Recuerdos de Bilbao

Bilbao era una ciudad amable. Al menos la zona que recoge la hoz de la ria. Mezclada de viejo y nuevo, sorprende que apenas tuviera pintadas y tiene un cierto aire de tranquilidad. Luego está el estilo «señorial» de los bilbainos con esa pose de pisar un palmo por encima del suelo. En aquella visita me tocó visitar no solo la ciudad, sino los pueblos de alrededor y vivir esa mezcla agobiante de industria y casas que hacen de Derio, Zamudio, Mungia, poblaciones perdidas para la belleza.

Las siete calles mantenían la pulsión de una buena comida y de un trato exquisito por parte de camareros o restauradores, como se quiera llamar. Me traje sobre todo una ventresca de bonito sobre cebolla templada, recubierta con pimientos de cristal y salsa de manzana.

Entré en el Guggenheim y me llevé la sorpresa de encontrarme un museo vacío, con no más de quince o veinte personas, así que pude pasear tranquilamente por las esculturas de Serra y disfrutar de la presencia del acero rotundo y de sus naranjas imponentes. Como postre una exposición sobre retratos, luego caminar por la ciudad y perderse, que fue lo que hice, de manera literal. Perderse es una tentación.


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