yo nada tenía que ver con ellas. No quería pertenecer a ellas. Sólo las observaba. Más tarde incluso dejé de ir a la plaza y me limitaba a escuchar la música desde mi habitación mientras trataba de dormir como si fuese un día más.

Y hoy estaba otra vez ante una verbena de pueblo. Pero hoy era distinto, porque sonreía viendo la escena, y además tenía ganas de bailar. Sonreía pensándome con ganas de bailar. No me sentía muy distinta a la niña que una vez bailaba «los pajaritos». Y el viento me ha traído unas palabras «Baila. Sola o no. Baila como quieras pero no te quedes observando, no te pierdas nunca poder disfrutar».

«No te quedes observando». Esa frase viene de otro mundo, atraviesa el cristal y sacude mi espacio. Pero en ese momento la sacudida es tan violenta que me tambaleo y ya no puedo seguir allí. No puedo seguir observando, pero no puedo participar de la escena. La sonrisa de antes me tiembla. ¿En cuál de los dos lados estoy? ¿En cuál quiero estar? Decido regresar a mi refugio de palabras. Lo leí ayer mismo, «para reflexionar sobre algo, yo, previamente, necesitaba plasmar ese algo por escrito».

Escribo y observo. La música suena a lo lejos tras mi ventana. Observo y escribo. Los recuerdos. Los deseos. Los espejismos.

Lo sé, tendría que haber bailado…


Si te ha gustado esta entrada puedes enviarme tus comentarios en Mastodon: @editora@mastodon.social

Hoy ha sido un día muy raro. Ha empezado con la noticia de una tragedia que hace dos días, cuando mi madre y mi tía comentaban la trágica muerte en un accidente de coche de una niña de 3 años, yo no podía ni imaginar. Esa niña era hija de alguien con quien llevo años trabajando. Alguien a quien no he conocido nunca en persona, es verdad, pero que por supuesto que recuerdo que hace 3 años cogió la baja por maternidad. Me he quedado sin palabras. Si ayer enviaba un email a las personas de Lectura Social con el asunto «tengo miedo y por eso os escribo» porque tras el resultado de las elecciones europeas no lograba conciliar el sueño, hoy, tras unas escuetas palabras en un email, el miedo se esfumaba de golpe y todo lo invadía la fragilidad, la pena, el sin sentido.

Un rato después, porque todo se mezcla de la manera más azarosa y extraña, recibía un email de esos que calientan el corazón. Alguien me recordaba el día que nos conocimos en persona (la única vez, en realidad, que nos hemos visto) hace muchos años y me contaba lo que yo no sabía entonces, el contexto del que venía ella, la nube negra que arrastraba esos días, los pensamientos aún más negros de solo unas pocas horas antes y cómo el encuentro conmigo y con mi guapa hizo que todo aquello desapareciera. Nuestra amabilidad, nuestra generosidad, un momento que ella no olvida. No sé cómo agradecerle yo ahora su generosidad al compartirlo conmigo en un día como hoy. Es increíble pensar que todas las personas tenemos esta capacidad de iluminar a otras y que muchas veces pasa sin buscarlo, sin darnos cuenta. Quién sabe quién se está acordando ahora mismo de ti, sí, de ti, quien quiera que seas, que lees esto en este momento.

