Sobre la tristeza

Desde pequeño me recuerdo triste. Nunca he investigado si hay alguna componente genética o lo aprendí de alguna manera, pero ese es mi estado más normal. Soy una persona feliz. ¡Vaya, las contradicciones! Después de tanto tiempo me he acostumbrado a ser así y a vivirlo sin que me moleste más de lo necesario. Tengo normalmente una mirada escéptica sobre lo que leo o veo, soy de carácter abierto y no me cuesta relacionarme con la gente, me gusta bromear y tengo una mirada crítica e incisiva sobre lo que pasa a mi alrededor, intuyo que algo muy malo va a ocurrir en cualquier momento y he conseguido que esa sensación de desastre no me venza. La cuestión es que este estatus pesimista se convirtió en algo más que bruma y me arrastró hace años a una depresión. Algo se rompió dentro de mi, mi autoestima se derrumbó y aunque conseguí salir de todo aquello en algo menos de dos años, ayudado de medicación y algunas sesiones del psicólogo, hubo cosas dentro que quedaron dañadas. Valga esta introducción para poder entender lo que me pasó hace unos días cuando se me ocurrió hacer una pequeña excursión con mi pareja a un pueblo cercano que no conocíamos, con la disculpa de ir a un mercadillo de saldos que resultó ser un mercadillo sin nada interesante. Paseamos y nos decidimos por acercarnos a una pequeña cala que se llama Las Negras y pasar la mañana. Una de las cosas que se me han roto y que te comentaba antes, es la capacidad de no caer en el desánimo por nimiedades. Apenas una brizna consigue vencerme y paso de estar eufórico a caer en picado. El lugar es una maravilla y el paseo fue delicioso, encontramos a un pescador que acababa de llegar con su pequeña barca y vendía en la calle el fruto de su trabajo. Un pequeño corrillo, alabanzas al pescado de la zona y su diferencia con el de piscifactoría. Tenemos cara de no ser de aquí, así que nos endosaron algunas recetas al ver que preguntábamos por las especies que se vendían. Nos cobraron más que a los locales, eso no lo dudo y compramos una dorada hermosa y una corvina. Pesada con un peso de mano, redondeo a la baja del precio y nos fuimos felices con nuestra adquisición. Mientras fantaseábamos con la forma de cocinarlo yo hice la puntualización de que quizá sería bueno congelarlo porque el anisakis campa suelto por esos mares. Mi alerta de desastres se activó y arruinó la experiencia para Raquel que estaba ilusionada con la compra. Así, de una manera trivial empieza mi bajada a los infiernos. Puedo llevar bien mi pesimismo, pero odio chafar los ánimos de la persona a la que más quiero. Llegó el momento de elegir una terraza para tomar el aperitivo, había varias y yo decidí sentarnos en una en concreto en medio de pensamientos que empezaban a ser grises. Nada más sentarme tuve la sensación de haber elegido mal y el servicio que estaba más entretenido en preparar mesas para la comida tardó una eternidad en atendernos. A esas alturas mi ánimo ya era negro, así que tras una espera interminable y un aperitivo que aquí en Almería suele ser muy bueno y que en este caso fue normalito, nos fuimos de allí para volver a casa. En un instante la vida cambia y luego al repasar en mi memoria lo que ocurrió no soy capaz de entender el rosario de pequeños acontecimientos. El caso es que nos acercamos al coche, subimos a la perra en la parte trasera, yo hice el gesto automático de cerrar la puerta sin mirar y Raquel tropezó, se agarró al marco instintivamente, resultando que la puerta le golpeó los dedos de la mano con furia. Siento el dolor de Raquel como si fuera mio y no hablo de empatía. siento su dolor físicamente, así que quedamos los dos paralizados, ella con la mano herida y yo con el estómago encogido. Una mujer se nos acercó para ayudarnos, lo agradecimos pero ya habíamos conseguido sobreponernos. Todo parece trivial y nada fue absolutamente trágico, solo la tristeza de haber causado dolor por no poner la suficiente atención y el trabajo de remontar la sensación de amargura que consiste en que la cabeza se llene de imágenes negativas.


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