La red somos Tú y Yo

Reclamando lo que nunca debió dejar de ser nuestro

Arcano
Me gusta mucho el olor de la ropa de invierno cuando la sacas del fondo del armario al empezar el frío, huele así como arcano.
Huele un poco al armario de las chaquetas antiguas de mi madre, las que se ponía de joven pero se le quedaron estrechas y nunca donó, porque ella echaba de menos entrar en esa ropa y deshacerse ellas era como admitir que ese tiempo nunca volvería.
Huele un poco al armario de la casa de mi abuela, con toda la ropa de mi tía, la que se marchó del pueblo exiliada porque fue madre soltera en los 90, y eso era tal vergüenza que no volvimos a saber de ella hasta que el niño tuvo 10 años.
Huele un poco a tiempos pasados, que no fueron mejores porque ellas lo tenían todo más difícil, pero que de algún modo extraño me evocan cierta ternura, porque ellas me criaron, porque me convirtieron en la mujer que soy hoy.
Mi armario es relativamente nuevo —es sólo mi segundo invierno post-transición— pero me da mucha alegría que ya tenga ese olor a las mujeres que me precedieron, a sus historias, a sus secretos, a arcano.

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Vuelvo al sur
Nunca llega una a abandonar del todo un lugar que habitó.
Lo de volver al sitio donde creciste tiene un punto de nostalgia, por todo lo que dejas atrás —voluntaria o involuntariamente— y una parte de ilusión, por todas las cosas nuevas pero de alguna forma familiares que encuentras cuando regresas.
Yo siempre digo que dejé mi tierra para irme al exilio solo medio en broma. Y hago esfuerzos conscientes para no romantizar el pasado, porque tuvo sus luces y sus sombras, pero cuesta no hacerlo cuando vengo por unos días y acabo con el corazón partido en dos trozos iguales. Porque por una parte quiero volver a casa —al exilio— pero por otra me duele irme lejos de la gente que tantos años fue parte de mi vida y los lugares que tanto me marcaron.
Las caras nuevas en viejos espacios calan igual que las conocidas en los rincones que han cambiado. No encuentro forma buena de habitar el retorno, no consigo apartarme de la sensación de que es todo un poco onírico, de que no tengo derecho a vivirlo cono mío, de que no dejo de ser más que una invitada a la fiesta que en algún momento, indefectiblemente, acabará.
El último día del viaje tiene siempre un sabor agridulce. No sé si eso se cura, pero después de diez años yo no termino de acostumbrarme.
Nunca llega una a olvidar del todo las redes que tejió.

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Qué hace una chica como yo en un sitio como este
Aterrizo aquí después de un tiempo dándole vueltas a cómo canalizar toda esa energía que encuentro para hacer activismo de redes. Se oye mucho que la rabia es un importante factor de movilización hoy en día, y lo he podido comprobar porque yo siento mucha contra las redes privativas. Sin embargo, creo que como motor de cambio la ilusión es mucho más práctica, mucho más constructiva, y nos lleva a sitios mucho más bellos. No es que sea yo socióloga ni nada de eso, pero al menos a mi entorno y a mí siempre nos ha funcionado mejor.
Empiezo a escribir después de haber despertado del sueño profundo al que nos tienen sometidas las redes privativas. Lo que empezó hace 10 o 15 años siendo la promesa de la reconexión, la explosión de la socialización global, terminó siendo una pesadilla de tiempo secuestrado, cabezas bajas en el metro y falsa sensación de cercanía. Cuando abres los ojos ves muy claro que no es el enésimo vídeo de gatitos, ni la receta de brownies número 42 que enviamos lo que nos acerca a nuestros seres queridos; es esa llamada, ese audio, ese mensaje de texto para saber cómo estamos, cómo va la abuela, cómo está el tema ese de la casa. Y cuando lo vi —tras lo cual, como se dice comúnmente, ya no lo puedes desver—, decidí que quería hacer algo al respecto.
Estamos en un punto de inflexión, me parece. Cada vez oigo a más gente —no necesariamente cercana a la militancia del software libre— decir que está cansada de la dinámica en la que llevamos atrapadas estos años. No hay necesariamente una hoja de ruta ni una alternativa clara, pero sí hay un hartazgo generalizado de estar horas dándole al dedito para ver un montón de cosas solo tangencialmente interesantes pero altamente adictivas. El algoritmo nos conoce bien, pero no hay remedio contra el cansancio, o churn, como lo llaman en Silicon Valley.
Yo aquí he venido a dar brochazos de realidad a la gente cansada, y un hilito de esperanza a quienes decidan salir de la espiral. No solo hay vida después de Instagram o Tiktok, si no que además hay una tremenda sensación de libertad, de haber roto las cadenas, y de verte más cerca de tu gente —a pesar de que no te estén mandando tres reels cada día. Porque las redes no son Instagram, Mark Zuckerberg ni ningún tecnobró de Silicon Valley. Parafraseando el título del libro de Marta G. Franco, las redes somos nosotras. Las redes somos tú y yo.

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