012
No me gusta ver sufrir a la gente que quiero, por eso le dije a Paula que ese día no quería subir a la habitación del hospital para visitar a Juan, su padre.
Quizá decir 'no me gusta' es la peor forma de autoprotección que existe y deja en evidencia nuestras propias debilidades pero, buceando entre lóbulos y circunvoluciones, alcanzo a divisar otra de las causas protagonistas: mi propio miedo a la enfermedad. Presente durante décadas y manifiestamente activo con cada brote vírico, dolor no focalizado o síntoma en el margen del libro de medicina más grande del mundo: Google.
Tras la niebla, la imagen me lleva al ascensor de un hospital viejo, con los números de los pisos desgastados por el uso y el quejido rítmico del motor que pide clemencia y engrase desde hace años.
Toco a la puerta y accedo a la habitación donde me espera un Juan delgado como el apellido de Perico.
Lo abrazo y lo siento sano, alejado del oscuro monstruo que replica células.
Desaparece el miedo y se instala la calma.
Al despertar, me giro en la cama para anunciar a Paula que he soñado con su padre. Me mira, entre extrañada y alarmada, y me responde:
—Yo también.