Y, para finalizar el día, la aparición de J., un café con él en un bar de siempre del barrio, como si no hubieran pasado ¿4 años, tal vez? desde la última vez que nos vimos. Alguien de quien suelo decir que «tenemos vida paralelas», pero como me ha dicho él hoy mismo «en realidad somos como cometas cuyas órbitas se van cruzando cada cierto tiempo». Y sí. Vidas paralelas no son, porque si no, nunca se hubieran cruzado y nuestra historia es justo una sucesión de cruces casuales. El mismo colegio, el mismo instituto, la misma carrera, todo eso sin conocernos porque yo soy 1 año mayor que él y no éramos del mismo curso. Y un día un encuentro casual, ya no recuerdo cómo, ni qué nos dijimos esa primera vez, pero sí nos recuerdo sentados en un banco de un parque de Vitoria comiendo una tarrina de helado que acabábamos de comprar en el súper. Charlando entonces de distintas opciones vitales ahora que yo acababa la carrera. Más tarde, viviendo yo en Barcelona, una charla, y él entre el público. No me lo podía creer. ¿Qué haces aquí? Un máster en la Autónoma. Yo también. La alegría del reencuentro, las promesas de llamarnos y no cumplirlas. Y un año después una presentación de curso y él en aquel grupo. No me lo podía creer. ¿Qué haces aquí? Me he matriculado en Teoría de la Literatura. Yo en Filología Hispánica. Una universidad distinta, una ciudad lejana a la nuestra e idéntica alegría, idénticas promesas, idéntico incumplimiento, porque si podemos dejar nuestras órbitas al azar, ¿para qué forzar las trayectorias? Hemos crecido mucho desde entonces, hubo más encuentros fortuitos pero esta vez ha sido mi «hola, estoy aquí, de vuelta al barrio» y allí estaba él casualmente, comiendo en casa de su padre, a 3 minutos de casa de mi madre. De nuevo hoy la alegría inmensa de vernos, de reconocernos, de sabernos espejo el uno de la otra.

Y así ha pasado un día más la vida, atravesada de muerte y esperanza, todo a la vez, como siempre.


Si te ha gustado esta entrada puedes enviarme tus comentarios en Mastodon: @editora@mastodon.social

Antes @dragonas@paquita.masto.host ha publicado esto:

Mi hijo está bien señora su hijo lleva cuarenta minutos sobre pensando por si no ha sido lo bastante simpático con la dependienta de casa del libro que le ha preguntado si necesita algo. (link original)

Y le he respondido esto otro:

A mí esto me pasaba constantemente hasta que me paré a pensar que mi complejo de invisibilidad (o sea, siempre tengo la sensación de que nadie me ve —pero es que es real, me he ido de sitios sin pagar por puro despiste y nadie se ha dado cuenta—) era incompatible con que alguien le estuviera dando mil vueltas a una conversación de esas de puro trámite. Al final llegué a la conclusión de que esas personas se habían olvidado de mí a los 5 segundos y que era tontería darle vueltas yo. (link original)

Lo cual me ha llevado a recordar algo que escribí hace tiempo y que rescato ahora aquí:

Desde pequeña sufro de complejo de invisibilidad. Desde aquellos tiempos en los que me perdía, hacían el recuento de niños en el autobús y se iban sin mí, hasta ahora en que sirven a todo el grupo su copa en un bar menos a mí. La frase «uy, no te había visto», la tengo más que oída.

En mi carrera de periodista, sin embargo, empecé a ver este complejo como un don, ya que el «don de la invisibilidad» me permitió colarme no pocas veces en ruedas de prensa y eventos varios sin que nadie me preguntara nada. También me ha servido para enterarme de muchas conversaciones privadas que la gente mantiene como si yo no estuviera allí.

Es una posición que con el paso del tiempo, como digo, me ha terminado gustando. Te quedas en la esquinita de un lugar y desde allí lo observas todo, sin que los demás sepan que tú estás allí. Luego, cuando llega el caso, les sorprendes con tu conocimiento de la situación, que en ningún momento esperan.

A esto que escribía entonces quiero añadir también otro post que escribí en mi primer blog, ya desaparecido:

A los 5 años mi padre se olvidó de mí en la puerta del parvulario. Hacía frío y llovía (juro de verdad que era así, que no es un invento de la memoria) y la escena era como de película mala americana en la que la criatura espera y espera y nunca vienen a recogerla mientras ve como el resto de infantes sí se encuentran con sus padres. A mí me pasó exactamente eso, esperé y esperé bajo la lluvia, y nadie vino a recogerme. Al final, una profesora me vio allí, me hizo entrar, llamó a mi casa y mi madre vino a por mí (tendría que haber venido mi padre, pero se le fue de la cabeza).

