En el cementerio
Enterrar requiere un rito una ceremonia que los católicos exceden hasta el paroxismo. A propósito de este exceso en el entierro de Yoli estuve visitando el cementerio de Soto del Real. De alguna manera me dediqué a visitar antiguos amigos y enemigos, lo que no hizo sino constatar que empiezo a tener demasiada historia a las espaldas. Lápidas y dedicatorias entre lo barroco y lo minimalista, el túmulo de Jesús Antonio, la pequeña sepultura de apenas 40 cm. de Phillip B. Thurnbull, amiga de Gloria Fuertes que tiene como recuerdo la frase «en esta tumba tan pequeñita descansa un corazón enorme», la del niño que falleció a los diez días, retirada junto a la tapia, la losa que recuerda que murió «asesinado por los rojos», los nuevos columbarios. Hizo una tarde que no sabía a qué carta quedarse, al norte la cuerda larga, flanqueada desde el oeste por la peña del diezmo y en el este la Najarra. Finalmente salió el sol y Ángeles y Juan pudieron dar tierra a su hija en medio del silencio elocuente de cientos de personas. El silencio es la actitud en la que retumba el sórdido sonido del féretro. El silencio es la demostración, el silencio y el dolor que viene desde la cúpula del cielo y se concentra en una madre que desea morir. Los hombres no lloramos, las mujeres sí y desahogan la injusticia en cada lágrima.
..«No hay extensión más grande que mi herida, lloro mi desventura y sus conjuntos y siento más tu muerte que mi vida. Ando sobre rastrojos de difuntos, y sin calor de nadie y sin consuelo voy de mi corazón a mis asuntos. Temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada, temprano estás rodando por el suelo. No perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta, no perdono a la tierra ni a la nada…»
(Miguel Hernández)
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