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Volvíamos en moto hasta su casa, ubicada en una población dormitorio a las afueras de la ciudad y lejos del centro, donde había tenido lugar la primera cena de clase universitaria. Era tarde, sobre las 3 am; también era noviembre y las noches empezaban a refrescar y a empaparlo todo en humedad.

Notaba sus manos agarradas a mi cintura firmes pero sin presión, tranquilas. Zigzagueamos entre los pocos coches que quedaban circulando por las grandes avenidas y salimos a la circunvalación prácticamente solos.

El viento que se colaba por las rendijas del casco desplazaba hacia afuera el aliento a sangría barata, bocadillo de calamares y ajoaceite de garrafa, un menú que se repetiría más veces durante mi época de estudiante.

Aparqué la moto justo en la puerta de su edificio y ella me invitó a subir.

—¿Dónde?—pregunté, a sabiendas de que su familia estaba en casa. —Al cielo—sonrió.

Nunca una descripción fue tan literal.

Subimos a hurtadillas desde el último piso donde nos abrió sus puertas el ascensor hasta los últimos escalones que daban paso a la puerta de la terraza. Antes de quitarme la chaqueta y dejar el casco en el suelo ya me estaba lamiendo el cuello, llegando hasta la boca y besándome con ganas.

Noté sus labios carnosos, el sabor a tabaco y su lengua buscando la mía. Me sentó en un escalón, se encajó sobre mis piernas y comenzó un movimiento de vaivén que parecía querer borrar las costuras de nuestros pantalones.

Años más tarde lo llamaron petting.

Nos rozamos hasta el dolor y el enrojecimiento. Era noviembre y todo estaba húmedo.

Después siempre volvía a casa solo.

El viento que se colaba por las rendijas del casco desplazaba hacia afuera el aliento a tabaco y a saliva ajena.


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