Ahora, cuando lo pienso retrospectivamente, creo que fue en ese momento cuando se empezó a gestar en mí la idea de que estamos en soledad en la vida, y de que hay que saberse valer por una misma, porque quizás nunca nadie venga a rescatarte. Que no puedes estar esperando a que te encuentren, porque quizás nadie venga a por ti.

A los 13 años, hicimos una excursión con el colegio a los Pirineos y también me perdí en mitad de un monte. Estaba distraída mirando cualquier cosa (todavía soy así) y cuando me quise dar cuenta ya no había nadie a mi alrededor. En vez de angustiarme, miré a uno y otro lado, vi que había huellas en el suelo y empecé a seguirlas. Así llegué al albergue y al autobús, y lo más curioso de todo es que nadie se había percatado de mi ausencia, y que el autobús estaba a punto de marcharse sin mí.

También en retrospectiva, creo que en ese momento empezó mi complejo de invisibilidad. No es que ahora yo me crea invisible, porque sé que no lo soy, y mis amigas dirían que soy un fueguito (citando a Eduardo Galeano) que brilla entre cualquier grupo de gente, pero a veces sí me siento perdida e invisible, y sin embargo, no es una sensación pesada, al contrario, aprovecho ese lugar para analizar mejor lo que me rodea, para entender mejor desde esa posición de observadora mi mundo y el de las demás personas.

A veces es bueno perderse.


Si te ha gustado esta entrada puedes enviarme tus comentarios en Mastodon: @editora@mastodon.social

Hoy, 1 de mayo, recupero este hilo sobre cómo mi abuela reclamó su derecho a su propia pensión (suya y no de su marido) cuando le discutieron que ella no podía atender a la vez el trabajo del hogar y el trabajo del campo y del rebaño de cabras. (Hilo original en Mastodon: https://mastodon.social/@editora/110120210781727331)

Una cosa que mi madre me repitió desde pequeña y que yo no entendía entonces es que mi abuela cobraba “su propia pensión”. Yo sabía que mi abuela estaba jubilada y que cobraba una pensión, pero no me paraba a pensar en el matiz de si era una pensión por haber cotizado ella o si no. Mi madre quería remarcar eso, que mi abuela tenía “su” trabajo y que había cotizado por él y ahora tenía “su” pensión.

Hace un par de años descubrí que entre los pocos papeles que mi madre había guardado cuando murió mi abuela, había un escrito en el que mi abuela reinvindicaba su trabajo en 1974.

Así de importante le parecía a mi madre el asunto, que no quiso tirar lo que parece una reclamación a la Seguridad Social (o similar, lo que hubiera en ese año) mecanografiado, supongo que por alguien del Ayuntamiento.

Mi abuela, defendía en este escrito su papel como trabajadora de pleno derecho, igual que mi abuelo, en la explotación familiar.

Lo transcribo tal cual, mayúsculas incluidas:

«El medio fundamental de vida mío y de mi esposo es la Agricultura y Ganadería prevaleciendo esta última sobre la primera y que sin esta no podríamos susistir [...] ya que la explotación ganadera consiste en más de 100 reses mayores, ganado lanar que para que podamos conseguir hagan dos crías al año es imprescindible el que trabajemos los dos en la explotación ganadera, mi esposo sacando a pastar los ganados al campo y yo entre tanto cuidar la cría en la majada y llevarles el agua que dista bastante al corral y que hay que hacer imprescindible.

Creo que con ella queda aclarado que soy trabajadora por cuenta propia, por todos los días del año cuando tengo que hacer quehaceres o trabajos.

[...] por decir que no soy trabajadora, que me dedico a otros menesteres y que no puedo realizar trabajos agrícolas y ganaderos. CÓMO PUEDEN DECIR TAL MONSTRUOSIDAD que yo no puedo hacer los trabajos que señalo cuando es cierto que los realizo, que se me puede impedir que realice también los trabajos del hogar u otros que se venga en gana, que contribuyan el bien general y que cumplan objetivos deportivos y sociales».


