Badajoz

Badajoz me ha parecido como Moratalaz pero más grande. Me encanta leer en los letreros de las calles la explicación: «Hernán Cortés» y debajo «Conquistador», «Antonio Ruiz Chacón», «Poeta» y que solamente en las pequeñas ciudades de la periferia podemos seguir contemplando preciosos edificios modernistas, eso si, echados a perder. Badajoz tiene cerca de su centro histórico una calle peatonal donde Sfera, Zara y demás marcas de moda se disputan los muchos clientes que la pasean, junto a un enorme y horroroso aparcamiento. Entre las estrellas calles del centro languidecen cientos de pequeños y familiares comercios. Me quedo mirando una droguería que me recuerda a aquella en la que yo ayudaba a mi amigo Alfonso cuando era un niño, en Laredo, en los tiempos en los que ver a un menor despachar tras un mostrador no era ver un delito. Las ciudades pequeñas están llenas de carteles de corales y exposiciones fotográficas y muestras culturales a la antigua usanza organizadas por el «ateneo cultural…» o el «círculo poético…» y tienen una gran plaza central con kiosko y cenador para la banda y cafeterías con mesas en la plaza y bancos y palomas y muchas un busto de quien diera gloria a la ciudad escribiendo poesía. En las grandes hay un libertador, un general o un rey y en eso, a pesar de su fealdad y su aburrido día a día, las pequeñas ganan, porque reconocen como valor lo que se desprecia en el centro del imperio. Badajoz habla portugués y tiene cara de mesetaria y huele a Andalucía y se reconoce extremeña por alguno de sus costados. Las ciudades de frontera tienen siempre cierto aire de mezcla, de potaje, de desembocadura, más aquellas que están lejos, tan lejos del poder que veneran a sus escritores y no a sus asesinos.


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