Ser o no ser invisible
Antes @dragonas@paquita.masto.host ha publicado esto:
Mi hijo está bien señora su hijo lleva cuarenta minutos sobre pensando por si no ha sido lo bastante simpático con la dependienta de casa del libro que le ha preguntado si necesita algo. (link original)
Y le he respondido esto otro:
A mí esto me pasaba constantemente hasta que me paré a pensar que mi complejo de invisibilidad (o sea, siempre tengo la sensación de que nadie me ve —pero es que es real, me he ido de sitios sin pagar por puro despiste y nadie se ha dado cuenta—) era incompatible con que alguien le estuviera dando mil vueltas a una conversación de esas de puro trámite. Al final llegué a la conclusión de que esas personas se habían olvidado de mí a los 5 segundos y que era tontería darle vueltas yo. (link original)
Lo cual me ha llevado a recordar algo que escribí hace tiempo y que rescato ahora aquí:
Desde pequeña sufro de complejo de invisibilidad. Desde aquellos tiempos en los que me perdía, hacían el recuento de niños en el autobús y se iban sin mí, hasta ahora en que sirven a todo el grupo su copa en un bar menos a mí. La frase «uy, no te había visto», la tengo más que oída.
En mi carrera de periodista, sin embargo, empecé a ver este complejo como un don, ya que el «don de la invisibilidad» me permitió colarme no pocas veces en ruedas de prensa y eventos varios sin que nadie me preguntara nada. También me ha servido para enterarme de muchas conversaciones privadas que la gente mantiene como si yo no estuviera allí.
Es una posición que con el paso del tiempo, como digo, me ha terminado gustando. Te quedas en la esquinita de un lugar y desde allí lo observas todo, sin que los demás sepan que tú estás allí. Luego, cuando llega el caso, les sorprendes con tu conocimiento de la situación, que en ningún momento esperan.
A esto que escribía entonces quiero añadir también otro post que escribí en mi primer blog, ya desaparecido:
A los 5 años mi padre se olvidó de mí en la puerta del parvulario. Hacía frío y llovía (juro de verdad que era así, que no es un invento de la memoria) y la escena era como de película mala americana en la que la criatura espera y espera y nunca vienen a recogerla mientras ve como el resto de infantes sí se encuentran con sus padres. A mí me pasó exactamente eso, esperé y esperé bajo la lluvia, y nadie vino a recogerme. Al final, una profesora me vio allí, me hizo entrar, llamó a mi casa y mi madre vino a por mí (tendría que haber venido mi padre, pero se le fue de la cabeza).
Ahora, cuando lo pienso retrospectivamente, creo que fue en ese momento cuando se empezó a gestar en mí la idea de que estamos en soledad en la vida, y de que hay que saberse valer por una misma, porque quizás nunca nadie venga a rescatarte. Que no puedes estar esperando a que te encuentren, porque quizás nadie venga a por ti.
A los 13 años, hicimos una excursión con el colegio a los Pirineos y también me perdí en mitad de un monte. Estaba distraída mirando cualquier cosa (todavía soy así) y cuando me quise dar cuenta ya no había nadie a mi alrededor. En vez de angustiarme, miré a uno y otro lado, vi que había huellas en el suelo y empecé a seguirlas. Así llegué al albergue y al autobús, y lo más curioso de todo es que nadie se había percatado de mi ausencia, y que el autobús estaba a punto de marcharse sin mí.
También en retrospectiva, creo que en ese momento empezó mi complejo de invisibilidad. No es que ahora yo me crea invisible, porque sé que no lo soy, y mis amigas dirían que soy un fueguito (citando a Eduardo Galeano) que brilla entre cualquier grupo de gente, pero a veces sí me siento perdida e invisible, y sin embargo, no es una sensación pesada, al contrario, aprovecho ese lugar para analizar mejor lo que me rodea, para entender mejor desde esa posición de observadora mi mundo y el de las demás personas.
A veces es bueno perderse.
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