Si te ha gustado esta entrada puedes enviarme tus comentarios en Mastodon: @editora@mastodon.social

El 11 de septiembre de 2017 desapareció una calle entera en Reznos, el pueblo de Soria donde nació mi abuela. No era la primera calle en borrarse del mapa. Al igual que las anteriores el ayuntamiento se vio obligado a demolerla por peligro de derrumbe.

Calle de un pueblo, en evidente estado de ruina, pero con las casas, rojizas, de adobe, aún en pie.

Era una de las calles importantes del pueblo, comenzaba en la plaza y bajaba hasta el molino. Esta puerta pertenecía a la farmacia de Don Julio. Hace solo 60 años estaba llena de actividad.

Puerta de madera antigua, grande, se nota que daba paso a un lugar de importancia, aunque ahora no se sabe muy bien cómo está todavía en pie, en una fachada que se cae a pedazos.

Mi madre cuenta que primero entrabas a un pórtico y luego ya a la farmacia, que estaba llena de «botes como jarrones chinos». Hoy solo queda esto.

Armario empotrado que queda visible en una pared tras la demolición de una casa. Pura ruina.

En el pueblo, entonces, había boticario, secretario, médico… los funcionarios de la zona que trabajaban para varios pueblos, vivían en este. Era tradición que los niños/as fueran en reyes a pedir el aguinaldo a los funcionarios: una naranja, unos higos… Al farmacéutico siempre había que tratarle de “don”, si no, te mandaba salir y volver a entrar.

Don Julio era pariente de mi madre, ya que era hijo de la tía Ignacia, que era hija de la tía Paula, que a su vez era medio hermana del abuelo de mi madre, Julián.

Todo esto me lo contó mi madre en directo, por teléfono, mientras veía cómo las excavadoras tiraban las casas y a cada golpe, el contragolpe de los recuerdos de mi madre.

Un tiempo después pasé por allí y me encontré a mi tío (abuelo) Ismael sentado al sol enfrente de la ruina. Se lo tomaba con resignación e ironía: «¿Ves qué suerte? Ya no se cae una piedra».

La misma calle de la primera fotografía, pero en la que ya han desaparecido las casas y solo se ve el hueco que una vez ocuparon.


Si te ha gustado esta entrada puedes enviarme tus comentarios en Mastodon: @editora@mastodon.social

Escribí esto el 4 de octubre del 2019. Ese día mi tío abuelo Maxi, de Reznos (Soria), cumplía 94 años. Falleció el 1 de julio del 2021, a los 95.


Mi madre me cuenta historias que parecen totalmente intrascendentes, fragmentos de vida fácilmente olvidables, pero que por lo que sea ella sigue recordando y yo guardo como tesoros.

Por ejemplo, hoy que mi tío Maxi (hermano de mi abuela) cumple 94 años me ha contado que fue a su boda con mi abuelo. La boda era en Calatayud y caminaron 4 km para coger el tren en Torrelapaja.

Llovía muchísimo y el camino estaba lleno de barro. Una vecina le había dejado un impermeable, una prenda de lujo que casi nadie tenía. A la vecina se lo había regalado un tío suyo que había prosperado en Barcelona.

Mi madre también llevaba botas de agua, y el agua que resbalaba del impermeable (que le llegaba hasta las rodillas) se le iba metiendo directo a las botas y mojando los pies.

Como iban a una boda, mi abuelo y ella llevaban el calzado bueno y calcetines secos en una bolsa. Poco antes de llegar a la estación se cambiaron y dejaron escondidas entre piedras las botas, para recogerlas a la vuelta.

Cogieron el tren y ya, ese es su recuerdo. Y yo lo guardo y lo apunto en un papel para que no se pierda de momento, para que esas botas sigan escondidas, un poco más, tras unas piedras junto a una vía de tren que hoy ya no existe.

#retales


Si te ha gustado esta entrada puedes enviarme tus comentarios en Mastodon: @editora@mastodon.social