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Comentaba con un compañero la necesidad de un buen baño de realidad de vez en cuando que te ponga en sintonía con el universo y te haga olvidar, aunque sea durante un breve lapso de tiempo, lo estúpido que eres.

Lo comentaba a colación del típico suceso laboral con el típico cliente abusador. Lo de siempre. Y ahí fui yo, a cerrarle la cremallera con un huevo fuera, acorralarlo con hechos probados y a disfrutar, ya que estaba, de un buen cubata lleno hasta los topes que empapaba mi barba con las gotas de su vergüenza resbalando entre los pelos.

No hay nadie exento de recibir una buena reprimenda vital; un meteorito directo a tu cabeza que no ves llegar porque no miras más allá. Te alcanza y te destroza, haciéndote explotar como una construcción infantil, enviando las piezas que conforman tu estabilidad a lugares recónditos como el hueco bajo la cocina o detrás de la nevera.

Y un día, limpiando a fondo, encuentras triste y arrinconada a tu confianza; la rescatas, le sacudes el polvo y consigues rehacerte hasta la venida de una nueva ola de destrucción.

El dentista nos ha dicho que Irene padece agenesia dental, es decir, no tiene recambios para una gran parte de sus dientes de leche. Exactamente 17. Ahí es donde entra la vida a recordarte que no debes distraerte ni perder el norte porque si bajas la guardia, llega la hostia. Instintivamente cambian tus prioridades —otra vez—, se te reordenan los chakras y te centras en lo importante. La agenesia dental no es una afección grave pero sí afecta a la confianza y a la autoestima en adolescentes que ven cómo sus dientes caen y queda la oscuridad. La dentista, con la ayuda del tiempo, inventará mil formas de ocultar el vacío hasta poder atornillar a su maxilar todas y cada una de las piezas necesarias que recompongan la sonrisa y restauren la autoestima. Que vuelva lo importante.

Entramos al dentista sin saber lo que era agenesia. Salimos con una deuda futura de veinte mil euros. Nos empujan pero no nos tumban. Puta bida.

#shithappens


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