Invierno palmero

Hace dos años por estas fechas acababa de volver a Madrid. Habíamos terminado una relación de cinco años; había dejado mi trabajo sin saber cuándo encontraría otro; y había vuelto a mi pequeño piso en un barrio agobiante, en pleno crudo invierno madrileño. Y la primera noche que dormí otra vez en el piso, con las paredes cayéndoseme encima, los aguaceros rompieron el tejado y empezó a caer agua del techo en mi propia habitación.

Dos años después: lo crudo del invierno palmero ha sido hasta ahora bajar a 17 grados por las noches, y no poder ir mucho a la playa en un par de semanas. Salgo de trabajar a las cuatro o a la una, según el día; tengo una terraza con vistas al paraíso; y la situación de ansiedad que anduve sufriendo durante muchos años (causada sobre todo por el trabajo, aunque no solo) ha mejorado de forma radical.

Para pasar de un invierno a otro he tenido que arriesgar en múltiples frentes: lanzarme al vacío en el tema laboral, rebajar mucho mis expectativas económicas, sacrificar buena parte de mi vida social yéndome a vivir a un lugar desconocido... pero el resultado ha sido indudablemente positivo, y estoy muy orgulloso de haberme atrevido a ello.

“¿Y de ahí a dónde iré? No podría decirlo”, cantaba el viejo Bilbo. Seguiré con seguridad otros seis meses en la isla (una Bajada Lustral me espera), y en ese momento, como tenía planeado, evaluaré si seguir aquí o probar otras costas.

Pero sea donde sea, espero que los inviernos sean como poco igual de luminosos que aquí.

Iluminación con drones en el cielo, formando una campana multicolor