De la soledad
La soledad, no deseada, es uno de los principales males de este siglo, que afecta, sobre todo, a la gente mayor. Y ayer, en el hospital, mientras esperaba para hacerme una gastroscopia (nada grave), pude ver como alguien la sufría (literalmente), lo que me produjo un gran desasosiego.
Desde el control de enfermería llamaron al siguiente paciente que, al entrar, resultó ser un señor mayor, de más de 70 o 75 años. Venía solo. Algo sorprendente, ya que te repiten, en numerosas ocasiones, que a la prueba hay que ir acompañado, por la sedación. Este señor venía solo y la enfermera le preguntó por su acompañante, si estaba fuera o llegaba tarde. El señor habló muy bajito y no pude entender bien lo que decía, pero la contestación de la enfermera me lo dejó claro, sin acompañante no se podía hacer la prueba. El señor dijo algo, que entendí, con dificultad, como una explicación en la que decía que no tenía a nadie que le pudiera acompañar. La enfermera le contestó que, en ese caso, la única opción posible era hacer la prueba sin sedación.
El buen señor aceptó (¡que remedio!) y, donde todos estábamos tumbados en camillas y semidesnudos, él pasó sin esperar, completamente vestido y por su propio pie.
A los pocos minutos de entrar en la sala de torturas sala de endoscopias, empecé a escuchar gritos agónicos, arcadas y gemidos, a los que acompañaba los pitidos incesantes del monitor cardíaco. El personal sanitario le animaba “¡un poco más!”, “¡vas muy bien!”, “ya casi está”, “30 segundos más y terminamos”. La situación era angustiosa vivida desde el pasillo, a menos de 20 metros de la sala, pero dentro tenía que ser horrible. Por suerte, cumplieron su palabra y, a los 30 segundos de decirlo, escuché como decían “terminamos, ahora para afuera” y más gritos y gruñidos de dolor, pero solo duraron un instante. Y de nuevo más palabras de ánimo y felicitaciones por haber terminado. En ese momento, volví a respirar aliviado.
A los pocos segundos, vi salir al hombre de la sala de endoscopias mientras se despedía, con su voz baja y una horrible ronquera, del equipo médico que le había atendido. Salió por el pasillo, despidiéndose, con numerosos agradecimientos, de todo el personal con el que se cruzaba.
Se marchó y, poco después, fue mi turno. “Vas a sentir una quemazón en el brazo y lo siguiente que verás será la habitación donde te cambiaste. Piensa en algo bonito”, fue lo último que escuché antes de quedarme dormido.
Al rato, me desperté de nuevo en la habitación. Estaba desubicado y atontolinado, pero sin haber experimentado ningún dolor ni angustia.
Y, desde ayer, llevo pensando en este señor. Si no tiene a nadie que le pueda acompañar, ¿no se le puede poner un acompañante de oficio? ¿Citarle por la mañana y dejarle ingresado en el hospital de día? ¿De verdad había que hacerle pasar por semejante trago cuando hay una opción menos estresante y angustiosa? En definitiva, ¿no había una opción más humana?
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